Los progresos de Chema
Son las tres de la tarde y hace un calor de mil demonios. Tanto que al llegar del colegio ni siquiera ha comido. Se ha limitado a llenar un vaso grande, de los de sidra, con gazpacho de la nevera, se lo ha llevado al salón y, a oscuras, las persianas bajadas, los balcones cerrados a cal y canto, se lo ha bebido a sorbos muy cortos, apreciando la compañía del frío líquido que acariciaba su garganta. Así, y colocando los pies sobre la mesa, las piernas extendidas, ha logrado un instante de verdadera paz. Y todo para que ahora suene el timbre de la puerta.
La primera vez, Valentina ni se inmuta. Sus hijos mayores están estudiando en sus respectivas bibliotecas; el pequeño, en la extraescolar de plástica, y su marido, previsiblemente, chupándose el atasco de la carretera de Burgos, de vuelta desde Alcobendas. ¡Ay, Alcobendas! La indignación, la furia, se han extinguido ya, pero ese nombre todavía le duele. Prefiere, sin embargo, no pensar en eso, no pensar en nada excepto en que no va a levantarse para abrir la puerta salvo que el timbre vuelva a sonar. Y entonces, el muy maldito va y suena.
-¿Sí? ?pregunta con cautela antes de abrir la puerta, por si tuviera la suerte de que se tratara de un pastor mormón o una vendedora de cosméticos a domicilio.
-¿Valentina? -pero la que pregunta es una voz de hombre, conocida además-. Hola, soy Chema, quería...
-Pasa, pasa- Perdona que esté descalza, pero es que...
-Nada, nada. Con este calor...
Mientras sostiene la puerta para franquearle el paso, la dueña de la casa piensa que el mecánico del segundo parece más bajo que de costumbre. Entonces se da cuenta de que anda encogido, con los hombros contraídos, y torturando un cuaderno que enrolla y desenrolla sin cesar entre las manos. ¿Qué querrá éste ahora?, se pregunta, pero cuando le sigue hasta su propio salón, y le ofrece el sofá, y se sienta a su lado en la butaca contigua, tiene que preguntárselo.
-Pues, verás, es que... -y entonces Chema, unos treinta y cinco años, más de un metro ochenta de estatura, zapatos de la talla cuarenta y cuatro y dos manos enormes, se pone colorado como una damisela decimonónica, como un adolescente al que besan en los labios por primera vez y como Valentina, desde luego, no le ha visto nunca-. Es que yo... Yo quería pedirte un favor, algo que es... Bueno, es muy importante para mí.
-¿Sí? -y por un momento, la tonta de ella hasta se asusta, y se le dispara la cabeza, aunque luego nunca lo reconocerá, ni siquiera para sí misma.
-Sí, verás, yo... -y aunque a su vecina le parezca imposible, Chema se pone un poco más colorado todavía antes de seguir-. ¿Tú podrías enseñarme a dividir con decimales?
-Claro -claro, insiste para sí misma, si le saco casi diez años y no nos conocemos de nada-. Pero no entiendo. ¿Por qué...? -hasta que se hace la luz de repente-. Ya. Es por tu hijo José, ¿no?
-Sí. Es que mi mujer se pidió lengua a principio de curso, que anda que no es lista ésa, también, y yo pues... Hasta ahora me he apañado con el libro, ¿sabes? Se lo sacaba al niño de la mochila cuando estaba dormido y me iba estudiando el tema siguiente. Pero con los decimales me hago un lío tremendo, de verdad, me da vergüenza reconocerlo, y sin embargo... Es que yo no hice el bachiller, ésa es la verdad. Yo... Estudié un módulo de formación profesional y me puse a trabajar, y ahora... Esas divisiones entran en el examen final, y José lleva las matemáticas bastante mal, así que...
-No pasa nada -Valentina sonríe-. Ahora mismo vuelvo.
Se levanta, va a buscar papel y lápiz, se asombra de la ternura que le inspira la angustia de su vecino y por un instante piensa que los españoles no hemos hecho las cosas tan mal, incluso que las hemos hecho bastante bien en algunos casos. El de Chema, por ejemplo.
-Mira -le dice al volver, mientras empieza a escribir números en un papel-. Es muy fácil, igual que dividir sin decimales... Y mucho más sencillo que desmontar un motor de explosión, puedes estar seguro.
Y su alumno, inclinado sobre la mesa, los ojos pendientes del lápiz, ni siquiera levanta la vista en su dirección mientras sonríe.
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