El derecho de los colombianos a una paz duradera
Gobierno y guerrilla han entendido que las artimañas no sirven para negociar
El pasado 16 de noviembre Colombia se conmocionó con la noticia de la misteriosa captura de un general de la república, su estrecha colaboradora, una abogada del Ministerio de Defensa, y un cabo del Ejército. Contra lo esperado, ese drama en la espesura de una selva del Chocó hizo catarsis en las negociaciones del gobierno y las FARC que el presidente Santos ordenó suspender temporalmente hasta que devolvieran los tres secuestrados; la guerrilla lo hizo el 30 del mismo mes, y completó el gesto entregando un par de soldados que tenía en su poder, en otra zona muy distante.
El episodio puso al desnudo las limitaciones y riesgos políticos crecientes de una negociación que se ha prolongado demasiado. Con la suspensión temporal Santos rompió una de las reglas pactadas: “negociar en medio de la guerra”, que separa radicalmente lo que pasa en la mesa de La Habana, donde se dialoga con miras a alcanzar el “Acuerdo General para la terminación del conflicto”, y los combates en los frentes colombianos.
En efecto, durante los cuatro años de negociaciones —dos informales y en secreto y dos formales y semi-públicas— Gobierno y FARC se comportan en el terreno como si no negociaran en la capital cubana donde negocian como si no se combatieran. Santos no ha modificado la estrategia de eliminar las cúpulas de las FARC, golpeadas como nunca antes. Los insurgentes también han atacado incesantemente, aunque han ido dejando secuestros masivos o individuales; extorsiones, ataques indiscriminados a las poblaciones vulnerables. Declaran breves períodos de “cese unilateral del fuego”, con fines propagandísticos, pero el último, que anunciaron para las fiestas navideñas y de fin del año —y que aún se mantiene— pone de presente que ven llegado el momento de modificar un estilo de negociar que de poco sirve frente al clima de polarización nacional.
Ahora mismo los colombianos discuten si debe o no haber el “cese bilateral del fuego”, contemplado en el punto 3, “el fin del conflicto”, y que expertos de las dos partes vienen estudiando en La Habana desde hace unos meses. La desinformación o mala información sobre el cese al fuego contemplado en dicho punto 3 permitió a las FARC adelantar una campaña de propaganda como si estuviese desligado de la dinámica de la agenda de negociación. Pese a los debates en falso alrededor del tema, está claro que las partes han llegado a un punto crucial, dando señales de aliento a un país que, cada vez más, se decanta, aunque con reticencias explicables, por la solución negociada.
La negociación con las FARC fue uno de los giros más inesperados y valientes de la política gubernamental. La opinión se impacienta por un proceso interminable y las acciones de guerra ayudan a los enemigos del acuerdo, tal como se vio en la reelección de Santos, verdadero referendo sobre el asunto. El tono de la campaña y los resultados mostraron un país dividido entre quienes apuestan por éxito en La Habana y quienes buscan que fracase y continúe la guerra.
El expresidente y senador Álvaro Uribe Vélez juega al papel de padre y salvador de la patria y ya cumple dos décadas aprovechando electoralmente la construcción del enemigo público número uno de los colombianos: los narcoterroristas de las FARC. Con esa cruzada llegó a la presidencia en 2002 donde tuvo la confianza de proscribir del lenguaje público y oficial la expresión “conflicto armado”. Aunque al final de sus ocho años las FARC habían sido reducidas en poder militar y cubrimiento geográfico, no estaban derrotadas y mucho menos aniquiladas, como demuestran elocuentemente las estadísticas oficiales de combates y acciones. Forzadas a replegarse, se reorganizaron y regresaron a los viejos patrones guerrilleros del muerde y corre y están en ese punto exhibiendo una excepcional capacidad organizativa.
Uribe edifica una fortaleza de tergiversaciones y mentiras flagrantes
Para entender la alternativa de paz de Santos hay que considerar varios efectos de una política que Uribe (y el mismo Santos, uno de sus ministros de Defensa) potenciaron al máximo: proseguir la confrontación, esto es, una guerra de baja intensidad, sucia, ligada oportunistamente a “la guerra a las drogas” de Washington. Tal línea ha implicado la deshumanización con la sistemática desatención, cuando no cinismo, en el tema de la protección de los derechos humanos; el deterioro de la civilidad y de la conversación pública democrática y tolerante; la caída de los estándares de la moralidad pública frente al enriquecimiento ilícito; la inequidad creciente de la carga fiscal y la militarización del gasto público con el consiguiente rezago de la inversión social.
Como no hay argumentos sensatos contra la política de paz, Uribe edifica una fortaleza de tergiversaciones y mentiras flagrantes; lanza una guerra de imágenes, apela a sentimientos atávicos; fabrica “héroes de la patria” mediante la publicidad de imágenes de cadáveres de policías y soldados destrozados. Acusa al gobierno de someterse a condiciones a todas luces inadmisibles. El problema es que la franja que le sigue aún es enorme.
Aunque la Corte Constitucional ha declarado la validez jurídica de la actual ley-marco para la paz, el gobierno, atento a una opinión pública recelosa, anunció que el perdón eventual y condicionado a los guerrilleros se extendería a los militares. Esto cuando el estado colombiano empieza a digerir un fallo condenatorio de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por la retoma y hechos posteriores del Palacio de Justicia en 1985 y la Fiscalía tiene abiertos unos 3.000 expedientes a militares por desapariciones extrajudiciales.
Hoy por hoy la capital cubana sería un gran puerto de arribo del pacto político colombiano
La experiencia histórica indica que si se quiere una paz justa y duradera deben modularse razonablemente el perdón. Un dispositivo que ha funcionado bien en muchos lugares que buscan el fin de una guerra interna es la “justicia transicional”. Establece un balance de reparación de las víctimas (material y simbólica), procesos judiciales a los principales responsables, comisiones de la verdad, reformas eventuales del Ejército y la Policía.
Desde 1984, la negociación con el Gobierno de Betancur con las FARC, ninguna había avanzado tanto como la actual. Alienta comprobar que los negociadores aceleran el paso; al mismo tiempo parecen cesar en sus artimañas tácticas en la mesa o en el juego de escalar la guerra que han empleado para ganar puntos en la mesa; ya comprenden que semejantes maniobras dañan la imagen pública del proceso y lo enredan.
Puede ser que las lecciones del incidente del general, la abogada y el cabo apuntalen el acuerdo. Los colombianos tienen derecho a esperar que pronto, en este año, el Gobierno y las FARC lo firmen y que inmediatamente se pueda sumar el ELN a un proceso global. Los históricos arreglos de Obama y Raúl Castro han hecho que los vientos hemisféricos sean propicios. Hoy por hoy la capital cubana sería un gran puerto de arribo del pacto político colombiano que, conforme a lo pactado, deberá ser refrendado por el pueblo. Tarea nada fácil porque Santos propone referendo popular, las FARC, Asamblea Constituyente y el Fiscal General tercia de última hora diciendo que nada de esto es necesario.
Marco Palacios es profesor-investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.
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