La crisis energética asfixia a la industria española: así son las medidas que toman las empresas para sobrevivir
El sector manufacturero congela inversiones, toma medidas en materia de empleo y frena la actividad para afrontar un invierno con los combustibles por las nubes
De nuevo, un fantasma recorre Europa. Arrastra tres cadenas: energía, carestía y escasez. La crisis energética golpea tan fuerte que ha dejado sin aire a la industria. El invierno se presenta crudo y las empresas más afectadas por la subida de los precios de la electricidad y del gas han tirado del manual de emergencias para aplicar las medidas más rápidas y efectivas: reducción de actividad, aplicación de expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) en los sectores electrointensivos, paralización de las inversiones previstas tras la pandemia y, en el caso de pequeñas industrias, incluso cierres.
En cuestión de meses, la industria ha pasado de la euforia de la recuperación a la alarma por la subida de los precios de los combustibles (motor de la escalada de la inflación) y, poco después, a los gritos de auxilio. Con fundamento. La metalurgia y la siderurgia son el canario en la mina. El sector registró una primera mitad del año con resultados y beneficios históricos. Sin embargo, en el tercer trimestre, con la crisis energética intensificada, la situación se ha dado la vuelta.
Como resultado, en lo que va de año, empresas como Ferroatlántica o Alcoa han paralizado casi por completo su producción. Otras, como Celsa, Acerinox, Asturiana de Zinc, Megasa o ArcelorMittal, lo han hecho de forma intermitente para recortar la producción del sector entre un 30% y un 50%. Porque, según fuentes del mercado, solo han podido trasladar al precio en torno al 30% del incremento de los costes eléctricos. Una situación apurada, aunque aliviada en junio por el tope de los precios al gas. Industria ha recuperado, además, las ayudas que cobraban las compañías por aceptar desconectarse de la red en caso necesario. Las ayudas, para las que se celebrará subasta en noviembre, han sido rebautizadas como “servicio de respuesta activa de la demanda” —antes se conocían como servicio de interrumpibilidad— y son más que bienvenidas en el sector.
Aunque esto no ha evitado que compañías como ArcelorMittal presenten un ERTE para 8.300 empleados durante los próximos tres meses, en los que reducirá en unas 700.000 toneladas su producción de acero en sus tres instalaciones paradas, o que Ferroglobe (matriz de Ferroatlántica) negocie el suyo para 400 trabajadores con una duración prevista hasta el año que viene. “Tenemos una grandísima preocupación por el futuro de las plantas españolas”, afirma Alberto Fuentes, vicepresidente de operaciones de Ferroglobe en Europa y Sudamérica. “Si bien la crisis energética viene de agosto de 2021, tras la invasión rusa de Ucrania el precio del megavatio se ha situado por encima de 200 euros, frente a la media de 100 euros del año pasado. Solo el coste de la energía es más caro que nuestro producto y esto hace inviable fabricar en España porque nos origina grandes pérdidas”, explica. La compañía está trasladando la producción al resto de plantas europeas, a Francia y Noruega, que mantienen precios energéticos notablemente más bajos.
Todo suma para parchear el roto de los precios. La electricidad, señala Begoña Cristeto, socia de Mercados de KPMG y ex secretaria general de Industria con Mariano Rajoy, ha subido un 285% desde enero de 2020 y el gas un 1.100%. Es un disparo al corazón de la economía, el músculo que sostiene cerca del 13% del PIB, el 12% del empleo y el 85% de las exportaciones. La industria manufacturera, el motor de la exportación, consume más gas, electricidad y petróleo que las compañías suministradoras de energía y más que todos los hoteles, restaurantes y cafeterías juntos. Suma más de la mitad de la energía utilizada, según CaixaBank Research.
La industria lo está pasando mal. Peor cuanta más corriente gasta para producir. Hay cinco ramas: química, metalurgia, petróleo, papel e industria auxiliar de la construcción, que presentan una dependencia energética demasiado elevada. Con datos del servicio de estudios de CaixaBank, esas cinco ramas dedican a la compra de combustible entre el 7,2% (química) y el 13% (construcción) de los ingresos. Un mal dato porque la media del conjunto está en el 4,1%.
El panorama es desolador porque la mayoría de las empresas industriales compran energía en el mercado de electricidad, el pool, y están sometidas por lo tanto a los vaivenes de los precios, salvo algunas excepciones como Tubos Reunidos o Sidenor, que tienen contratos de suministro pactados a largo plazo (PPA) o acuerdos de compra de energías renovables. La nube negra de los precios energéticos cubre, en suma, una parte esencial de la economía. A muchas empresas, sencillamente, les sale más barato cerrar plantas que producir. Si producen, pierden dinero. Sidenor, Fertiberia y las empresas cerámicas han cerrado plantas en algún momento. De hecho, el secretario general de la Asociación Española de Fabricantes de Azulejos y Pavimentos Cerámicos (Ascer), Alberto Echavarria, señala que actualmente hay más de 50 ERTE activos en la industria cerámica, que afectan a unos 7.000 trabajadores de los 18.000 del sector. El de Azuliber, del grupo Pamesa, ha sido el más sonado. Si bien la azulejera Todagres acaba de declararse “inviable” y ha anunciado un ERTE para su plantilla de 170 empleados.
Cierres
Cierran porque no pueden competir, según afirma Fernando Soto, el director general de la Asociación de Empresas con Gran Consumo de Energía (Aege). No hay comparación, sostiene Soto. Francia apuntala el 60% del consumo de su industria electrointensiva con una tarifa a 42/46 euros megavatio y la industria alemana contrata a tres o cinco años a precios competitivos. Ante tal panorama, las empresas más afectadas, como las metalúrgicas, optan por importar producto mientras preparan expedientes de regulación temporal de empleo. Ni las medidas de ahorro de costes, ni de eficiencia en los procesos o las subidas del precio final de sus productos son suficientes.
Los fabricantes de fertilizantes, las siderúrgicas y las papeleras están tocadas. Les afectan las tres patas energéticas: electricidad, el gas y los derechos de emisión de CO2, cuyo precio se ha triplicado en 2022. Una trébede convertida en trampa de la que no es fácil salir. La reacción inmediata de las empresas, casi un acto reflejo, ha sido reducir el consumo. La demanda de gas bajó un 20% en junio, casi un 32% en julio y un 39% en agosto. Por encima de países como Portugal (-16%), Francia (-12%), Italia (-10%) y el Reino Unido (-9,5%) en julio y agosto.
Verónica Rivière, presidenta de GasIndustrial, apunta al centro de un problema que puede agravarse en los próximos meses: “El cambio de combustible en sus plantas sería la opción, pero a corto plazo no es una realidad en la industria. No se puede sustituir el gas y, si no puedes trasladar el incremento de costes aguas abajo porque los clientes no te compran, no produces”.
Para las empresas que apostaron en su día por utilizar hidrocarburos (gas, petróleo) en su producción y generar electricidad al mismo tiempo (cogeneración), el momento es más que delicado. En principio, las empresas quedaron fuera del sistema de compensaciones pactado con Bruselas para topar los precios del gas utilizado para generar electricidad. Se extendieron los cierres y, ante la situación creada, el Gobierno ha corregido la decisión. Pero la preocupación se mantiene.
La asociación que agrupa a 600 empresas cogeneradoras (Acogen) asegura que han llegado a parar dos tercios de sus asociadas en sectores diversos como el papel, la industria química, el azulejo, el automóvil o la alimentación. Muchas han recurrido a los ERTE. El desplome facilitó la aprobación de un nuevo régimen de funcionamiento. Ahora, las cogeneradoras pueden operar como las eléctricas y acudir cada día al precio del pool o, como hacían antes, reconociendo un precio cada seis meses. Con el nuevo marco, Javier Rodríguez Morales, director general de Acogen, mantiene un punto de optimismo pese a los anuncios de invierno duro. “Calculamos que entre el 70% y el 80% volverá a la actividad en octubre”, asegura, “pero hay muchas empresas para las que la excepción ibérica no es suficiente”. Lo importante, en todo caso, es la flexibilidad. Acogen quiere que se revise el precio cada mes en vez de hacerlo cada seis. Es una forma de afrontar la incertidumbre, el sustantivo que marca la actualidad.
La papelera Saica acaba de poner en funcionamiento esta semana dos de las tres plantas que detuvo en agosto. La producción de la tercera la va a cubrir “valorizando los residuos”, mantiene su director general, Enrique Yraolagoitia. El ejecutivo, satisfecho con la entrada en vigor de la excepción ibérica, asegura no obstante que está muy preocupado por el “invierno escalofriante” que se presenta. “Aunque en España no tengamos problemas de suministro energético, sí puede haberlos en el resto de Europa y, como todo está unido, afectarnos en cascada”. Saica ha reducido el consumo, la producción, los costes y ha recurrido a los residuos para generar energía más barata porque “si antes la materia prima era nuestro principal coste de producción, ahora lo es la energía, que se ha multiplicado por seis y suma más del 50% del total”.
Esperar y ver
La falta de certidumbre, de seguridad, explica por qué en sectores industriales clave como el refino se ha impuesto la máxima de “esperar y ver”. Las petroleras están en guardia ante los anuncios de posibles nuevos impuestos a los grandes beneficios obtenidos en los últimos meses y/o para financiar una mayor apuesta por las energías renovables.
La Asociación Española de Operadores de Productos Petrolíferos (AOP) ha lanzado mensajes en dos direcciones: Bruselas y La Moncloa. En ellos advierte de que “para no comprometer la viabilidad de la industria europea, inmersa en un proceso costoso de transformación y descarbonización, la carga conjunta de este gravamen (a los beneficios), junto con el impuesto sobre sociedades, no debe llegar a ser confiscatoria y deben incluirse incentivos a la inversión”.
El consejero delegado de Repsol, Josu Jon Imaz, ha dado cuerpo a las advertencias. Este mismo mes, dejó caer que la petrolera calibra cuidadosamente sus inversiones. Lo hizo en Bilbao, en un acto junto al presidente de la filial Petronor, Emiliano López Atxurra, en el que caló la sensación de que los proyectos de inversión del grupo Repsol para los próximos años serán sometidos a revisión y, previsiblemente, a un recorte de dimensiones por el momento desconocidas.
“No se trata de amenazas”, asegura un portavoz de la compañía, “es algo más sencillo. Simplemente, si hay un plan de inversión en marcha y se introducen nuevos impuestos, se reduce la capacidad de inversión”. “Seguimos invirtiendo en los proyectos en marcha, pero muy poco a poco, porque son inversiones a largo plazo”.
Freno a la inversión
Cepsa, que el pasado mes de marzo presentó un plan estratégico con inversiones de 8.000 millones hasta 2030 y apuestas por el hidrógeno verde y los biocombustibles, también se lo toma con calma. Sobre el papel, el plan estratégico “está en marcha”. Pero desde marzo, las únicas acciones remarcables son los trabajos de desmantelamiento de la refinería de Santa Cruz de Tenerife, la contratación de nuevos investigadores y la instalación de paneles solares en las estaciones de servicio. Acciones modestas respecto a lo anunciado, según algunos análisis, pero suficientes en un contexto incierto, según otros.
Repsol, Cepsa y BP lanzaron meses antes de la pandemia un ambicioso plan para transformar sus refinerías —cinco de Repsol, dos de Cepsa y una de BP— en centros de producción de combustibles elaborados con materiales ecológicos: biomasa, residuos e hidrógeno producido a partir de energías renovables. Era la concreción en España de los planes adelantados por las grandes multinacionales del petróleo en la iniciativa FuelsEurope. La pandemia, con la brusca caída de la demanda y de los precios del petróleo, retrasó unos planes de inversión que la guerra de Ucrania ha vuelto a poner entre paréntesis.
No es una decisión baladí. El plan, según AOP, implicaba una inversión por concretar “de cientos o miles de millones de euros” para rebajar en 2050 un 90% las emisiones de CO2 del sector del refino, y hasta un 80% la intensidad de las emisiones de los carburantes. El plan comprometía, además, el mantenimiento de 200.000 empleos de alta calidad, estables y bien remunerados. A cambio, la AOP reclamaba —y reclama— al Gobierno que respete la “neutralidad tecnológica”, un marco regulador estable para invertir y, lo que es también fundamental, una fiscalidad que favorezca el consumo de los “ecocombustibles”, especialmente dirigidos a la aviación, el transporte pesado (camiones) y el transporte marítimo. Casi nada.
La industria química, explica Juan Antonio Labat, director general de la Federación Empresarial de la Industria Química Española (Feique), no registra muchos cierres hasta el momento, “pero sí paradas de plantas y adelantos de las revisiones técnicas anuales” para hacer frente a la situación. El impacto es más fuerte en las empresas que utilizan el gas como materia prima (fertilizantes). Por ello, Feique reclama ayudas como las pactadas para la industria electrointensiva.
La crisis energética no solo está poniendo en cuestión las inversiones de las petroleras. La industria del cemento, que también paró sus fábricas cuando los precios alcanzaron el pico máximo en marzo (Portland, Lafarge, Cemex, Molins…), teme por las inversiones de una actividad que está perdiendo competitividad a marchas forzadas. “Exportamos menos, la producción empezó a decrecer en verano y acabaremos el año sin crecimiento, planos. El horizonte de 2023 se empieza a ver complicado y esta incertidumbre está generando dudas en las inversiones. Ya hay proyectos que comienzan a detenerse”, avanza Aniceto Zaragoza, director general de Oficemen, la patronal del sector. “No se ha vivido nunca una crisis como esta”, remarca.
Como la mayoría de las organizaciones empresariales, Oficemen ha acudido al Gobierno y a Bruselas para pedir auxilio. Demandan al Ejecutivo de Pedro Sánchez que amplíe el importe de las subvenciones previstas por la Comisión Europea en el Marco Temporal de las ayudas estatales destinadas a respaldar la economía tras la guerra de Ucrania, igual que GasIndustrial y Ascer, “que se está aplicando muy tibiamente”, dice Zaragoza. Se trata de un paquete de 375 millones de euros. Los empresarios se quejan de que en España estas ayudas son de un máximo de 400.000 euros por compañía electrointensiva, mientras que los topes establecidos por la UE son de 2,25 (si están en pérdidas) y 50 (si son industrias esenciales) millones de euros por empresa. “Alemania y Francia han desplegado esas ayudas directas, en tanto que aquí son totalmente insuficientes”, denuncia Verónica Rivière.
“Es intolerable”, sostiene el secretario general de Ascer, “el Gobierno debe aplicar las mismas medidas que el resto de Europa. Italia, nuestro principal competidor, lleva seis meses dando créditos fiscales que permiten reducir hasta un 40% la factura energética, lo que supone una mejora competitiva frente a España inaceptable. O se dan ayudas decididas o nos vamos a cargar la industria española”, critica.
España ha destinado a la industria otros 244 millones de euros para compensar los costes de las emisiones de CO2, ha reducido los cargos y peajes al 80%, el impuesto especial de la electricidad del 5,1% al 0,5%, el IVA del gas del 21% al 5%, ha creado un fondo de ayuda de 200 millones de euros para las empresas electrointensivas, se ha aprobado el mecanismo ibérico incluyendo a las empresas de cogeneración, así como el nuevo sistema de interrumpibilidad, entre otras medidas, enumera Begoña Cristeto, de KPMG, mientras se espera el PERTE de descarbonización del sector, cifrado en 400 millones de euros. “La industria necesita una mayor agilidad en la introducción de medidas excepcionales que palíen la situación actual; sin embargo, el Gobierno está reaccionando tarde y a situaciones puntuales, cuando el precio del mercado ya se ha llevado por delante los beneficios que podían tener estas medidas de apoyo a la industria”, reflexiona.
Fijación de precios
Porque la verdadera reclamación (o más bien súplica) de la industria manufacturera española es que, en vez de ayudas directas, créditos, subvenciones, compensaciones…, Europa regule de una vez por todas el sistema de fijación de precios marginalistas de la energía para que pueda disfrutar de valores “razonables” desde el principio. Quiere una señal correcta en vez de un mecanismo pervertido, como lo denomina Zaragoza. El nudo gordiano de las negociaciones en Europa. La Comisión Europea anunció tras la última reunión de los ministros de Energía la pasada semana que el año que viene realizará una reflexión profunda sobre el sistema, sobre la desvinculación de los precios del gas del resto de energías. Entre tanto, “durante lo que queda de año, habrá que operar con las reglas del juego actuales y, con la demanda cayendo y ante tanta incertidumbre, estamos abocados a la recesión”, aventura el director general de la papelera Saica.
Es el obstáculo más difícil de salvar. Y el que, de no resolverse, puede catapultar hacia una Europa de dos velocidades, tal y como ha advertido esta semana el comisario de Mercado Interior, Thierry Breton, en una carta a los Estados miembros, en la que ha pedido que coordinen las reacciones al encarecimiento energético para mantener la igualdad de condiciones en las ayudas y no fragmentar el mercado único entre los países con mayores y menores presupuestos. Alemania ha lanzado un plan de apoyo a familias y empresas de 200.000 millones de euros. Breton quiere impedir así “una carrera de subvenciones”. La competitividad está en juego. Y, de momento, España pierde la partida frente a países como Alemania, Francia o Italia.
El precio de la energía está dejando fuera de juego a industrias como la azulejera. Ascer ha calculado la factura que pagan las empresas del sector cerámico, altamente dependiente del gas. El año pasado fueron 1.000 millones de euros distribuidos en gas, electricidad y derechos de emisión de CO2. Una cifra que representó el 20% del valor de sus ventas, de 4.800 millones de euros. Pero en 2022 ha sido mucho peor, asegura Alejandro Echavarría. Para este año estiman que, igualando la facturación del ejercicio anterior [que no la producción, que está un 30% por debajo, aunque a precios cerca del 30% por encima], el coste energético llegaría a 2.400 millones de euros, “la mitad de nuestras ventas”.
Lo peor del asunto es que no se espera que los precios de la energía se relajen en los próximos dos años, según el responsable del sector de KPMG, Carlos Solé, lo que no solo pone en riesgo la actividad industrial española, sino que puede, además, provocar problemas de impago entre los consumidores manufactureros. Una pieza más dentro de un engranaje en el que la cartera de pedidos baja porque la demanda se retrae y los costes continúan disparándose.
Reformar el mercado sin tocar su corazón
La medicina enseña que un cuerpo soporta lo indecible mientras no se toquen sus órganos vitales. Con el mercado energético en la UCI, Bruselas interviene, pero sin tocar el corazón del paciente. El órgano vital es un mercado eléctrico marginalista en el que todos los productores venden al precio de la energía más cara, el gas. Alemania y Países Bajos defienden que el hidrocarburo se mantenga como precio de referencia. Un grupo de 15 países, entre ellos España, se opone. La vicepresidenta Teresa Ribera fue la primera dirigente europea que rompió esquemas en 2021 al proponer a la Comisión cambiar el mercado mayorista. Pero Alemania y sus aliados resisten y los grandes grupos energéticos respiran. El sistema que ha mantenido sus elevados beneficios en un esquema de competencia limitada sigue latiendo.
Bruselas, de momento, solo ha avanzado medidas tímidas para mantener el mecano en pie: una reducción voluntaria del consumo eléctrico del 10%-5% obligatorio en horas punta, gravar los beneficios extraordinarios de las renovables y nucleares e imponer una “contribución solidaria” —pendiente de letra pequeña— a las energías fósiles. En España, por lo adelantado desde el Gobierno, el plan frente a la crisis no contendrá paradas, racionamientos o limitaciones.
De momento, las medidas de ahorro en vigor, con cumplimiento desigual en sectores como el comercio, son las del plan de choque de ahorro y gestión energética en climatización. Hasta el 1 de noviembre de 2023 está limitado a 27 grados el uso del aire acondicionado en verano y a 19 grados la calefacción en invierno en edificios públicos, espacios comerciales y grandes almacenes. También en aeropuertos y estaciones de tren y autobús, espacios culturales y hoteles. Además, hay que apagar escaparates y edificios públicos desocupados a partir de las diez de la noche. Como tapar el sol con el dedo.
De burbuja en burbuja
La dependencia energética sigue siendo el flanco más débil y desprotegido de la economía. Pese al esfuerzo de los últimos años, España todavía supera en más de 10 puntos la tasa de dependencia energética de la UE (68% frente a 58%, según datos de Eurostat). Es un lastre. España es dependiente porque carece de hidrocarburos. Pero hay más razones. Entre otras, que el desarrollo de su sistema energético ha sido espasmódico.
El sector se ha desarrollado de burbuja en burbuja sin corregir el lastre. Lobbies con poder y mercados cautivos generaron grandes beneficios, pero dejando el rastro que aún se observa: energía cara y dependencia extrema. Se puede hacer un repaso burbuja a burbuja. La más lejana en el tiempo, la de los pantanos y las hidroeléctricas dejó importantísimos beneficios a las eléctricas que pagaron cánones por el uso del agua reducidísimos y aún cobran a precio de oro por producir en centrales ya amortizadas.
La siguiente fue la nuclear. Se proyectaron decenas de instalaciones (más de una treintena), se cerraron algunas cuya construcción estaba muy adelantada, caso de Lemóniz en Vizcaya, y el Estado tuvo que acudir presto al rescate financiero de las compañías. El mecano se venía abajo. El Gobierno socialista de Felipe González suspendió el programa nuclear en 1982 y en 1994 y 1995 se aprobaron los mecanismos de compensación a las empresas por la moratoria. Durante los siguientes 20 años, hasta 2015, los usuarios pagaron el roto con 6.000 millones de euros.
Hubo más burbujas. Con el horizonte del nuevo siglo, las empresas se lanzaron en tromba a construir centrales de gas. Tenían viento en las velas. Había facilidades para financiar, los costes de construcción eran baratos y los plazos para su puesta en funcionamiento eran relativamente cortos. Apoyadas en la planificación -orientativa, no impuesta- del Gobierno de turno y en una demanda pujante, las empresas se lanzaron a la piscina. Las cifras de la jugada marean todavía hoy. Se construyeron 70 instalaciones con 26.000 MW de potencia, la cuarta parte de la total del país; invirtieron en torno a 15.000 millones, apenas registraban actividad y sólo una guerra las ha sacado de la esquina.
Suma y sigue. La siguiente burbuja fue renovable. A partir de 2007, por decreto, sin licitación y con un régimen de subvenciones más que generoso, la energía fotovoltaica tuvo años de auténtica locura. La burbuja, impuesto al sol mediante, pinchó. Punto. ¿Seguido?
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