Los tres mandatos de los fundadores
El euro es rigor alemán, flexibilidad centroeuropea y contrapartidas a los menos prósperos
Contra lo que se dice, el euro no nació huérfano de política fiscal. Tuvo una. Insuficiente, sí, pero clara: los criterios de convergencia de Maastricht, sendos límites del 3% del PIB para el déficit público y del 60% para la deuda, cuya rocambolesca invención en un pulso soterrado y dramático evocamos.
Contra lo que se pretende, no consagraron solo el rigor. Fueron flanqueados por fuertes dosis de flexibilidad y de contrapartidas tangibles a los países menos prósperos, para facilitarles el superior esfuerzo de ponerse en línea. Esa triple receta de sus padres fundadores cocinó el éxito -estabilidad monetaria, control de la inflación- de la nueva divisa en su primer decenio.
Ahora que 20 años después se refunda la unión monetaria diseñada en Maastricht, acordada el 10 de diciembre de 1991, para añadirle la unión económica y convertirla en una auténtica Unión Económica y Monetaria (UEM) es útil recordar.
Recordar que sin cierto rigorismo, el desorden de las finanzas alemanas por la digestión de la unificación y el traído por la Gran Recesión y la crisis de la deuda de la UE habrían sido menos controlables. Que sin flexibilidad ni siquiera los países más saneados habrían accedido al euro. Que sin contrapartidas de cohesión, el actual colapso de los sureños sería socialmente aún más dañino.
El rocambolesco invento de un déficit del 3% sobre el PIB debería desacralizar los criterios de Maastricht
El guión de la UEM fue el informe del Comité Delors (12 de abril de 1989), que postulaba una coordinación macroeconómica, incluyendo "reglas apremiantes en materia presupuestaria", pero no las enunciaba, ni detallaba, ni cuantificaba.
También el guardián de la ortodoxia, el Comité Monetario (directores del Tesoro y gobernadores de los bancos centrales), reclamó el día 18 "el establecimiento preciso, aunque no todavía obligatorio, de reglas para los déficits presupuestarios anuales y su financiación", sin concretarlas (II/164/80-EN).
Y el primer borrador del Tratado, redactado por la Comisión el 21 de agosto, solo sentaba el principio de que "los déficits excesivos serán evitados" mediante la regla de oro de las finanzas públicas: "El endeudamiento público no excederá al gasto de inversión" (CM-NF-91-002-EN-C).
Pero enseguida Alemania trató de embridar. Ya el 23 de julio había sugerido al Comité Monetario guillotinas a los deficitarios, de perfume tan actual como suspenderles los "pagos del presupuesto comunitario" o "los derechos de voto" (II/167/91-EN). El Bundesbank fue hostil a la UEM desde antes del inicio: en un largo manifiesto denunció sus "riesgos considerables para la estabilidad monetaria" y la probable ola de "demandas" de "compensaciones" por los sureños (Cinco Días, 25 de septiembre 1990).
Inaugurada el 13 de diciembre de 1990 la doble Conferencia Intergubernamental -política y monetaria- que redactaría el Tratado (y que duraría un año), y aunque con menor aspereza que su banco emisor, también el Gobierno alemán agitó el rigorismo. Propuso en solitario "decidir sanciones" contra quien quebrase la regla de oro, como "la suspensión de transferencias de la Comunidad" (PE-150.000, 13/III/1991).
Pero estos reclamos sobrevivían en sordina. No los recogió la presidencia luxemburguesa en su proyecto non-paper de Tratado (15 de mayo). Los ministros no concretaron hasta dos semanas antes de Maastricht. El Ecofin del 24 y 25 de noviembre bendijo los criterios y las sanciones contra sus incumplidores: multas y depósitos, no suspensión de transferencias ni de su voto.
Los ministros recogían los muy silenciosos trabajos del Comité Monetario de febrero y marzo (II/167/91-EN): el famoso 60% del PIB para la deuda, porque "representaba el nivel medio" de los Doce, como relató el negociador español Manuel Conthe, y el déficit del 3%, que sugirió el entonces amo del Tesoro francés... Jean-Claude Trichet. Porque era el vigente en su país desde 1982. Rocambolesca historia recién desvelada: ante los crecientes déficits de Valéry Giscard y Raymond Barre, el nuevo presidente François Mitterrand, harto de que sus ministros puenteasen al de Hacienda, Jacques Delors, y a su segundo, Laurent Fabius, pidió una "regla simple y útil" para cortocircuitar a aquellos "visitantes nocturnos" del Elíseo (La Tribune, 1/X/2010). El gran manipulador presupuestario, Guy Abeille, y su jefe, Roland de Villepin, se devanaron febrilmente los sesos. No existía tal. ¿Ingresos? ¿Gastos? Al fin inventaron el esquema del déficit-sobre-el-PIB, sabiendo su esquematismo: no es lo mismo de una cuantía que de otra; causado por la inversión o por el gasto corriente. E improvisaron el techo: el 1% no, porque "ya lo superábamos de largo"; el 2% "constreñía demasiado y era una cifra plana"; el 3% era un guarismo "sólido" y coincidía con las previsiones de París para el ejercicio 1982, 100.000 millones de francos. Dicho y hecho. Luego, la academia lo criticó por arbitrario. Y la Comisión lo pasó a limpio: déficit (0,03)=deuda (0,6)×crecimiento más inflación (0,05), detalla Paul de Grauwe (Economics of Monetary Union, Oxford, 2009).
¿Por qué se apuró hasta el último minuto? Porque Alemania estaba ocupada en las derivadas de su unificación -su banco central vacilaba, ya hostil, ya incrédulo-, y no puso hasta el final la carne en el asador (EL PAÍS, 25/III/2011). Porque la cortés batalla encarnizada entre dos bandos, polarizados en torno al Comité Monetario y a la Comisión, tuvo que madurar hasta lograr una salida. Los economistas (Alemania, Reino Unido y Holanda) postulaban que la convergencia de las economías nacionales implicadas debía ser un requisito previo a la fase definitiva de la unión monetaria, que se consagraba con la elección de sus miembros. Mientras que los monetaristas (Francia, los sureños y la Comisión) consideraban que la convergencia sería más bien resultado de la unificación monetaria. Maastricht fraguaría una cierta síntesis de ambas posturas (The rotten heart of Europe, del supercrítico Bernard Connolly, Faber and Faber, Londres, 1995).
Pero el rigor se coloreó de flexibilidad. Los valores numéricos de referencia se incluyeron en un protocolo y no en el cuerpo del Tratado "para permitir que fuesen cambiados por la legislación, aun requiriendo unanimidad", retrató Malcolm Townsend (The euro and economic and monetary union, John Harper, 2007). Se incluyeron cláusulas de excepcionalidad y una gran laxitud para la deuda, pues bastaba la "tendencia" a reducirla hacia el 60%. Y es que los pequeños jugaron contra el triunvirato monetario franco-alemán-británico. Y las presidencias de turno, a su propio favor: Luxemburgo mantenía divisa común con la endeudadísima Bélgica (119,3% del PIB) y la purista Holanda pecaba con uno de los déficits más abultados de los Doce, el 5,1% (previsiones: II/195-A/90).
Y al cabo, al borde del telón del 10 de diciembre, la España de Felipe González y los sureños también consiguieron gracias a Helmut Kohl su contrapartida: el fondo de cohesión. El argumento: si corren "el riesgo de crecer" menos por haber renunciado a una política monetaria propia, "y si se dispone de un menor margen de maniobra respecto al presupuesto nacional", es decir, si no pueden aumentar su inversión pública (...), "deberían contar con unas transferencias regulares de recursos que contribuyan" a "reducir sus distancias con la media comunitaria y a soportar los ajustes a los que estarán sometidos por su especial situación" (EL PAÍS, 17/XI1991).
¿Comportarán ahora la flamante unión fiscal, el Tratado en ciernes y los nuevos reglamentos de estabilidad, además de rigor y austeridad, la flexibilidad y las contrapartidas indispensables? Ojalá.
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