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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Ubú (descangayado) en Francfort

Manuel Rodríguez Rivero

Desde que en 1976, a comienzos de la brillante era del director Peter Weidhass, se creó el "programa de países invitados", la polémica ha venido acompañando a la Feria del Libro de Francfort, todavía la más importante en su género a pesar de los intentos de norteamericanos y británicos por impedirlo. En lo que nos concierne más directamente, aún resuena la que se montó en la pasada edición de la Buchmesse, con la cultura de Cataluña como estrella, y, mucho más amortiguada, aunque hubo a quien entonces se le atragantó la Bratwurst, la que se suscitó con motivo del "año de España" en 1991, siendo ministro del ramo Jordi Solé Tura, en el cenit del idilio de los gobiernos socialistas con la, digamos, alta cultura. Ahora, semanas antes de que se inaugure la edición de 2008 -con Turquía como país invitado, también con conflicto-, la polémica afecta a los argentinos, a cuenta de su futura (en 2010) actuación estelar en el influyente escenario-escaparate. El responsable último del nuevo quilombo dialéctico es, como casi siempre, el inefable y pintoresco tiranuelo Ubú, esta vez en una de sus últimas (y, afortunadamente, menos dramáticas) reencarnaciones australes: la presidenta doña Cristina Fernández de Kirchner.

Como dijo Borges, a propósito de la nada castiza Victoria Ocampo, la mejor tradición argentina es la de superar lo argentino

Aprovechando que 2010 es una fecha emblemática para sus compatriotas (bicentenario de la Revolución de Mayo, derrocamiento del virrey Hidalgo de Cisneros), la presidenta ha decidido (¡Merdre!, exclamó Ubú en inmortal epéntesis) ir a por todas y enviar a la ciudad del Meno a lo más granado de la cultura del país bajo un palio adornado con cuatro emblemas fundamentales. Por orden cronológico: Gardel, Evita, el Che y Maradona. Una concepción problemática de la argentinidad que ha ocasionado el inmediato clamor de quienes, desde el lado de la cultura, se niegan a asumir la representatividad espectacular de tales iconos "comediantes o mártires", como los caracteriza Juan José Sebreli en un próximo libro y que, ahora, gracias a la torrencial dama, se venderá mucho mejor.

Que a mí me conste, la lectura de libros -y menos aún su escritura- no ha sido precisamente la taza de mate preferida para, al menos, tres de los cuatro emblemas. Y, sin embargo, la Feria de Francfort va precisamente de eso: de libros y de quienes los hacen. Desde los autores -como Borges y Cortázar, añadidos vergonzantemente a la nómina icónica tras la protesta de los humillados- hasta los ilustradores y traductores, los editores y los libreros. En el Francfort argentino, los únicos emblemas que no deberían faltar son aquellos -desde Sarmiento o Pizarnik a las generaciones en ejercicio de Gelman, Piglia o Fresán- que nos han enseñado a utilizar mejor una lengua que pronto hablarán 500 millones de personas, y han deslumbrado a los lectores con su imaginación, su rigor intelectual o su genio poético y literario. Tal vez porque, como dijo Borges -el compatriota de la señora Kirchner más leído en este planeta-, a propósito de la nada castiza Victoria Ocampo, la mejor tradición argentina es la de superar lo argentino: "Si ya existe en el cielo platónico un arquetipo de lo argentino, y creo que existe, uno de sus atributos es (...) el hecho de que somos menos provincianos que los europeos; (...) que nos interesan todas las variedades del ser, todas las variedades de lo humano". La suerte de los argentinos es que, a lo largo de su azarosa historia, esos otros emblemas alérgicos al populismo se han prodigado con generosidad. A Ubú alguien debería dejarle una lista en la mesilla de noche -al lado de las veneradas estampas del cantante, la demagoga, el revolucionario y el futbolista-, para que pueda repasarla antes de dormir. Suponiendo que pueda conciliar el sueño.

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