En España, los muertos tienen mala salud
Los fallecidos durante el Siglo de Oro no gozan de buena salud. El rastreo de sus restos es "un intento de sustituir el santoral por héroes civiles"
Si esto fuese una novela con aspiraciones de entrar en la lista de los libros más vendidos, el georradar de ondas electromagnéticas y las cámaras termográficas que buscan los restos de Miguel de Cervantes en el convento de las Trinitarias Descalzas, en Madrid, encontrarían junto con su esqueleto un enigma, la huella oculta durante cuatro siglos que demostrase que en realidad el autor del Quijote era una mujer; fue asesinado por orden del rey Felipe III; trabajaba como espía doble a sueldo de los turcos, la República de Venecia y la Orden de Malta, o él y Shakespeare eran la misma persona y por eso se nos hizo creer que murieron el mismo día, el 23 de abril de 1616. Ya estoy imaginando la última escena de la obra, cuando al abrir el sepulcro del autor de Romeo y Julieta en Stratford-upon-Avon, al noroeste de Londres, los investigadores descubren que está vacío y entienden el porqué del epitafio, tan amenazante y disuasorio, grabado en su tumba: “Maldito sea el hombre que remueva mis huesos”.
Eso no va a ocurrir, pero tampoco sería extraño que sucediera algo raro, porque uno sabe lo que mete en una sepultura, pero jamás lo que después va a sacarse de ella: cuando en 1888 se exhumó en Burdeos la de Goya, el artista apareció sin cabeza, y hasta hoy ese cráneo solo se ha visto en pintura, en un óleo de 1849 que se expone en el Museo de Zaragoza y está firmado por Dionisio Fierros, que quizá lo robase guiado por ese extravío de la admiración que es el fetichismo. “Igual que Petrarca, del que al desenterrarlo en la catedral de Arquà se descubrió que su calavera había sido sustituida por otra femenina. Tal vez sea la de Laura, la musa de sus poemas…”, dice el profesor Francisco Rico, gran especialista en Cervantes como ha vuelto a demostrar con su última obra, Tiempos del Quijote.
Los muertos del Siglo de Oro no gozan de buena salud. Quevedo fue rescatado de una fosa común en Villanueva de los Infantes, pero solo aparecieron dos fémures, una clavícula, un húmero y seis vértebras: otro decapitado. Lope de Vega fue enterrado en la iglesia de San Sebastián, en Madrid, pero como sus mecenas no pagaban el nicho, lo arrojaron al osario anónimo de la parroquia y estará en algún punto bajo el altar, no en la hornacina decorativa que puso allí la Real Academia Española. Calderón de la Barca tuvo seis entierros, por diversas causas, y desapareció de la iglesia de San Pedro Apóstol cuando esta fue incendiada al comienzo de la Guerra Civil. La leyenda dice que un sacerdote salvó del saqueo los despojos del autor de La vida es sueño, pero hasta hoy no se han podido localizar. ¿Es todo esto una muestra de nuestra indiferencia ante la cultura y la Historia? ¿Cómo es posible que muchos de nuestros genios estén en paradero desconocido, de Federico García Lorca a Velázquez, a quien nunca se pudo encontrar en el subsuelo de la plaza de Ramales?
“La búsqueda de esos cadáveres es una superstición pagana, un intento de sustituir el santoral por héroes civiles”, dice Rico. “Menéndez Pelayo lo consideraba una costumbre atea y, de hecho, el primero que quiso encontrar a Cervantes e inaugurar con él un panteón de hombres ilustres fue Pepe Botella, el hermano de Napoleón. En todo esto hay motivaciones de identidad nacional, patrióticas y, en algún caso, me temo que turísticas: también quiere fijarse el lugar de La Mancha que se nombra al comienzo del Quijote y que, obviamente, es un espacio imaginario”. ¿No será que intentamos desandar nuestra leyenda negra? “Digamos que en los peores casos tratamos de sentirnos superiores al pasado, enmendarle la plana; y en los mejores, restaurar el honor, subsanar el mal”, concluye Rico. A ver qué nos cuenta Miguel de Cervantes, si es que finalmente vuelve por aquí. Qué dirán de nosotros, a nuestras espaldas, los muertos que no descansan en paz.
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