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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Ni por esas

Manuel Rodríguez Rivero

Mientras el hoy 43º y el mañana 44º presidentes se reu-nían junto con sus respectivas primeras damas (también, como ellos, favorecidas con distintos colores de piel) en la acogedora residencia (132 habitaciones, 35 cuartos de baño, 28 chimeneas bien cebadas) del 1600 de Pennsylvania Avenue, y se oficiaba el primero de esos pequeños cambalaches que afectarán a muchos súbditos del Imperio (yo te acelero algunas ayudas para la industria del automóvil si tú convences al Congreso de que no ponga trabas a mi acuerdo de libre comercio con Colombia), los grandes editores norteamericanos seguían sopesando en sus despachos los pros y contras de unas posibles Memorias del pato cojo saliente.

La biografía presidencial canónica es la del gran general (y mediocre presidente) Ulysses S. Grant

Está claro que no lo tienen claro. En un mercado que resiente la crisis (Borders, un gigante librero, podría ser puesto a la venta) y en el que la campaña navideña no se anuncia especialmente rutilante, sus asesores, muy vinculados a la industria del entretenimiento, buscan desesperadamente algún bombazo que sustituya al de la obamanía, el hallazgo más notable del sector en los últimos meses. Con ese neologismo han rotulado en muchas librerías un minigénero, dentro de la sección Currents affairs, en el que se pueden encontrar varias docenas de títulos compuestos ante, cabe, contra, para, sobre o tras las entusiastas expectativas creadas por el que fuera candidato y pronto presidente en funciones. Incluyendo, desde luego, los propios libros del personaje y, de modo especial, La audacia de la esperanza, aquí publicado por Península.

Las memorias presidenciales constituyen un subgénero biográfico muy apreciado por los estadounidenses, aunque sólo un pequeño porcentaje de los "comandantes en jefe" se ha entretenido en escribirlas. Algunos lo hicieron como estrictas memorias de sus años en la Casa Blanca, y otros como autobiografías: desde la cuna, hasta que se jubilaron de la actividad por la que siempre serán (bien o mal) recordados. El interés se traslada también -y a veces con superiores expectativas- a las memorias de las primeras damas (que, salvo excepciones, han preferido -o han sido convencidas para ello- dar a las suyas un toque más -¿cómo decirlo?- íntimo).

La biografía presidencial canónica es, sin duda, la del gran general (y, luego, mediocre presidente) Ulysses S. Grant, que vendió cerca de 300.000 ejemplares y le supuso a la viuda unos 400.000 dólares en beneficios. Claro que Grant contó con un editor excepcional que (posiblemente) le ayudó un poquitín como negro (aquí no sirve decir afroamericano) Samuel Clemens, más conocido como Mark Twain.

De manera que unas buenas memorias presidenciales (o de sus esposas), pueden convertirse en un chollo que levante un ejercicio editorial chuchurrío. Las de Roosevelt (y también las de Eleanor), Lyndon B. Johnson y Jimmy Carter lo fueron. Las de Reagan, menos (Nancy vendió mejor las suyas), porque callaba demasiado. Con las de Bill Clinton y su señora (que lo tenían fácil: allí había mucho valor añadido en forma de morbo oval), los editores recuperaron enseguida los faraónicos anticipos. Ahora bien: ¿me quiere alguien explicar dónde puede encontrarse el appeal de masas de unas memorias (o peor, de una autobiografía) de George W. Bush? Con sólo un veintitantos por ciento de compatriotas que aprueban su gestión (escaso mercado interno), y el cansancio que su presidencia suscita en el resto del mundo (pocas expectativas en derechos de traducción), un manuscrito sin leña del árbol (hoy) caído, no es para que ningún editor empiece a arrojar bengalas. A menos de que la pluma del presidente se revelara tan afilada como la de Don DeLillo, lo que no parece probable. O de que un colaborador le convenciera para que, aunque sea mintiendo, confesara algo inconfesable: un asesinato borracho en una perdida carretera tejana, el descuartizamiento de un afroamericano en una orgía con amigotes, una enloquecida relación amorosa con un clérigo wahabista. Y quizás ni por esas.

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