Magda ya tiene un visado
“Uno solo abre un camino por el que, con un poco de ayuda, podrán transitar otros más”
Gracias.
Eso antes de nada y por encima de todo, muchas, muchísimas gracias. Por la solidaridad, por la generosidad, por la sensibilidad de tantas personas; las que se han apresurado a hacer algo porque podían hacerlo, las que se han apresurado a ofrecerse, aunque sabían que no podían hacer nada, y todos los demás.
Uno solo abre un camino por el que, con un poco de ayuda, podrán transitar otros más”
Hace quince días, en esta misma página, les conté la historia de Magda Ortiz de Diarte, la madre de José Carlos, ¿recuerdan?, un extraordinario estudiante paraguayo que ha conseguido acabar la carrera de Medicina en el Colby-Sawyer College de New Hampshire, en Estados Unidos, encadenando una beca con otra. Entonces, a Magda le habían denegado la solicitud de un visado para asistir a la graduación de su hijo, a pesar de que había documentado exhaustivamente su arraigo en España y sus intenciones de volver después de la ceremonia. Desde entonces, he recibido en su nombre muchas palabras de aliento, de apoyo, de cariño, de ciudadanos españoles y latinoamericanos, por teléfono, por correo electrónico y hasta andando por la calle.
Al día siguiente de que el artículo se publicara, Rafael, mi vecino socialista del sexto, tocó el timbre de mi puerta. Antes incluso de bajar por la escalera ya había llamado a un amigo suyo, que había llamado a su vez a otro amigo, responsable de comunicación en la Embajada norteamericana. Cuando me lo contó sentí una emoción difícil de describir, un calor benéfico y profundo, imposible de expresar con palabras. Porque él no conoce a Magda de nada, y sin embargo había sido capaz de reaccionar ante su dolor, de compartir su amargura, y sobre todo, sobre todo, de actuar. Esto, que parece tan poco, es tanto que no hallé otra forma de corresponder que anunciarle que iba a darle dos besos. Y se los di.
Ahora Magda tiene un visado, asistirá a la ceremonia de graduación de su hijo y será tan feliz como se merece. Ella recordará siempre ese día. Yo también, porque la accidentada naturaleza de su viaje me ha enseñado muchas cosas. Que no hay que resignarse. Que se puede confiar en las personas. Que en tiempos tan duros como los que vivimos, la solidaridad es capaz de brotar, de ocupar los terrenos que en teoría parecerían reservados para el egoísmo.
Porque es fácil suponer que cuando la gente tiene cada vez menos se vuelve más avara, más cicatera e insensible, pero no es verdad, no siempre. En el corazón del infortunio, un músculo oculto trabaja para expandir, para acrecentar la superficie de las desdichas compartidas, y logra crear espacio para otras personas, otras historias, otras desdichas. Las personas agraviadas por el destino, injustamente despojadas de sus bienes o de su bienestar, sienten los agravios ajenos como si fueran propios y aún más. Entre quienes tienen la suerte de conservar su empleo, su nivel de vida, su horizonte de futuro, en el desolador paisaje de un país en ruinas, muchos son igualmente capaces de sentir en su propia piel las heridas que ven abiertas en los cuerpos de quienes los rodean.
Tal vez mi optimismo les parezca excesivo, pero hoy no puedo escribir con otro estado de ánimo. Porque Magda ya tiene un visado, y habría sido tan fácil que a nadie le hubiera importado un pimiento que no lo tuviera, que esa pequeña victoria adquiere magnitudes épicas a mis ojos ya descansados, contentos. Por eso me atrevo a proponerles que imaginen la extraordinaria potencia de la máquina que su propia solidaridad sería capaz de poner en marcha. Porque hay millones de Magdas en el mundo, millones de pequeñas causas justas que nos necesitan a todos, no nuestro dinero, no nuestras limosnas, no nuestros gestos de desagrado mientras leemos el periódico o vemos un telediario, sino nuestro corazón. Es nuestro corazón lo que está en juego, y el arma infalible capaz de torcer el curso de las cosas.
A menudo, los cínicos preguntan si resolver el problema de una sola persona merece la pena, si se llega muy lejos trabajando por uno solo mientras millones como él, como ella, siguen padeciendo la misma desgracia. La respuesta es sí, merece la pena. Porque uno solo abre un camino por el que, con un poco de ayuda, podrán transitar otros más. Porque un camino cerrado es, por definición, intransitable.
Por eso, y por encima de todo, hoy quiero dar las gracias de corazón a mucha gente. A los que han hecho y a los que habrían querido hacer. A todos los conocidos y desconocidos que han sentido la suerte de Magda como propia. A Rafael y a sus dos amigos, cuyo nombre ignoro por igual, un millón de gracias.
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