Sobre el tontaina y la burla
En una carta enviada por el Portavoz de un determinado Comité Nacional, muy crítica con mi artículo de hace tres semanas "Los derechos confusos", ha habido una frase que me ha preocupado, no sólo por venir de alguien con responsabilidades públicas, sino porque la idea subyacente no es la primera vez que me la encuentro y temo que, incomprensiblemente, esté arraigando en parte de la sociedad. "… Habla sobre los derechos confusos aunque no contribuye gran cosa a clarificarlos", decía esa frase referida a mí, "y se otorga a sí mismo el derecho a burlarse de instituciones que son de todos como el Instituto de la Mujer o el Ministerio de Sanidad …" Es esta última parte la que me ha dado escalofríos.
Ni yo ni nadie nos podemos "otorgar", o arrogar, un derecho que ya tenemos, englobado en el más amplio a la libertad de expresión, de opinión, de crítica y hasta de sátira. Que alguien, por tanto, me reproche que me "otorgue a mí mismo" un derecho que ya poseo, como cualquier otro ciudadano, indica que ese alguien no lo cree así, que lo poseamos. No lo poseímos los españoles, efectivamente, durante los casi cuarenta años de la dictadura franquista, pero ésta, por suerte, quedó atrás hace ya más de treinta. A ese alguien, además, le parece mal que, no teniendo –según él– ese derecho, me atreva a tomármelo, sobre todo para "burlarme" de instituciones "que son de todos". Me permito recordar que mis burlas consistían en la expresión "el siempre tontaina Instituto de la Mujer" y en incluir a la Ministra Salgado en una breve relación de personas a las que, en evidente tono de guasa, comparaba con "los cristianos re-nacidos, los cuáqueros, los impulsores de la Ley Seca, el Santo Oficio y el Ejército de Salvación", bien por el celo de su religiosidad extrema, bien por su exagerado puritanismo frente a ciertos "vicios", bajo la coartada no sólo de la salud general sino de la de cada individuo, en la que nadie debería entrometerse si quiere evitar lo que asimismo hizo el franquismo, a saber: tratar a los españoles como a menores de edad por cuya salvación (moral entonces, física ahora) el Estado velaba a base de leyes, campañas y prohibiciones. En cuanto a la palabra "tontaina", es sin duda la mejor forma de no llegar a llamar "tonto" a alguien, sino de señalar que bordea la tontuna, ni siquiera la tontería. Tal como se deteriora el uso de nuestra lengua, es normal que mucha gente no distinga apenas los ricos matices de que aquélla es capaz, pero eso ya no es culpa mía. Baste insistir en que no es lo mismo un tonto que un tontaina que un tontín que un tontuelo que un tontaco que un tontazo que un tontorrón que un tonto del haba que uno de remate que uno del culo, por seguir con ese adjetivo.
Pero aún más llamativo es el blindaje que la carta en cuestión pretendía hacer de las instituciones "que son de todos". Según el remitente, de esas menos que de ninguna se podía uno burlar. ¿Y por qué? De acuerdo con eso, tampoco nos podríamos burlar del Gobierno, del Presidente y sus Ministros, de los parlamentarios (tan proclives ellos a la rechifla), de los alcaldes a menudo corruptos, de los Consejeros autonómicos, de la Empresa Municipal de Transportes, de la Renfe, del Consejo General del Poder Judicial, del Ejército, de la Policía ni seguramente de los bomberos. Tal vez todas esas instituciones sean "de todos" en abstracto y en vacuo. Pero lo cierto es que de ese modo no existen jamás en la práctica: están siempre ocupadas por personas concretas que las tienen en mero usufructo, hasta que sean destituidas por sus respectivos superiores o desalojadas de sus cargos por el voto de los ciudadanos. Y la actuación de esas personas concretas –de sus instituciones, por tanto– no sólo es criticable, sino que, precisamente por su propio carácter público, al servicio "de todos", está sujeta a mayor escrutinio y control que la de cualquier organismo o individuo particular. Por seguir con el ejemplo que puse en aquel artículo, lo que en mi casa hiciera un hipotético club de fumadores ateos no atañería más que a sus miembros, mientras que sí atañe a todo el mundo lo que hagan o digan los funcionarios públicos, obligados, en consecuencia, a encajar y soportar las críticas o burlas de cualquiera y a rendir cuentas.
Bajo todo esto, sin embargo, late algo más grave: la creciente creencia de que nadie debe ser criticado por nada, de que censurar a las personas y las conductas equivale a ser "intolerante". No digamos a las religiones e ideologías y nacionalismos, a los medios de comunicación y hasta a los partidos políticos. Alguno de éstos se pasa la vida insultando histéricamente, y los locutores de cerebro gallináceo a los que me referí también hace tres domingos, nos despiertan o duermen a diario con improperios o arbitrariedades megalomaniacas. Pero luego tienen la piel tan fina que en cuanto se les roza a ellos se soliviantan y se asemejan a esos personajes chuscos de Forges que exclaman dolidos: "Huy, lo que me ha dicho". Conviene atajar esta tendencia a la intocabilidad cuanto antes, y recordar que, en una sociedad libre, todos somos criticables y posibles objetos de burla. Conmigo, desde luego, y con otros compañeros de este periódico, no se suelen tener miramientos.
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