Héroes de La Paz
Es un gigante de la sanidad. El hospital público de más prestigio de España. Un emblema con medio siglo de vida De las urgencias al interior de los quirófanos, nos adentramos en uno de los mayores centros sanitarios del país
El ministro de Finanzas griego, Yanis Varoufakis, clava sus ojos de halcón en el entrevistador. Y dice: “Niego sistemáticamente que estemos jugando un partido con ganadores y perdedores”. Al otro lado de la mesa, Jordi Évole sonríe y añade algo, pero sus palabras se quedan flotando alrededor del televisor, junto a la máquina de café, porque en ese momento se abre la puerta del diminuto despacho médico, y un residente asoma la cabeza y grita: “¡A la REA!”, con el busca en la mano. Una llamada de urgencias. A un varón de 66 años se le escapa la vida. Quizá toque intubarlo. Manuel Quintana, intensivista veterano, se calza sus Crocs color sangre, se levanta del viejo sillón y sale disparado. Unos segundos después, cuatro tipos con uniforme blanco aceleran el paso entre pasillos vacíos y en penumbra. El equipo de guardia en la UVI. Descienden un par de pisos. Atraviesan el corredor de emergencias de trauma y alcanzan el box de urgencias vitales, “la REA”, donde el varón boquea en la camilla como un pez fuera del agua. Tose e intenta morder el aire. Le han colocado una mascarilla de oxígeno. Está consciente. Con el pecho desnudo, surcado de electrodos. Su problema se llama fibrosis pulmonar. “Un pulmón rígido”, define uno de los doctores. Incapaz de respirar por sí mismo. La decisión a la que se enfrentan, según Quintana, es “jodida”. Si le intuban, puede que empeore su patología. Si no lo hacen, quizá se les quede ahí mismo. “Déjese llevar por la máquina”, le pide uno de los adjuntos. Al cabo de un rato de ajetreo, el hombre cierra los ojos. Deja de toser. Parece estabilizarse. Quintana se sienta en un taburete. Lleva el pelo peinado hacia atrás. Barba de una semana. Tiene 50 años y un aire a Jack Nicholson. Poco antes ha definido su trabajo: “Horas de aburrimiento. Minutos de excitación. Segundos de pánico”.
Esto no es la paz, es la guerra”, dice la jefa de oncología radioterápica
Lo anterior ha sido la excitación. El pánico llega al filo de la medianoche, cuando al paciente de pronto se le para la respiración y el latido. Y esta vez corren de forma frenética por los pasillos y al alcanzar la REA prácticamente saltan sobre el pecho del hombre para darle un masaje cardiaco, y hay gritos, y preguntas histéricas de “¿qué ha pasado?”. La mascarilla de oxígeno parece resultar insuficiente, y entonces se ven obligados a tomar la decisión “jodida”. Lo sedan. Le abren la vía respiratoria con una herramienta metálica. Introducen una cánula por la boca. Se oye un borboteo. Enganchan el extremo del tubo a la máquina de respiración. Y deciden subirlo a la primera planta. A la UVI.
Esta es una de las puertas de entrada al hospital universitario de La Paz. La que todos desearíamos evitar. Una de las más concurridas, con más de 200.000 ingresos al año. El 60% son afecciones leves. Un 10% de críticos. Quintana, aparte de médico de intensivos, ejerce como coordinador de urgencias. “El muro”, suele llamar a este lugar. La pared de contención de uno de los mayores centros hospitalarios de España. Le gusta compararlo con la serie Juego de tronos: “Si caen las urgencias, caen todos los reinos”. Frente a su despacho cruzan a diario quienes llegan con un hilo de vida. Tumbados en una camilla, doblan la misma esquina, antes de alcanzar el box de vitales. Las barras laterales que protegen las paredes muestran desconchones en ese punto. Es uno de los pocos vértices que permanecen intactos de la estructura original. Desprende una energía rara. Como si contuviera el Aleph de Borges. Ha visto pasar moribundos desde hace 51 años. Las urgencias comenzaron a funcionar poco antes de la inauguración del hospital el 17 de julio de 1964: se conmemoraban 25 años “de Paz”, costó 180 millones de pesetas, y Franco remarcó en su apertura “la inquietud de un régimen por la atención de los hijos de España”. Fue el primer servicio nocturno de emergencias médicas del país. Ha dado atención a 12,5 millones de personas. Quizá por eso uno podría quedarse horas mirando la esquina. Sus azulejos virando al color crema por el paso de los años; el suelo de terrazo pulido y agujereado. El primer día que la tuvimos de frente, nos encontrábamos junto a Ana Martínez Virto, la segunda de urgencias. Nos había dado una vuelta por el servicio. Sin ocultar nada. Sus salas a rebosar de pacientes. Muchos de ellos, ancianos. El año pasado tuvieron 70 ingresos de personas de más de 100 años; un 18% de mayores de 80. A lo largo del recorrido, fue llamando a las cosas por su nombre coloquial: “el quirofanillo”, un cuarto para cirugía menor; la sala “de malas noticias”, para informar a familiares; la habitación “del pánico”, donde atendieron cinco casos sospechosos de ébola (resultaron malaria). Luego, de nuevo ante la esquina, mientras sonaba la alarma que anuncia la llegada de una emergencia, Martínez Virto dijo con voz sosegada: “Esto es un no parar”.
La Paz no es un hospital. Es un gigante sanitario. Un universo con algo más de 6.500 empleados; 235.000 metros cuadrados distribuidos en cuatro hospitales (general, materno, infantil, y traumatología y rehabilitación), más los centros de Cantoblanco y Carlos III, y una población asignada de cerca de medio millón de personas. Maneja un presupuesto anual de 500 millones de euros (si fuera un equipo de fútbol, por detrás de Real Madrid y FC Barcelona). Y es centro de referencia en 20 especialidades médicas. Entre sus paredes nacen 16 bebés al día. Ingresan 46.000 pacientes al año. Superan el millón de consultas. Y circulan 30.000 personas cada jornada. Más que un hospital, una ciudad. Incluso con un McDonald’s frente a la torre de maternidad: el octavo más rentable de Madrid y el que más desayunos sirve. La Paz es el buque insignia de la sanidad. Según el doctor Quintana, “el sitio al que todos los hospitales se quieren parecer. Públicos y privados”.
El año pasado, el Monitor de Reputación Sanitaria (MRS), un estudio independiente, lo reconoció como el centro de mayor prestigio de la sanidad pública española, a partir de entrevistas a 2.400 médicos, enfermeros, pacientes y periodistas especializados. Seis de sus servicios se encontraban en lo más alto de la lista; los ocho restantes ocupaban puestos entre los cinco primeros. Ubicado en el número 261 del madrileño paseo de la Castellana, a los pies de las cuatro torres, La Paz recuerda desde fuera a una estación espacial de otro tiempo a la que se le hubieran ido acoplando módulos. Sus muros exteriores se encuentran cubiertos de piezas de gresite blanco y negro, como una costra de fuselaje, enfatizando ese aire de viejo cascarón estelar.
El estado normal del hospital es el jaleo. Un hormigueo vibrante de trabajadores, enfermos y visitas recorre de día su estructura laberíntica. El centro lo forman una veintena de edificios, la mayoría conectados por dentro. Pero hay que saber cómo atravesarlos. Se siguen perdiendo los veteranos. “De pronto te descubres en el sitio equivocado”, cuenta una mañana José Ignacio Sánchez Méndez, coordinador del comité de mama; una unidad que reúne a los especialistas involucrados en el tratamiento del cáncer más frecuente entre las mujeres occidentales. Ginecólogos, oncólogos, radiólogos, cirujanos… Desmenuzan cada caso, toman decisiones en consenso, debaten novedades clínicas. Una reunión expeditiva. Nadie pierde un minuto. Quienes llegan a La Paz han sufrido para encontrar su hueco. Y eso marca el paso. En palabras de Ana Mañas, jefa de oncología radioterápica, que ha trabajado también en el hospital 12 de Octubre y en el Puerta de Hierro, “objetivamente no hay hospital como este. La investigación es extraordinaria. Es el centro que más patentes saca [en España]. Hay interrelación entre la gente, orgullo corporativo. Se trabaja a destajo. Siempre digo que esto no es la paz. Es la guerra. Llegar a jefe de servicio aquí es como poner una pica en Flandes”.
El equipo humano es lo mejor que tiene, a pesar de sus deficiencias estructurales”, según el director gerente
Si existe una forma precisa de medir su prestigio, sería a través de los jóvenes fichajes: a menudo, los números uno del examen MIR eligen este hospital (se presentan unas 10.000 personas a la prueba). “Los 10 primeros suelen caer aquí”, dice Macarena Lerín, neumóloga de 31 años y jefa de residentes. Entran algo más de 100 al año. Suman medio millar. Son los soldados del centro. Un batallón de veinteañeros hipermotivados, competitivos, acostumbrados a darlo todo. A estudiar mucho y dormir poco. Con hambre de guardias. “No los llamamos residentes, sino resistentes”.
Guillermo González, de 25 años, sacó el número 1 en 2014. Eligió el servicio de dermatología, el más reputado de España según el MRS. Lo cuenta un lunes a primera hora. Lleva de guardia desde las once de la mañana del día anterior. Seguirá hasta las tres de la tarde. Resume una jornada “anodina”: “Alguna celulitis, dos abscesos cutáneos, dos pitiriasis. Y un paciente con picadura de oruga procesionaria”. Más la atención rutinaria en planta. Eligió este hospital “porque tiene un gran volumen de pacientes; y el equipo es muy bueno”. De pronto le suena el móvil. Del bolsillo de la casaca extrae un viejo Nokia. Es el busca. “¿Derma?”, responde. Y desaparece por uno de los inacabables pasillos. Son cerca de las 9.30. Y el hospital, a esta hora, suele encontrarse a pleno rendimiento: el cirujano con el bisturí, los adjuntos pasando visita con su séquito de residentes y estudiantes.
El centro no duerme. Pero tiene sus ritmos. Poco antes de las ocho, cuando el sol comienza a asomar sobre las azoteas de Chamartín, el túnel del metro de Begoña se vuelve una válvula que expulsa rostros frescos a borbotones. Atraviesan la plaza. Y en su trayectoria se cruzan con los perjudicados de una noche de poco sueño. Se oye algún “¡Descansa, guapa!”, “¡Venga, buen día!”, como si durante un instante se produjera un eclipse. Y poco después comienza el “pase de guardia” en los servicios.
A las 8.14 de un martes, por ejemplo, en la cuarta planta del hospital general, Mónica Moreno, una R-3 (residente de tercer año) de origen peruano, repasa los pacientes ingresados durante su vigilia. Las novedades para quienes empiezan la jornada. Cada enfermo es un número de cama (“la 417”) y el resultado de sus analíticas: “Unos leucocitos en 22.000; una PCR elevada, en 300, y una bilis normal, en 0,7. Se le solicitó un TAC por la celeridad de la pancreatitis. Y se observó un páncreas aumentado, heterogéneo, con áreas parcheadas, sugerentes de necrosis”. Una veintena de médicos la escuchan. Preguntan. Tratan de llegar al diagnóstico. De forma socrática: –¿No tiene signos de hepatopatía crónica? –Lo que pasa es que tenía un poquito de circulación colateral… Un poquito. El jefe del servicio, Pedro Mora, concluye el pase hablando de la urgencia. La jornada anterior apareció su saturación en los medios. “Me avisaron de que hay 50 pacientes pendientes de ingreso abajo. Si podéis dar algún alta… De digestivo hay cuatro, a ver si los podemos subir para aliviar”.
A las 8.32, la reunión ha terminado. Y en la misma sala escueta y sin ventanas comienza una lección clínica: Enfermedad por reflujo gastroesofágico. La imparte una R-1. A toda velocidad. Y el resto de residentes la siguen sentados en torno a una mesa con forma de hexágono amorfo. Una obra casera. El servicio fue reformado hace un año. Este hueco solía ser el observatorio elevado de un quirófano. La mesa se ha construido sobre la claraboya. En uno de estos quirófanos murió Franco. Nadie en La Paz parece recordar el punto exacto. Hubo una placa durante un tiempo. En la primera planta. Sobre ella ahora se lee: “Despacho médico. Unidad coronaria”. Tampoco es seguro que el dictador expirara ahí. En La Paz, tarde o temprano, todo cambia de ubicación y se pierde en la memoria. Un día, en la séptima planta, vacía y a punto de ser acondicionada, la directora de comunicación del centro señaló hacia una pared desnuda y dijo: “Aquí estuvo Severiano Ballesteros”. La población y sus necesidades varían. Crece o mengua un servicio. Se pasa una unidad a otro piso. En el hospital conviven media docena larga de suelos distintos: del terrazo a la tarima, pasando por el mármol. Lo que da cuenta de su cambio permanente. Para lo bueno y lo malo, tiene 50 años. Y un espacio muy limitado. “Es como un puzle”, explica el director gerente del hospital, Rafael Pérez-Santamarina. Luego intenta poner en palabras la identidad del lugar. Tras pensarlo un rato, dice: “El equipo humano es lo mejor que tiene, a pesar de sus deficiencias estructurales”.
Quizá en ningún sitio se muestre esa dicotomía de forma tan acusada como en algunos servicios de pediatría. Número uno indiscutible en el MRS. Y, sin embargo, Pedro de la Oliva presenta su servicio como “la UVI pediátrica más antigua del país”, con 38 años, 16 camas y unos 800 ingresos al mes. “La que tiene más pacientes y más graves”. Donde acaban niños que han sufrido intervenciones que marcan hitos médicos. La Paz es el hospital de España que mayor número de trasplantes infantiles realiza. Y uno de los de mayor volumen de operaciones extremas: 350 de cardiopatías congénitas en 2014; 214 a corazón abierto. Referencia nacional, con fama en el extranjero y, sin embargo, con una UVI enclavada entre pasillos. Sin luz natural. Aislada con ventanas de cristal esmerilado. Muchos padres se sorprenden al ver dónde han caído sus hijos. Lo superan gracias al equipo. Hablan los progenitores de un bebé enganchado a un corazón externo de última tecnología: “Esta gente se aferra a un haz de luz. Su sabiduría es muy grande. Su humanidad, tremenda”. En La Paz, “todos sienten ese prurito de ser el mejor en lo suyo”, según el director de recursos humanos. Y eso coloca al hospital en cabeza: en 1993 realizó el primer trasplante en España de donante vivo; en 2003, el primero multivisceral del país.
En opinión de César Casado, jefe de cirugía plástica y quemados, “la sanidad española funciona por la voluntad de los profesionales”. Él ha convertido su servicio en una “cooperativa”: “Cada uno con su responsabilidad”. El hospital funciona con un grado considerable de autonomía. Los jefes han de cumplir los “pactos” con la dirección. A partir de ahí es asunto suyo. Casado nos da una vuelta por su servicio. Allí se encuentra Giuseppe Romata, uno de los militares italianos heridos en el accidente de un F-16 griego en Los Llanos (Albacete). Con quemaduras en el 40% del cuerpo. Desnudo. Boca abajo. Bebe con una pajita de un vaso que le sujeta su novia. Dice que recuerda “una explosión y mucho calor”. Se considera “afortunado”. Poco después regresaría a Italia y publicaría una carta agradeciendo la “extraordinaria asistencia médica y humana” .
Gemma Yagüe, enfermera de 43 años, dice que parte del secreto de su hospital se encuentra en ese “valor humano” que lo impregna todo. Reivindica el papel de su gremio: “Los médicos vienen y van. Los enfermeros nunca abandonan la planta. Siempre se quedan ahí. Sufrimos con los pacientes las 24 horas”. Son los que acaban aprendiéndose el nombre de los ingresados. Llevan siempre “la chuleta” en el bolsillo, un papel manuscrito, con las tareas pendientes. Y de ellos surgen pequeñas iniciativas que explican el funcionamiento “casero” de La Paz. Un ejemplo en el servicio de psiquiatría. Sus habitaciones han sido modificadas para evitar suicidios. Sin objetos punzantes. Con espejos irrompibles. Quedaba el problema de la alcachofa de la ducha, de donde uno se puede colgar. La enfermera Olga Sanmartín tuvo la idea de escayolarla hasta el techo. Una ducha empotrada. Se tomó un café con un compañero de mantenimiento. Esbozaron la reforma. Y ahora todos los baños de psiquiatría lucen el invento. La Paz conserva ese punto de las cosas hechas a mano. De compañerismo de otro tiempo. Con trucos y métodos transmitidos de generación en generación. “Hemos aprendido de nuestros mayores”, cuenta el jefe de urgencias. “Unos valores nos gustan más, otros menos. Pero se nos han quedado”.
El hospital, en sus cimientos, es como un queso gruyère.Cuando alguien perece en La Paz, los celadores lo llevan en camilla hasta un ascensor que comunica con el subsuelo. Un sistema de galerías que recuerdan a los búnkeres de la Guerra Fría une los edificios entre sí. Por ahí viajan los cadáveres hasta alcanzar una garita solitaria, en la oscuridad de los sótanos, donde se les inscribe en un registro. En el mortuorio se les pesa y se les introduce en una cámara frigorífica, ubicada junto a una estantería repleta de órganos guardados en frascos. Eduardo García, jefe de subalternos, es responsable del lugar. El cargo le ha conferido capacidad de observación. Asegura que hay más fallecidos de noviembre a enero. “Y con la Luna llena vienen más. También hay más nacimientos”. Lleva 41 años en La Paz. “Siempre lo he asimilado a un pueblo. Con sus policías, su alcalde… Tiene de todo”. Capellán. Profesores para los críos ingresados. Cocineros. Costureras que remiendan prendas a la vieja usanza. El subsuelo, de hecho, parece el barrio de los oficios. Abandonas la lencería, cruzas las cocinas y un poco más allá están los talleres, con sus pósteres de mujeres en cueros, y un almacén inmenso con recambios. Andrés Miruri, jefe de mantenimiento, dice: “Aquí se repara todo”. Frente a él hay una maraña de muebles pendientes. Camillas, cuelgasueros. Son cerca de 100 entre electricistas, mecánicos, carpinteros, fontaneros. Y entre ellos se cuentan los integrantes del “equipo A”, maestros con formación en seguridad. Custodios de rincones de acceso vedado, como la unidad de altos mandatarios y dignatarios, reservada para la Presidencia del Gobierno de España y las visitas de jefes de Estado extranjeros. Hay otra categoría de importancia extrema: los calefactores. Especializados en las viejas calderas de gasóleo con medio siglo de vida. Ubicadas en un edificio oxidado, en el centro del hospital. Se manejan desde consolas propias de una antigua central nuclear. Las tuberías recorren como arterias los túneles subterráneos. Cuando se abre una fisura, se ven obligados a vaciar el circuito, y a pasar un par de días de frío. En los tubos, bajo tierra, hay indicaciones a mano. Una flecha y el destino hacia dónde bombea: “H. Infantil”.
Siguiendo su curso se podría llegar a la torre de maternidad. El símbolo inconfundible de La Paz. Una estructura cilíndrica de 14 plantas. Con un helipuerto en la azotea donde solo hubo un aterrizaje. Vibró tanto la estructura que a partir de entonces comenzaron a hacerlo en la vecina Ciudad Deportiva del Real Madrid; y últimamente, en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma, al otro lado de la calle. En la planta tercera de la torre, tras unas puertas rojas abatibles, se despliega un pasillo umbrío, con un constante ir y venir de enfermeras y matronas, caminando al ritmo de los gritos de las parturientas. En 2014 nacieron aquí 5.872 bebés. En el pico del baby boom (1976) fueron 29.256. Tenían entonces 70 puestos de asistencia. Hoy cuentan con 11. “Es un lugar que se va adaptando al mundo”, cuenta Félix Omeñaca, el jefe de neonatología. La Paz es el gran paritorio de España. Aquí han venido al mundo cerca de 680.000 bebés. Se inauguró un año después del hospital general. En julio cumplirá 50 años. Omeñaca añade: “Lo que sigue siendo igual es que esta institución ha atendido tanto al nieto de Franco como al último inmigrante”. En la torre se mezclan historias asombrosas. En la séptima planta, por ejemplo, un cartel avisa: “Aislamiento”. En la habitación recibe la familia Villalobos, que llegó de México a finales de enero, con una niña llamada Cádiz. Como el lugar del que emigró el bisabuelo “por Franco”, dice el padre. Era médico. Han regresado a España con una niña de seis meses nacida con atresia de vías biliares extrahepáticas. Una bebé hinchada, amarilla hasta los ojos. La madre, Marisol Carrillo, de 34 años, la sostiene en brazos. Ella será quien le done un cuarto de su hígado. Ya hay fecha programada. Dice que no puede explicar lo que siente: “Alegría. Preocupación. Miedo. Y no por mí, sino por mi niña”.
El día fijado cae en viernes. La bebé entra en quirófano a las 9.30; a las 12.15, los cirujanos comienzan a operar; a las 14.17 llega el lóbulo izquierdo del hígado de la madre (intervenida en el Ramón y Cajal); seis horas después, Manuel López Santamaría, jefe de la unidad de trasplantes digestivos, se sube a una banqueta y asoma entre sus compañeros para ver el resultado. Alguien sugiere: “Cerraría, Manolo, si no fuera por lo de la arteria”. Santamaría explica la situación: “Nos hemos llevado un susto. Hemos tenido que rehacer la arteria, y eso siempre es una complicación”. Poco después aparece el ecografista. El abdomen de Cádiz se encuentra ya cerrado. Se hincha y deshincha al compás de la ventilación mecánica. “¡Apagamos las luces!”, pide Santamaría. Y entonces transcurren segundos de pánico. El equipo, en silencio, mira un monitor, a la espera de noticias del flujo intrahepático. De pronto, un río azul y rojo llena la pantalla. “¡Ahí, ahí, ahí está!”, exclaman. La señal de vida. Y poco más. Los cirujanos guardan sus lentes de aumentos en estuches de cuero. Son cerca de las once de la noche. Llevan 14 horas de trabajo. Y mientras se cambian en un pequeño vestuario, Santamaría comenta con un colega: “Posiblemente mañana tengamos lío”. Otro trasplante. Un posible donante. En sábado. Pero nadie repara en eso. El doctor se coloca la camisa, se abrocha el cinturón y, justo antes de abandonar el vestuario, añade: “Siempre te llaman cuando estás a punto de irte".
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