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Reportaje:

¿Cabemos todos en el mundo?

La masa, la multitud, la muchedumbre. Se tome como se tome, este inmenso magma revolviendo su fuerte olor de chusma lleva a la voluptuosidad o a la náusea.

El gentío puede ser público, un concepto impermeabilizado, o puede ser la masa que por sí misma indica una grasa sin cabeza, blanda e indeseable. Algunos seres humanos, reunidos y aislados, causan tristeza; muchas personas clamando ratifican el éxito o el fracaso de un hecho extraordinario. Pero finalmente un colmo voluntario cerca la humanidad a la manada. El tufo que desprende esa turbamulta fue el que envolvió desagradablemente al burgués Ortega y Gasset cuando en 1929 publicó La rebelión de las masas.

Para Ortega, amante de la élite y del líder, creyente en lo selecto y minoritario, el ascenso de las masas y su dilatado influjo no solo anunciaba una época nueva, sino la decadencia de lo que se había respetado. Quizá, incluso, la definitiva decadencia que provoca el exceso irreversible y da paso tanto a los productos en serie como a los géneros degradados, dispuestos para contentar la vulgaridad de una democracia a la que llamó con despecho "hiperdemocracia": "sistema donde ya la masa actúa directamente sin ley".

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Este malestar que el hipergentío provoca se halla estrechamente unido a la alarma, entre aprensiva y humanitaria, que hoy levantan los pronósticos respecto a la superpoblación del mundo. ¿Podrá el mundo soportar los 9.000 millones de habitantes que se esperan para el año 2050? ¿Tendremos que permanecer con los brazos cruzados ante los 7.000 millones o más que se contabilizarán a finales de este año?

Un grupo de prestigiosos vaticinadores como Jared Diamond o Paul Ehrlich predicen para un futuro relativamente cercano "un colapso total". Colapso en el abastecimiento de víveres, colapso en la construcción de viviendas, colapso de la organización. Recuerdan estos "científicos", arúspices de lo aciago, al Ortega y Gasset y el barrio de Salamanca de los años veinte. O, en general, a toda la burguesía intelectual y fina que, por si no hubiera sido suficiente la hecatombe sufrida unos años antes con la Gran Guerra, ahora veía acercarse, y bien armada, a la avalancha de las masas que ni siquiera permitían pasear tranquilo, merendar cómodamente en una sala de té o acudir al teatro entre la clase educada, aseada y bien vestida de siempre.

La rebelión de las masas de 1929 encuentra hoy, un siglo después, su multiplicado correlato en el omnipresente y espeso vaho que desprende la temida superpoblación no ya del barrio o de la playa familiar, sino del atlas general del mundo. Puede que no hubiera alimentos para todos si las producciones del porvenir no variaran, pero los transgénicos y los insecticidas, los nuevos sistemas de riego, los cultivos con o sin tierra, y en general las inéditas aplicaciones bioquímicas, se encuentran preparados para atender un problema que reporta beneficios seguros, en la política, en la economía, en la salud y en la paz social.

De otra parte, todos los países que perviven tras desbancar a los dictadores se desarrollan y educan en el laicismo, ansían la vida confortable y disminuyen el culto a la fertilidad. La gigantesca proliferación de seres humanos en apenas cien años (de 1.100 millones a 7.000 millones) es obra de las zonas más pobres (subsaharianas, especialmente), pero esos alumbramientos por llameantes que sean se apagan poco a poco y en proporción al nivel de renta alcanzable.

El ascenso social coincide con el descenso de la natalidad y, sin muchas dudas, el miedo a la superpoblación en Occidente es el miedo a la fuerza de la pobreza que, en su desesperación, empuja a emigrar de cualquier modo y en avalancha hasta las ciudades más hermosas y ricas.

En EE UU, la simple aprobación de la ley de los derechos civiles en los sesenta desencadenó un gran movimiento de la superpoblación negra del sur hacia urbes como Washington, Filadelfia, Baltimore, Chicago y Detroit. Una emigración de tal envergadura y vehemencia que los blancos abandonaron a racimos sus viviendas ciudadanas y fueron a establecerse en el extrarradio.

Este ejemplo que ahora define el perfil de esas y otras ciudades norteamericanas del Este ha carcomido el urbanismo, ha acrecentado la delincuencia, ha promovido el destrozo y ha plasmado, en definitiva, la estampa del desequilibrio clasista sobre la arquitectura material y moral de estas ciudades.

Igualdad de derechos civiles, libre circulación y grandes desigualdades sociales componen la tríada de una fuerza invasora que si ya se ha experimentado en varias áreas del mundo desarrollado podría estallar a nivel planetario y la misma bomba atómica sería un torpe remedo de la bomba multitudinaria que encierra el superartefacto la superpoblación.

Que el mundo sea capaz o no de soportar 1.000 o 2.000 millones más de personas tiende a ser un planteamiento impertinente. El mundo, inherentemente, puede autorregularse ecológicamente, naturalmente, evolutivamente. El problema no lo tiene el mundo, sino los mejor establecidos en este mundo, los demógrafos maltusianos y algunos profesores eméritos que, nacidos en un planeta de 2.500 millones de habitantes, contemplan una humanidad que ya no entienden.

Todos aquellos baby boomers que se retiran o mueren ahora, unos del corazón, otros de desasosiego, han cruzado una época que asombraba tan solo con el prêt-à-porter, la televisión en serie, el chip infinito o incluso la aberración de no poder hablar más que en 140 caracteres del Twitter. Y todas estas rarezas, al alcance de cientos de millones de personas.

¿Más gente aún? ¿Mayor número de asistentes a los conciertos, más best sellers millonarios, colas hasta para la exposición de Tiziano, caravanas enormes de automóviles para llegar a Lloret del Mar?

La situación tiene que parecer alarmante a toda una ancha generación y no se diga ya si, según las previsiones, la muchedumbre tiende todavía a crecer y crecer. ¿Cómo no esperar que pase algo y de una categoría apocalíptica si no se contienen las gestaciones?

A Ortega y Gasset, esta plaga de la masa multípara le irritaba al punto que para explicar su personal (y cultural) ahogo ante las masas describía la nueva situación como la de "el lleno". "El lleno" es antipático, desagradable o incómodo. Y por un doble motivo. Primero, porque te impide poder entrar holgadamente en un local, y segundo, porque aun entrando, ni la función de teatro ni la visita a la exposición ni el simple aperitivo en la barra se disfrutan.

El odio al lleno es un odio de clase, el odio a la superpoblación es un odio de especie.

El odio de clase

Dice Ortega: "Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser un problema, empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio".

A la ansiedad del vacío se opone la angustia de la superabundancia. ¿Moriría el mundo por una suerte de cáncer o apoptosis demográfica en donde las células no mueren o no se eliminan mediante su necrosis natural, sino que continúan patológicamente ganando espacios, presencia, tumor?

El miedo a la masa es el miedo personal a la barbarie, el temor a ser arrollado por una extraña invasión de alienígenas, emigrantes que huyen de sus lugares deleznables para traer consigo la ignorancia y la miseria.

La educación o la sanidad universal, las prestaciones al desempleo y la situación de dependencia, la protección pública hacia el desamparado, son todas ellas creaciones nacidas en la sociedad de masas. Políticamente poseen el halo de una Tercera Internacional, socialmente representan la política contra el posible comunismo de los explotados.

La historia se repite aunque ya, a estas alturas, sin etiquetas ideológicas. Medio siglo después de la guerra fría, los Gobiernos socialistas que, ávidos por el caudal electoral de las masas, buscaban su voto proclamando las consignas de justicia e igualdad se convierten en ecologistas o médicos del planeta que ponen el acento en la necesidad de regular los contagios, vigilar los recursos económicos y salvar con ello al mundo y a la humanidad.

Regular los contagios, controlar la fertilidad humana, regar los campos, innovar en la producción de alimentos y de viviendas baratas, fijar nuevos asentamientos, mejorar el urbanismo y las comunicaciones, combatir las plagas y el crimen, son algunas de las muchas partidas que enmascaran un miedo vagaroso a la superpoblación y una extrema desconfianza en las legiones de advenedizos al territorio familiar.

Puede ser que el mundo no se trastorne con 500 millones de habitantes más, pero siguiendo este ritmo en 30 años pueden ser un 50% de población adicional y, lo que es más importante, unas ciudades supergigantes en el Tercer Mundo, desde El Cairo hasta Addis Abeba, desde Río de Janeiro hasta Singapur, serán los nidos de todos los crímenes, los focos del terror.

Nunca más llegarán las agitaciones políticas desde los campesinos, puesto que los campesinos serán quienes mejor acoplen sus necesidades a sus medios, sino de las grandes urbes donde la miseria se transmuta en delincuencia y la marginación en semillero de la economía criminal. Incluso es probable que como se vive en Nueva Delhi la ley de la calle ha sido reemplazada por la falta de leyes, tal como si el exceso de población llegada de los medios rurales hubiera convertido la avenida en un bancal sin caballones; la calle, en un pastizal sin aceras, y las plazas, en una plataforma sin bancos ni parterres.

¿Más habitantes en el mundo es proporcional a un mundo menos seguro? Probablemente sí, si el crecimiento desborda la capacidad de las instituciones. En esta indeterminación radica fundamentalmente el miedo al crecimiento de la especie. No es tanto la piedad porque no puedan subsistir con la producción existente -siempre incierta- como el temor a que su reproducción amenace la apropiada situación de bienestar en la especie.

El odio de especie

A diferencia de otros animales, lo específico de nuestra especie no es el contacto con los demás, sino la distancia. Son especies de contacto aquellas que se apiñan por placer y permanecen piel con piel durante horas, como el hipopótamo, el cerdo o el erizo. Hay especies, sin embargo, de "no contacto", entre las que se encuentran el caballo, el perro, el gato, la rata y los seres humanos. No nos aguantamos mucho tiempo cerca. Puede ser que este rechazo no predomine siendo cachorros o bebés, pero en cuanto se alcanza el estado adulto toda confortabilidad requiere holgura. Y no ya un hueco para pensar o atacar, sino como hábitat natural de supervivencia.

El hacinamiento nos mata y bastaría la excesiva proximidad para enfermarnos. De ahí la aversión a la multitud indiferenciada, a la aglomeración indistinta. El individuo (indivisible) requiere para su definición una esfera en la que reine el olor y el amor propio. De modo que el abrazo amistoso, la asociación religiosa, el equipo, el vecindario, son elecciones desde la soledad primigenia en que nos fundamos. Nada que ver con el pantanoso cosmos del cerdo o el apegamiento de las vacas.

En el fondo, además, siempre estamos y queremos disfrutar la libertad de estar solos. No más solos que la una, forzosamente y a casi cualquier hora, pero solos cuando lo deseamos. Solos pobres o ricos, sanos o enfermos, libremente apartados de los demás.

Marcel Proust escribía: "Nos comunica alguien su enfermedad o su revés económico, lo escuchamos, lo compadecemos, tratamos de reconfortarle y volvemos a nuestros asuntos. ¡Qué solas estamos las personas!". Y qué bello disfrute hallamos en esa oquedad cuando por momentos, voluptuosamente, la escogemos.

O expresado de otro modo: la masa nos acosa, su proximidad nos ahoga. El miedo a la superpoblación invoca el discurso de Malthus ("no habrá alimentos para todos"), pero esconde nuestro temor individual a ser invadidos por la más que empachosa presencia de los comensales. No se trata de que nos vayan a quitar el plato, sino de que se inmiscuyan en nuestra sopa.

La superpoblación es igual al asqueroso ascenso de las masas que abrumaba a Ortega. La diferencia, sin embargo, es que ahora, pasado un siglo, no sabríamos explicarnos la sociedad ni a nosotros mismos sin las superventas, los blockbusters, las estadísticas, los estadios a reventar. Y, sobre todo, ya no sabríamos qué mundo habitamos si no tuviéramos presente la desbordante concurrencia, siempre en ascenso, de todos con todos a través de la red social.

No nos tocamos ni rozamos en la Red, tal como corresponde a la especie, pero chateamos, jugamos y nos timamos juntos siempre al nivel de macrocantidades cuyo concepto ha pasado, poco a poco, de ser un hecho extraordinario a convertirse en la información habitual. Y también en la medida áurea de casi todas las cosas.

La cantidad indica la fama mucho más que la cualidad, la élite de Ortega y su coro de sabios exquisitos se deshace en el wisdom of crowds, el Heno de Pravia se extiende en la interminable paja de los discursos vanos, las retóricas huecas o las películas sin guion.

El saber de la muchedumbre, los códigos abiertos, las open sources, conceden el protagonismo al conocimiento de las multitudes mientras desdicen como una antigualla el liderazgo intelectual del genio individual. Todo es súper de acuerdo a la suma del montón.

La superpoblación será un fenómeno alarmante y desajustado a la alta cultura de unos pocos, pero hoy ¿cómo hablar de la crisis, del hambre, de la riqueza o del accidente si no alcanza el grado superlativo, hipermoderno, super-lady-gaga?

En consecuencia, la superpoblación sería lo más coherente con un mundo como este, cuajado de superéxitos y superproducción. ¿Miedos? ¿Amenazas? ¿Catástrofes derivadas de la superpoblación? No es preciso esperar a que la cifra de seres humanos trepe hasta los 10.000 millones o más. En diferentes lugares del planeta, y especialmente en el área subsahariana, la alta fertilidad se corresponde con la vacuna de la mortalidad. En casi todos los demás puntos del Tercer Mundo, de Tailandia a la India, de China a Vietnam, los métodos anticonceptivos mantienen el censo relativamente controlado.

Nadie desea, como en los tiempos del catolicismo a machamartillo o los imperios del Opus Dei, tener todos los hijos que nos mande Dios. Y Dios, por su parte, ha relajado su potente dominio y el semen no es ya, ni mucho menos, lo vigoroso que fue.

Siendo naturalistas, ecologistas, biólogos, equilibristas, humanistas, es fácil predecir que el mundo en cuanto superórgano sabe lo que le conviene, lo que le beneficia y, en definitiva, lo que puede dar de sí. El problema más grave de la superpoblación no se halla en la superpoblación del planeta, sino, como es obvio, en la monstruosidad de las concentraciones en las superurbes. Pero ¿qué hacer? Un campesino mexicano gana más de pordiosero en la capital que de campesino en Oaxaca.

¿Enfermedades? Las epidemias en la metrópoli reciben mejor asistencia que las enfermedades en el campo. Podría diseñarse un urbanismo más eficiente y compasivo, pero ¿por quién?, ¿para qué? La muerte de las mujeres que dan a luz en la ciudad junto a la mortalidad de sus hijos es menor que la de las zonas rurales. ¿Urbanizar el campo?

Todo el mundo tiende en tromba hacia la urbanización, y si en 2010 se llegó a un 50% en cada zona, las previsiones son que para 2050 el campo albergue tan solo a una tercera parte de la población. La fertilidad declina en todos los domicilios y tanto más cuanto más urbanizado se halla el entorno o cuanto más crece la clase media.

Los pobres estaban destinados a parir, y los ricos, a sacar provecho de esa mano de obra barata. Pero ahora, como tendencia, no conviene ni que sobren parados ni que se les retribuya muy mal. El consumo, como antes el ahorro, es el nuevo aliado del capital.

Más gente es más fiesta. La gente ama a la gente. Hace cola en los estadios, en los museos, a la salida de un CD o un iPod, se hacina en los conciertos de rock y se amontona a la intemperie con la conciencia de que esa penalidad es parte importante del suceso. Parte inseparable de la importancia del suceso.

A la gente le gusta la gente. Es lo que más le gusta y con eso se explica en dos palabras los éxitos de los Facebook, los Twitter o los e-Bay. Demasiada gente abruma mucho, pero poca gente deprime funeralmente. ¿Superpoblación? ¿Cuánta población sería necesaria para desencadenar el odio que las ratas se tienen cuando al multiplicarse se devoran entre sí?

Por el momento, ampliándose hasta las predicciones para el siglo XXII, hay aforo para todos y lo decepcionante sería que a causa de las guerras, las epidemias o las hambrunas llegara esquilmado el porvenir.

El demógrafo francés Hervé Le Bras, que no renunció a elaborar predicciones de cara al Juicio Final, estimó que para ese momento apoteósico de la gran judicatura la población se habría multiplicado por 20, y esto tras padecer guerras, tormentas de hielo y toda clase de sevicias. Se trataría entonces de un censo planetario próximo a los 120.000 millones que comparecerían ante el Gran Juez dentro de 2.000 años aproximadamente.

¿Una exageración? ¿Cómo podría considerarse una exageración algo como el mismo Fin del Mundo? Y siendo así, ¿cómo esperar menos público en un espectáculo de tan inmensurable magnitud?

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