África se queda en fuera de juego
La pandemia y la guerra de Ucrania ponen contra las cuerdas a un continente con graves problemas de deuda, dependencia exterior y falta de industrialización
A Komila Diatta, a punto de cumplir los 30 años, le gusta el café sin azúcar y las galletas de vainilla. Merodea en torno al español con algunas palabras gastadas de tanto usarlas, herencia del instituto y de los dos años que aguantó en la universidad. Vino a Dakar, la gran ciudad, desde un pueblo de casas de barro y árboles gigantes del sur de Senegal gracias a una modesta beca, con la esperanza de convertirse en el primero de su familia en ser profesor o guía turístico o incluso montar una empresa. Hoy, sin embargo, se levanta cada día en la habitación que comparte con cuatro amigos para trabajar moviendo materiales en una empresa de construcción china a cambio de un sueldo que apenas le da para vivir. Ha tirado la toalla. “Vuelvo al pueblo para criar pollos”, dice aferrado a la única ilusión que le queda, “el año que viene, por fin, podré casarme”.
Hace una década, cuando el joven Diatta llegó a la capital con una mochila llena de sueños, África se había convertido en el continente de la esperanza. Los sangrientos conflictos de los años noventa parecían cosa del pasado; la economía mejoraba con una tasa de crecimiento del 5%; las materias primas fluían para cubrir la demanda de países como China, Turquía, India o Brasil, y, a cambio, las inversiones regresaban a África para modernizar infraestructuras y sectores productivos. Grandes potencias regionales como Nigeria, Sudáfrica o los países del Magreb tiraban del carro de una región llamada a grandes gestas. Sin embargo, aquel afrooptimismo que se extendió por el imaginario colectivo se dio de bruces con una realidad tozuda: el crecimiento no redujo la pobreza, las brasas de los conflictos se reavivaron, el cambio climático asomó su rostro y, finalmente, las sacudidas de la covid-19 y la guerra en Ucrania revelaron la enorme fragilidad de un continente maniatado por su dependencia.
“Todo aquel crecimiento no era inclusivo”, asegura el economista Demba Moussa Dembélé, presidente del Instituto Africano de Investigación y Cooperación por una África con Desarrollo Endógeno (Arcade, por sus siglas en francés). “El desempleo está disparado, el número de pobres aumenta. ¿Quién se beneficia? Una élite, una minoría. Y buena parte de ese capital va al extranjero, a Estados Unidos, Europa y Rusia. Estamos ante una crisis sistémica, profunda”, añade mientras bebe a sorbos un refresco en un local de comida rápida de Dakar. Al llegar a esta ciudad, el visitante aterriza en el flamante aeropuerto construido por una empresa turca, y a ambos lados de la nueva autopista de peaje que lleva al centro emerge de la tierra una ciudad de reciente creación de estadios iluminados con colores y edificios con domótica. Sin embargo, si el visitante circula en sentido contrario, hacia los pueblos y ciudades del interior del país, es como si retrocediera 50 años en el tiempo. Son las dos caras de la misma África.
Espejismo
En conversación por Skype desde Lisboa, el economista guineano Carlos Lopes, alto representante de la Unión Africana para las negociaciones con Europa, coincide con que aquel crecimiento fue más una fachada que una realidad, producto más de factores externos que endógenos. “Se pensó que los problemas estructurales estaban resueltos, pero no fue así; en realidad la expansión económica fue más fruto de una reducción de deuda impulsada por el G-7 a finales de los noventa, una gestión macroeconómica más prudente y un conjunto de cambios en el escenario internacional”, asegura. Las amenazas seguían ahí y Carlos Lopes enumera varias: “La gran dependencia del exterior; la resolución en falso del problema de la deuda, con unos valores de riesgo-país elevadísimos; la presión fiscal más baja del mundo y una agricultura con los índices de productividad por los suelos. Todo ello nos atormenta cada vez que aparece una crisis”.
Y apareció, esta vez en forma de pandemia. En marzo de 2020, conscientes de su vulnerabilidad, los gobiernos africanos se apresuraron a cerrar fronteras, decretar toques de queda y clausuras de mercados y escuelas, iglesias y mezquitas. Todo paró o se ralentizó, dentro y fuera del continente. Si en el terreno sanitario su impacto fue relativamente moderado, para la economía fue desastroso. Por primera vez en dos décadas, África entraba en recesión y su PIB caía un 5,6%, según los organismos financieros internacionales. El informe Dinámicas de desarrollo en África 2022 de la OCDE y la Unión Africana asegura que el PIB africano representó en 2022 el 4,7% mundial, su nivel más bajo desde 2002, y un estudio sobre la luz nocturna en 127 polos industriales africanos revelaba que la producción se desplomó en torno a un 7,2% y que unos 29 millones de africanos cayeron en la pobreza extrema. El mismo informe aseguraba que al continente le iba a costar unos cinco años recuperar su ritmo anterior de crecimiento. Y eso si todo iba bien.
El impacto de la covid-19 alcanzó a todo el mundo, pero en África tuvo tres características únicas, según Lopes. En primer lugar, fue el continente que quedó más aislado del exterior por su pésima conectividad aérea y, al mismo tiempo, los países quedaron desconectados en el interior por la inexistencia de redes comerciales sólidas. Segundo, el escaso margen que tuvieron los gobiernos para aplicar medidas monetarias que estimularan la economía: los países del norte emitieron moneda para aliviar las consecuencias del parón, pero los bancos centrales africanos, sometidos a un enorme control y temerosos de disparar aún más el riesgo, no pudieron hacerlo. Y, finalmente, el gigantesco peso del sector informal impedía la adopción de medidas eficaces de protección social.
La deuda externa ha seguido siendo un lastre. Numerosos países destinan entre un 15% y un 30% de sus exiguos presupuestos, algunos hasta el 60%, para saldar sus compromisos financieros, tanto con organismos multilaterales como el FMI y el Banco Mundial como con gobiernos extranjeros, China sobre todo, y con bancos y grupos de inversión privados. Por eso, durante la pandemia, los dirigentes africanos encabezados por el premio Nobel de la Paz y primer ministro etíope, Abiy Ahmed, se apresuraron a pedir la cancelación de la deuda. No hubo manera. La respuesta fue magra. Apenas una docena de países se beneficiaron de aplazamientos otorgados por los miembros del G-20; solo Chad y Zambia, que entró en default, reestructuraron con el FMI, y solo el 5% de las reservas de este organismo para emergencias fueron a parar al continente, en consonancia con las cuotas que abonan. África sintió que se quedaba sola ante el peligro.
Sin embargo, una de las lecciones más duras aprendidas durante la pandemia se produjo cuando los países desarrollados acapararon la mayor parte de las vacunas. Ni el Mecanismo Covax, impulsado por la Organización Mundial de la Salud, la fundación GAVI y Unicef; ni las llamadas a la solidaridad de los expertos, ni las quejas airadas de los propios africanos. Nada impidió que durante la primera mitad de 2021 apenas llegaran dosis al continente. A sabiendas de que el 99% de las vacunas que se pinchan en África proceden de terceros países, el entonces presidente de la Unión Africana, el sudafricano Cyril Ramaphosa, y los líderes de Senegal y Ruanda, Macky Sall y Paul Kagame, acaudillaron entonces una iniciativa para nunca más tener que depender del exterior en una cuestión tan sensible. Ser autosuficientes. Este era el mantra.
Todo ello tuvo consecuencias nefastas y alimentó el rechazo y la desconfianza. Las bajas tasas de vacunación en África, que no llegan ni al 20% de su población con la pauta completa, han sido hasta ahora un lastre para la recuperación económica del continente. Sin embargo, lo que nadie pudo prever es que otros nubarrones asomaban por el horizonte. Cuando Rusia invadió Ucrania en febrero de 2022, el foco del mundo entero giró hacia Europa del Este. Pero, al mismo tiempo, otra tragedia se estaba larvando en África. El 45% del trigo importado en este continente procede de ambos países europeos, lo que unido a la subida de precios del combustible disparó los productos básicos. “La guerra está lejos, pero nosotros somos víctimas de ella”, aseguró en junio el actual presidente de turno de la UA, el citado Macky Sall, durante su encuentro con el líder ruso, Vladímir Putin, en el que hizo un llamamiento para la liberación de los cereales retenido en puertos ucranios y rusos.
Desplazados y refugiados
La pobreza y el hambre, sobre todo en los territorios donde hay conflictos y donde las sequías y lluvias extremas golpean desde hace años, cabalgan desbocados. El Sahel, el Cuerno de África, el este de Congo, el norte de Mozambique, Etiopía, Chad: las crisis alimentarias se ven agravadas donde hay desplazados y refugiados, porque dependen de una ayuda que el Programa Mundial de Alimentos (PMA) ha tenido que reducir a la mitad. La malnutrición infantil se ha triplicado en Madagascar, Borno o Yamena; incluso en la pacífica y estable Cabo Verde se dejan sentir los efectos. Los fertilizantes, que también proceden de Rusia, escasean justo en el inicio de la siembra. El aceite, el arroz, el pan, el azúcar. Todo ha subido.
Y detrás de la crisis, la inestabilidad política y social. En Libia, el deterioro de las condiciones de vida está bajo la superficie de una ira popular que llevó a los manifestantes a asaltar y prender fuego al Parlamento; en Conakry, a principios de junio, las protestas por la subida de precios degeneraron en una brutal represión policial; en Ghana, modelo de democracia en la región que sufre una inflación del 27%, una manifestación contra el elevado coste de la vida acabó con 29 detenidos; en Senegal, las protestas por la exclusión de la lista electoral de la oposición sacan a la luz el hartazgo de miles de jóvenes por las dificultades de llegar a fin de mes.
“Es la tormenta perfecta”, tercia Carlos Lopes, “tenemos cuatro crisis a la vez: alimentaria, energética, de comercio internacional y de acceso a los mercados financieros. Los africanos están al límite de lo que se puede hacer, con el agravante de que ya no tienen confianza en que la ayuda pueda venir del exterior como se puso de manifiesto con las vacunas, y esa desconfianza se ha instalado en el sistema multilateral”, explica el experto guineano, para quien “el retroceso democrático es mundial, aunque en África, después de Trump, se perdió la vergüenza y ciertos regímenes ni siquiera temen asumir cierta estética de poder”. Entre 2020 y 2022 una ola de golpes de Estado recorrió África, desde Sudán hasta Guinea, pasando por Malí, Burkina Faso, Chad e intentos en Guinea-Bisáu y Níger. Pero es mucho más que un problema de regímenes militares.
“El modelo se está desmoronando”, opina Dembélé. “La mayoría de los países organizan elecciones de forma periódica y eso satisface a la opinión pública y a los socios internacionales. Pero casi nunca hay una verdadera democracia, la justicia está instrumentalizada por el poder y los Estados no atienden las necesidades de la población. Y, lo que es muy grave, no tenemos soberanía sobre nuestros recursos naturales, es necesario otro tipo de liderazgo, volver a las ideas de Sankara, de Nkrumah, de Amílcar Cabral, sobre un continente unido que refuerce la cooperación sur-sur sin despreciar a Occidente, pero defendiendo mejor nuestros intereses”, añade.
La gran esperanza se llama Tratado de Libre Comercio Africano (AfCFTA, por sus siglas en inglés), un acuerdo que por primera vez ha logrado unir a África —lo han firmado todos los países salvo el régimen dictatorial eritreo— con el objetivo de crear un mercado único para bienes y servicios que permita también el movimiento libre de personas. La idea es abolir al menos el 90% de los aranceles interiores. Hubo que limar muchas asperezas y vencer resistencias en un continente con una enorme desigualdad entre unas naciones y otras, pero el acuerdo se firmó en Kigali en 2018. La irrupción de la pandemia retrasó la entrada en vigor de su fase operativa, que finalmente comenzó en enero de 2021, cuando todavía muchas fronteras permanecían cerradas a cal y canto. El momento no pudo ser peor, pero el AfCFTA avanza lentamente. El reto ahora se llama armonización.
La desaparición, aunque sea parcial, de las barreras interiores es un viejo sueño del panafricanismo, pero las enormes divisiones heredadas de un colonialismo que compartimentó el continente en un sinfín de territorios y rivalidades posteriores entre ellos lo han hecho hasta ahora imposible. Detrás del AfCFTA subyace un objetivo más ambicioso si cabe, y en el que coinciden todos los expertos, que es, al mismo tiempo, la asignatura pendiente y la llave del cambio para África: su industrialización. África apenas aporta un 2,7% de los productos transformados o semitransformados que circulan por el mundo y muchos de ellos proceden de empresas extranjeras asentadas en el continente.
La creación de un mercado único de bienes y servicios, así como la potenciación de la movilidad intraafricana de mano de obra, traen aparejados beneficios tales como la especialización regional, el desplazamiento de competencias de un rincón a otro del continente o el refuerzo de la formación profesional. “El AfCFTA es la única solución para alcanzar la industrialización y, al mismo tiempo, es un instrumento de protección de un mercado que alcanzará pronto los 2.000 millones de personas. No hay que olvidar que África tiene todos los minerales esenciales para las grandes modificaciones tecnológicas. Solo desde la unidad que promueve este acuerdo podrá negociar mejor su posición en este futuro y exigir que al menos una parte de la transformación se lleve a cabo en África”, comenta Lopes.
No es casualidad que el reciente Foro Africano de Consejeros Delegados, la reunión más importante del sector privado continental, que se celebró este año en la ciudad marfileña de Abiyán, pusiera el acento precisamente en el desarrollo del AfCFTA. En concreto, los responsables de las principales empresas de África coincidieron en la necesidad de desarrollar las infraestructuras de transporte interiores y mejorar la economía digital para enfrentarse a los retos logísticos que plantea este acuerdo comercial.
Los nubarrones están ahí y son muy negros, pero las luces que indican la salida del túnel también. En el sur de Nigeria, el gigante exportador de crudo, que al mismo tiempo depende del exterior para su abastecimiento de gasolina, el multimillonario Aliko Dangote, está construyendo la que será la refinería de petróleo más grande del mundo, con una inversión de 21.000 millones de dólares. En septiembre de 2020, en plena pandemia, el presidente de Costa de Marfil, Alassane Ouattara, ponía la primera piedra de una fábrica que pretende procesar hasta 50.000 toneladas de granos de cacao cada año. Hasta ahora, este país y su vecina Ghana producen el 60% del total mundial de esta materia prima, con un beneficio del 6% en su cadena de valor. Si en lugar de exportar granos procesaran pasta de cacao, dichas ganancias subirían al 25%.
Iniciativas
Gabón vivía de las rentas del petróleo, pero en la actualidad buena parte de sus esperanzas de futuro están en la madera. El presidente Ali Bongo aprobó un decreto en 2010 por el que se prohibía la exportación de este producto sin tratar y en la actualidad toda la madera que se vende al extranjero es procesada en el propio país, lo que le ha permitido convertirse en el segundo exportador mundial. En cinco años se han creado 20.000 empleos. A las afueras de Dakar, en la recién nacida ciudad de Diamniadio, el Gobierno senegalés, con el importante apoyo del Banco Europeo de Inversiones, construye una fábrica de vacunas gestionada por el Instituto Pasteur que pretende producir hasta 300 millones de dosis al año contra todo tipo de enfermedades, reduciendo así la enorme dependencia vacunal que sufre África. En Ruanda ve la luz un proyecto similar.
Todas estas iniciativas buscan generar empleo, ofrecer oportunidades y al mismo tiempo aportar valor añadido, transformar un modelo productivo basado hasta ahora en la exportación de materias primas. Si bien grandes potencias continentales como Nigeria o Egipto sufrirán como pocos las turbulencias de la crisis, otros más pequeños y sin grandes recursos naturales mostrarán una mayor flexibilidad. “Namibia, Ruanda, Yibuti, Togo, Botsuana o Mauricio cuentan con instituciones de una cierta calidad, formación de capital humano, buen desarrollo de la educación y la sanidad, y una gestión económica eficiente”, asegura Lopes, “Marruecos e incluso Etiopía, pese al conflicto que vive en la actualidad, también emergen como nuevas referencias regionales”. Hoy, África está contra las cuerdas, pero estos son los brotes verdes, la muestra de que incluso en los momentos más oscuros hay quien encuentra la senda del desarrollo.
Un mundo todavía a oscuras
Accionar un interruptor y que se encienda la luz es un gesto tan cotidiano en España o Europa que ya casi nadie repara en la importancia que tiene. Sin embargo, este automatismo propio del norte global es prácticamente un milagro para unos 600 millones de personas en África. Según The Energy Progress Report, el 54% de los ciudadanos de la región subsahariana no tienen acceso regular a la electricidad, un porcentaje que se eleva al 75% en las zonas rurales. Las consecuencias son enormes en todos los ámbitos, desde la educación hasta la salud, pasando por la seguridad o el empleo. Y es que sin luz no hay desarrollo.
“Sin electricidad no puedes plantearte la industrialización o la modernización de la agricultura”, asegura Aurora Moreno, premio de Ensayo Casa África 2020 con una obra sobre cambio climático en el continente africano. En un contexto de creciente demanda por el aumento de la población y de la actividad económica, el otro problema que destaca esta experta es de dónde procede esa energía. “El 50% viene del carbón, una de las fuentes más contaminantes, y un 10% del gas y el petróleo. Dado que en la última década se han descubierto grandes yacimientos en África, la transición hacia energías limpias se presenta complicada si no va acompañada de financiación”, explica.
África tiene unas crecientes necesidades energéticas, en buena medida para poder llevar a cabo su pendiente gran salto industrial, así como recursos en forma de hidrocarburos para hacerlo. Desde el continente se sostiene además que son quienes menos han contribuido al problema del cambio climático, salvo el caso de Sudáfrica, productora de carbón. “Aunque los 48 países restantes triplicasen su consumo de electricidad, el aumento en las emisiones globales de CO2 no supondría más que un 1% del total”, destaca Moreno en un reciente artículo publicado por la Fundación Alternativas. Todo ello explica la tibieza con la que se percibe en África esta transición verde o energética. “En la Agenda 2063 no aparece como un gran objetivo, más bien como oportunidades concretas”, recalca la experta.
De hecho, la inquietud en el continente africano es que, en consonancia con la lucha contra el calentamiento global, Europa y los organismos internacionales dejen de financiar proyectos basados en energías fósiles, algo que ya está empezando a ocurrir. Pero la realidad es tozuda. “El petróleo y el gas seguirán siendo esenciales para satisfacer la demanda de África durante esta década. La industrialización del continente depende en parte del creciente uso del gas natural”, advertía recientemente Fatih Birol, director de la Agencia Internacional de la Energía, en un informe publicado en El Grand Continent. Que la Comisión Europea considere al gas natural una energía limpia en contra de la opinión de ecologistas y numerosos expertos fue celebrado como una victoria por numerosos países africanos.
¿Qué hace falta, entonces, para que África emprenda el camino de sustituir los combustibles fósiles por energías limpias? Financiación. Esta es la clave. Porque el potencial es enorme. El continente concentra el 60% de los mejores recursos solares de todo el mundo, pero solo aprovecha el 1% a través de su capacidad fotovoltaica instalada. Todo un continente de 1.200 millones de habitantes y con una inmensa exposición solar con menos potencia instalada que un país como Holanda. Y no solo es energía solar, también la eólica o el hidrógeno verde concentran muchas de las miradas. Y, de nuevo, la oportunidad viene en forma de minerales, pues África posee más del 40% de las reservas mundiales de cobalto, manganeso y platino, esenciales para las baterías de energías limpias y las tecnologías del hidrógeno.
Marruecos, Sudáfrica y Egipto lideran los principales proyectos para el aprovechamiento del sol como fuente de energía. Pero sin un decidido apoyo externo y voluntad política interna será difícil que los países más pobres del continente se suban a este carro. Para dificultar aún más las cosas, la subida de los precios de la energía a finales de 2021 y la guerra en Ucrania han vuelto a cambiar el paradigma. En un momento en que Alemania, por ejemplo, vuelve al carbón para reducir su dependencia del gas ruso, será difícil mantener las exigencias de adaptación planteadas por la comunidad internacional.
El incumplimiento de promesas en la financiación de la transición verde y la histórica desconfianza de África hacia los postulados europeos, muy pragmáticos cuando se refieren a este continente como se ha visto en la crisis actual y siempre apelando a la responsabilidad en materia de derechos humanos o medio ambiente cuando se dirigen a otros, no ayudan a generar el clima de colaboración necesario. “Las relaciones son muy verticales, marcadas por una enorme dependencia del sur”, concluye Moreno.
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