García Márquez no inventó nada
Fue reconfortante saber que la diversidad y la intriga siguen estando presentes en América Latina
Nos gusta creer que los escritores que admiramos han inventado algo, pero no siempre es cierto. Algunos lectores de García Márquez en el extremo sur del continente americano hemos creído años que el más notorio de sus méritos era haber inventado buena parte de las palabras que aparecían en sus libros; estábamos seguros de que términos como “guanábana” o “papaya” eran producto suyo, invenciones léxicas de una sonoridad que debía llenar la boca, evocar un cierto dulzor, recordarnos que no sólo los españoles podían poner nombres a las cosas. Una visita a Bogotá me llevó a recordar esta confusión: pasé horas estudiando cartas en los restaurantes, escuchando a la gente (de cortesía exasperante), tomando notas, contemplando carteles que no me decían nada.
A pesar de las confusiones habituales en este tipo de situaciones, fue reconfortante saber que la diversidad y la intriga (que son los motores del diálogo, más que la unanimidad) siguen estando presentes en América Latina y que allí aún hay un lenguaje que está vivo y no requiere que nadie lo pula, lo fije o le dé un esplendor que posee (en algún sentido) por sí mismo. ¿Qué significan las palabras “cuca”, “crespa”, “cotudo”, “masato”, “tume”, “herpo”, “achira”? García Márquez no parece haber inventado nada, pero incorporó estas voces a un acervo que es ahora el de todos los que hablamos español, también el de quienes lo leíamos sin saber que estábamos leyéndonos a nosotros, lo que es mucho más importante que leer a un creador de palabras. El autor de Cien años de soledad siempre admitió que no había inventado nada; también lo decía su madre, pero esto último no importa porque es sabido que las madres de escritores sólo se dedican a llevarnos la contraria.
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