Setenta años de gloria
El edificio recuerda, no puede evitarlo. Recordaba antes, cuando todo, las personas, los árboles, las calles, parecían haber perdido la memoria, y recuerda ahora, cuando la ciudad comienza a desperezarse gracias al esfuerzo de unos pocos que se empeñan en imaginar, en analizar, en proclamar lo que no pudieron ver, lo que no pudieron escuchar ni vivir tantos años antes de haber nacido. Pero el edificio sabe, el edificio vio, vivió, escuchó, estuvo allí. Entonces era muy joven, eso sí, una casa nueva, flamante, sin las averías, sin las goteras y los desconchones que le afligen ahora. Y aún es afortunado, porque puede contarlo. La mayoría de sus contemporáneos, sobre todo en este barrio del centro, tan próximo al de Argüelles, que las bombas convirtieron en un inmenso solar plagado de cascotes, se vinieron abajo cuando se acabó la alegría. Y sin embargo, él resistió, cumplió con el precepto desesperado y heroico de su tiempo, y aún está de pie, y recuerda.
Hace setenta años. La situación era terrible, pero cualquiera habría pensado que la ciudad entera celebraba una fiesta, porque la gente gritaba, corría, cantaba, se estrechaba a sí misma en un abrazo emocionado e intenso. Los hombres jóvenes bajaban corriendo por la escalera. Los no tan jóvenes bajaban también, andando, y hasta las mujeres que tenían niños pequeños se echaban a la calle con ellos en brazos. Parecía una fiesta, y quizá lo fuera, porque las noticias corrían de boca en boca y se celebraban con un entusiasmo feroz, afilado y sombrío, el brillo de la rabia o de las lágrimas esmaltando a la vez miles de ojos. El Gobierno se va, nos deja solos Hay que ir a la Gran Vía, los sindicatos han abierto cajas de reclutamiento en los cines Los panaderos, a éste; los albañiles, a aquél; los maestros, a ése que está más abajo, y los peluqueros Los peluqueros formaron su propia brigada, la de los Fígaros. Ellos mismos se pusieron el nombre.
Era el 6 de noviembre de 1936, y Madrid estaba sola, a solas con sus hijos, con su destino de ciudad perdida, sentenciada, abandonada a su suerte. Pero no es soledad lo que recuerda este edificio, sino gritos, besos, carreras, arengas, el ejercicio desesperado y heroico de la voluntad soberana de los seres humanos. En la calle de Toledo, muy cerca de la plaza Mayor, colgaba una pancarta: "El fascismo quiere entrar en Madrid, pero Madrid será la tumba del fascismo. No pasarán". Eso es lo que recuerdan ahora estos muros, que vieron sin ojos, que escucharon sin oídos, que sintieron sin más piel que el revoco que recubre sus piedras. Recuerdan la fe, recuerdan la rabia, recuerdan el coraje y el sonido de palabras eternas, eternamente emocionantes y hermosas, libertad, progreso, justicia, humanidad, futuro.
Así amaneció el día siguiente, y los panaderos no hicieron pan, los albañiles no colocaron ladrillos, los maestros no abrieron las escuelas, los peluqueros no afeitaron a nadie. Ni siquiera a sí mismos, porque todavía no había amanecido y ya estaban en su puesto, en la Casa de Campo. Eran peluqueros, no soldados, pero los regulares no consiguieron hacerles retroceder ni un palmo, ni siquiera al precio de derribar a la mitad. Era el 7 de noviembre de 1936, y Madrid sonreía con plomo en las entrañas. Eso dijo Antonio Machado, y este edificio sabe que dijo la verdad.
Eran panaderos, albañiles, maestros, peluqueros, y dos días antes, la mayoría de ellos no sabía ni cómo se disparaba un fusil. Pero si no hubieran ejercido su voluntad heroica y soberana, nunca habría amanecido el día 8 para que las Brigadas Internacionales desfilaran por la calle de Atocha, y nunca habrían llegado los refuerzos del día 9, del día 10. Eran panaderos, albañiles, maestros, peluqueros, y este edificio lo sabe, pero él no puede moverse de su sitio, y por eso nunca experimentará el estupor, hecho también de tristeza, y de vergüenza, que sacude por dentro a algunos de sus habitantes en ciertas ciudades tan poco heroicas como París, que se han llenado a sí mismas de placas y monumentos para amplificar su más que modesta, casi simbólica, resistencia al fascismo.
Han pasado setenta años, muy pocos para un edificio, demasiados para las personas que lo habitan. Los justos, ni más ni menos, para los madrileños que, setenta años después, siguen sintiendo en su corazón el orgullo de haber nacido en esta ciudad, que se ganó a pulso el título de "capital de la gloria".
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