Planes y ocurrencias
La economía no necesita recetas mágicas, sino reformas argumentadas
Los partidos políticos empiezan a desgranar, de forma inarticulada, propuestas económicas para la próxima legislatura. Hasta ahora, consisten en recetas directas para aumentar el empleo y las rentas de los ciudadanos —tal es el caso de las medidas de salario mínimo y empleo público lanzadas desde el PSOE e Izquierda Unida—, presentadas como soluciones arbitristas. Sin embargo, no es la acción frontal directa, tantas veces frustrada e ineficaz, sobre el mercado laboral y los salarios lo que se espera de estos programas, sino la definición, lo más exacta posible, de las líneas maestras de sus decisiones económicas durante los próximos cuatro años; con la vista puesta, claro, en el empleo y en el bienestar de los contribuyentes, pero sabiendo que los empleos y los salarios los generan las empresas y que la prosperidad depende de una política redistributiva que sí compete al Estado.
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Una de esas líneas, quizá el trazo del que dependen todos los demás, es la política tributaria elegida. De entrada, las organizaciones deben explicar cuál es el nivel de Estado de bienestar que están dispuestos a financiar, dado el margen disponible de control del déficit. No basta que el PP repita el estribillo “bajaremos los impuestos”; está obligado, y así deberían exigírselo los votantes, a cuantificar las consecuencias de esa rebaja, es decir, qué servicios públicos (educación, sanidad, seguridad) quedarían sin financiar. De la misma forma, no es suficiente, ni siquiera interesante, hablar de renta básica o empleos públicos —un recurso retórico más que un plan viable— si no se explica de dónde saldrán los fondos para pagar tales redes de protección. Explicaciones que, en uno u otro caso, exigen abandonar la píldora o pedrada verbal y ofrecer memorias económicas extensas y razonadas. Justo lo que los partidos políticos no saben hacer.
De aquí se deduce que la gran incógnita de la política económica para los próximos cuatro años, se haga explícita en los programas o no, es la estructura fiscal del Estado. La economía necesita una reforma fiscal integral —es decir, que reorganice todos y cada uno de los impuestos— para recuperar la prosperidad perdida desde 2008 y dotar al Estado de capacidad de gasto e inversión. Tal reforma, ninguneada por el Gobierno de Rajoy, exige subir algunos impuestos, bajar otros, cercenar deducciones y desgravaciones y entrar en un debate claro sobre los impuestos del patrimonio y donaciones. Con una reforma fiscal orientada a aumentar los recursos públicos es posible plantear opciones políticas, sean de inversión, gasto social o pago de la deuda; sin ella, todo se queda en retórica y ocurrencias aisladas.
Los partidos tienen que responder a otros dos problemas mayores. El primero, renegociar con Bruselas nuevos y más laxos compromisos de estabilidad financiera. De nada sirve fijar objetivos de déficit inalcanzables que obligan, por el camino, a destruir sanidad, educación o pensiones. El segundo, una revisión de la reforma laboral. La meta es acabar con la dualidad del mercado de trabajo. Los ciudadanos no quieren pócimas mágicas para crear empleo; es más, desconfían de ellas. Piden planes argumentados y creíbles. El resto es silencio o tomadura de pelo.
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