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Reportaje:

Historias de aparecidos

Muertos, mortajas, fantasmas y seres queridos que regresan del más allá para recordar promesas incumplidas. Una tía y las hermanas de Pedro Almodóvar hablan de su infancia, de difuntos y velatorios; del fallecimiento de los padres y los ritos funerarios en La Mancha. De todo lo que nutre su nueva película.

Juan José Millás

Raimunda Almodóvar, tía carnal de Pedro Almodóvar, ha asistido a lo largo de sus 80 años de vida a multitud de velatorios y ha ayudado a realizar el tránsito a más de un agonizante. No le importa contarme historias de difuntos a condición de que cambie los nombres de sus protagonistas, para evitar malentendidos con la gente de su pueblo. Encadena un relato con otro y reconstruye a velocidad de vértigo los árboles genealógicos de quienes nombra. A veces resulta imposible seguirla, pero su discurso posee propiedades hipnotizantes incluso cuando no sabes de qué o de quién habla.

"Mi madre", dice ahora, después de haber contado una complicada historia de maquis, "imploró al siervo de Dios, san Antonio, que sus hijos volvieran sanos y salvos. A cambio, ella ofreció vestir de marrón durante toda su vida y ser enterrada con el hábito de san Antonio. Y ese mismo día se buscaron las telas. Vistió de marrón hasta morir, y guardó la mortaja en un cajón, dentro de la cómoda, hasta que le llegó la hora. Yo tenía una prima, Ramona [nombre supuesto], novia de un tal Juan [nombre supuesto]. La madre de Juan murió con una promesa incumplida, la de una misa por las almas del purgatorio. La muerta se le apareció a mi prima. Estaba sacando agua del pozo y la vio sentada en el brocal. Las apariciones se sucedieron a partir de aquel día en distintos lugares. Consultó con los sacerdotes y le aconsejaron que le preguntara quién era, de dónde venía y qué quería. Así lo hizo, y entonces la aparición mostró su cara y dijo que quería una misa. Se hizo la misa y no volvió más. Yo estas cosas no me las creo, pero así sucedieron. A mí no me gusta hablar de fantasmas, sino de visiones. Hace 64 años había en Calzada una niña huérfana, Rafaela [nombre supuesto], a la que criaron los abuelos. Esta niña oía ruidos y veía una sombra. Los vecinos le dijeron que se enfrentara a ella y le preguntara lo mismo: quién era y qué quería. Así lo hizo, y la sombra, que resultó ser su madre, le dijo: 'Quiero que gastes el hábito de santa Rita, porque es una promesa que yo no cumplí' [por gastar hábito se entiende llevarlo hasta que se cae a pedazos]. El hábito de santa Rita es negro, con una correa negra y el escudo de la santa en el lado del corazón. Se lo pusieron siendo niña y no se lo quitaron hasta que se cayó en pedazos. Antes de ponérselo, claro, se bendice el hábito, el cordón y la correa. Todo eso ha sido vivido por mí. Por eso digo a todo el mundo que cumpla sus promesas, para evitar complicaciones a los vivos. Yo no creo que un muerto se pueda aparecer en figura, pero sí en sombra".

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Raimunda Almodóvar y yo vamos en la parte de atrás de un automóvil conducido por Diego, hijo de María Jesús, una de las hermanas de Pedro Almodóvar, que ocupa el lugar del copiloto. Nos dirigimos a Calzada de Calatrava para encontrarnos con Antonia, la hermana mayor. A María Jesús no le gusta hablar de la muerte ni de los difuntos, rechazo que atribuye a un suceso de infancia que la dejó marcada para siempre. Cuenta que un día, al volver de la escuela, se asomó a una ventana que daba a la calle y vio un fantasma. Llegó a casa gritando que había visto un fantasma, y aunque en casa intentaron tranquilizarla asegurándole que no, que era un muerto, no hubo manera.

"Este muerto que dice mi sobrina", aclara Raimunda, "era un pastor que tenía carbunclo. Ella dice que le vio de cuerpo entero porque lo recuerda así, pero por la posición que tenía sólo pudo verle medio cuerpo. El caso es que lo trajeron al pueblo con una fiebre muy alta y murió. En Calzada no tenía a nadie, porque no era de aquí. Entonces yo llamé a un vecino para que me ayudara a prepararlo, pero le dio miedo, así que llamé a un muchacho joven y le pusimos una sábana prendida con alfileres sobre su propia ropa, porque no teníamos otra cosa, y quedó muy bien puesto el pobre hombre. Fue la primera mortaja que yo puse".

A la pregunta de cuántas mortajas habrá puesto a lo largo de su vida, responde ambiguamente: "Después de ésa…, ninguna; nada más que a niños, si muere algún niño. Los niños son gloria: les pones su tuniquita blanca y su coronita y quedan muy bien. También hice la mortaja de mi madre. Al pastor que le decía antes lo pusimos en el suelo de una habitación de la casa de su amo, sobre una sábana. Ahora decimos habitación, pero entonces decíamos alcoba. Las alcobas daban siempre a la calle y los pies del muerto se ponían mirando hacia la ventana. Le pusimos unas lamparitas y le cruzamos sus manecitas así hasta que vino su mujer y se lo llevaron a su tierra. Le pagó el entierro el amo. Ése fue el único hombre que yo vestí. A mí me imponían los muertos, pero era decidida. Si en la habitación donde se coloca el cadáver hay un espejo, se tapa o se le da la vuelta para que no se refleje porque no es bueno. Como la ventana de aquella casa era muy bajita, María Jesús se asomó y le quedó un trauma muy grande".

María Jesús es un poco claustrofóbica y ha dispuesto que la incineren, de lo que su madre (Paquita) no quería ni oír hablar. "¿Que te van a quemar como a los malos? Hija, no digas esas cosas". A Raimunda, sin embargo, no le preocupa la incineración.

-Si eso que se quema, el cuerpo, sólo es materia -asegura-. El alma no te la queman. Es la materia. Yo iba con mi abuelo el primero de noviembre al cementerio. Cada uno cogía un farol, la caja de las coronas y todo eso. Y cuando daban las dos se encendían todas las lamparillas y aquello era precioso y muy natural. Por la noche, la gente acudía atraída por el resplandor que salía del cementerio. Las tumbas se cuidan con naturalidad, como se cuida una casa.

-Yo -interviene María Jesús- tengo asociado el olor de la lejía con el de los muertos.

-Cuando murió mi hermano -continúa Raimunda-, a punto de cumplir los 17, yo tenía 14. Mi madre me tuvo dos años de luto riguroso. El primer año sólo podía salir de casa para ir a misa. A los dos años me hicieron un vestido de medio luto.

-Cuando a mi madre -dice María Jesús- la llevábamos con 80 años a El Corte Inglés para comprarle ropa, siempre decía que de negro no porque se había pasado media vida de negro.

-La gente -dice Raimunda- iba a los velatorios a cumplir. Se decía así, "vamos a cumplir". Los hombres se ponían en la cocina, que era muy grande, y las mujeres, en la habitación del muerto, con los dolientes. Pero por la noche, cuando se marchaban los que habían ido a cumplir, los amigos jóvenes de la familia empezaban a contar chismes o a hacer bromas con alguien que se había quedado dormido y que soñaba en voz alta. Se empezaba así y se terminaba a carcajadas. Estábamos un día en un velatorio, empezaron los jóvenes a hablar y saltó mi tía Justina [nombre supuesto]: "Tres dedos más arriba o tres dedos más abajo, siempre estáis hablando de lo mismo". Pero es que ella era la peor, porque contaba más chismes que nadie. El caso es que el velatorio acababa en juerga. Si el muerto había sido por la mañana, en ese momento se empezaban a matar las gallinas del corral para preparar el caldo. Al mediodía, ya está el cocido preparado con la gallina entera y su jamón. ¿Que moría durante la noche? Pues se ofrecía infusiones de tila y al día siguiente chocolate con churros. Alrededor del muerto siempre había mucha actividad, nunca te dejaban sola. Una amiga mía, no diré su nombre, se quedó dormida durante el velatorio y empezó a decir en sueños: "Que te estés quieto, que no tengo ganas, que ahora no". Si no la despiertan, lo cuenta todo. Muchas veces, los chistes empezaban así, porque alguien se dormía. Mi abuela era una mujer muy recta, pero cuando murió el abuelo, en su velatorio, estaba la pobre así, medio dormida, y empezó la tía Justina con sus cosas. Entonces, la abuela abrió los ojos y dijo: "Ay, hijas mías, tan rápido es el reír como el llorar, así que reíd lo que queráis". Yo no he visto mayores jolgorios que en los velatorios.

Mientras conversamos, el automóvil atraviesa un paisaje helado, yerto, en el que las extremidades de las vides rasgan el velo de bruma que cae sobre la tierra a modo de mortaja. Parecen brazos que lucharan por desenterrarse. Cruzamos Almagro sin tropezar con un alma, como si fuera un decorado. No advertimos, en este territorio fantasma, frontera alguna entre lo quimérico y lo real. Cerca ya de Calzada de Calatrava -el pueblo de los Almodóvar-, las vides alternan con grupos de olivos cuyos troncos se retuercen como si estuvieran sometidos a un fuego helado. La inmensidad del páramo recuerda a veces las grandes extensiones de algunos paisajes latinoamericanos. La ausencia de límites produce vértigo.

La calle donde se encuentra la casa familiar de los Almodóvar está desierta cuando aparcamos el coche. Afuera nos recibe un golpe de frío intenso y afilado, que atraviesa las sucesivas capas de ropa. Nos apresuramos hacia el interior de la vivienda, un espacio más profundo que ancho donde las habitaciones aparecen dispuestas en torno a dos o tres patios de muros altos. En una de las habitaciones del fondo de la casa, al lado de la cocina, encontramos a Antonia Almodóvar, la hermana mayor, que ha llegado antes que nosotros y ha encendido una gran chimenea donde arden dos gruesos maderos de encina.

Mi interés en hablar con Antonia, y en este escenario, no es otro que el de escuchar de su propia voz el relato de la muerte de su padre, que ilustra a la perfección las relaciones de aquellas gentes con el más allá. Esto fue lo que me contó: "A mi padre le habían dado año y medio de vida, y eso fue lo que duró. Durante ese tiempo lo ingresamos tres veces. A la tercera, el médico le dio el alta, tenía metástasis en la pleura. 'Ya voy arreglado', dijo mi padre cuando le dijeron que no hacía falta que volviera. Él vivía entonces con mi madre en Extremadura. Cuando estaba tan mal, ya en septiembre, porque él sabía que se moría, me llamó el viernes y me dijo: 'Antonia, vente, vente, que me quedan unas horas', todo esto bajo los efectos de la morfina, que le tuvo que pedir a un vecino que marcara el teléfono. Y me dice: 'Vente tú, que mamá está muy cansada y hay que preparar las cosas para el viaje'. Yo llegué allí a la una de la madrugada, y allí estaban, sentaditos los dos en el sillón: se pasaban las horas sentados porque él no podía respirar. Yo le corto las uñas y me pregunta si le voy a afeitar; le afeito y me dice: 'Ya va a ser la última vez que me hagas este servicio'. El sábado me dice que llame a tita Cecilia [su hermana] y le pregunte si está la casa del pueblo preparada. Llamo a mi tía y me dice que tiene la habitación preparada para la boda, como cuando él nació, con todas las cosas de la abuela. Mi padre dijo: 'Pues ha llegado la hora; llama a la ambulancia, porque si me muero antes de llegar os va a costar mucho dinero trasladarme'. Lo hicimos todo con mucho sigilo porque allí le querían mucho, y si se enteran de que sale habrían ido todos a despedirle. Aun así, cuando llegó la ambulancia había gente en la puerta para decirle adiós. Yo me senté a su lado, y mi madre, al lado del conductor. Había aquella noche una tormenta tremenda. Él me decía por dónde íbamos pasando. Ahora estamos aquí, ahora aquí… Llegamos a Calzada a la una de la madrugada y estaba mi tía esperando. Le ayudamos a salir de la ambulancia, a entrar en la casa, y nada más cruza el umbral dijo: 'Al fin, ya estoy en mi casa; perdona, hermana, en tu casa'. 'No, en nuestra casa', dijo ella. Curiosamente, nada más atravesar el umbral se le quitaron los dolores, pese a que sólo llevaba un pinchazo de morfina. Al entrar en la habitación dio un suspiro de alivio. Le pusimos el pijama, lo metimos en la cama y fue un relax total".

"El lunes lo pasó así, tranquilo. A las tres de la tarde le dije a mi madre: 'Voy a llamar a mis hermanos porque se va a morir'. Mi madre decía que no, que estaba tranquilo, que para qué molestarlos. Pedro y Agustín llegaron a las nueve de la noche y él se puso muy contento. Se levantó a hacer pis, volvió a meterse en la cama y dijo: 'Que Dios me mande una hora corta, porque ya he visto a mis hijos, ya me puedo morir en paz'. Yo tenía a mis hijos en Madrid y tenía que irme, y él me dijo que no, que si me iba 'no me verás morir'. Murió en la madrugada del martes, a las dos menos cuarto. A María Jesús no la dejé que pasara; pasé yo, le cogí las manos y le dije: 'Papá, papá, papá'. En la última fase llamaba a su madre y miraba a una esquina de la habitación, como si la viera, y decía: 'Madre, espera que ya voy'. Luego me decía a mí: 'Está ahí, esperándome'. Y así dio el último suspiro. Murió en la misma habitación que nació, en la misma cama que nació, totalmente en paz. Mi padre siempre dijo: 'Cuando yo muera no quiero que me toque nadie más que vosotras. Si me tiene que lavar alguien, que vestir alguien, que seáis vosotras'. Entre una prima mía [Remedios] y un tío mío lo levantaron y le pusieron el traje. Yo sólo le pude poner los calcetines porque no podía ponerle otra cosa, era muy corpulento. Lo que no pude fue besarle después de muerto porque cuando era pequeña murió una prima mía y antes de cerrar el ataúd nos dijeron que la besáramos, y yo sentí que ya no era ella, era como el mármol. Y entonces me dije: jamás besaré a un muerto, lo besaré de vivo; porque ese beso no es para él, sino para la muerte. Yo no asumí la muerte de mi padre, cogí una depresión, era muy joven, tenía los niños pequeños. Pedro me llamaba para darme ánimos. Me daba igual morirme o no. Y cuando mi madre, volvió a pasarme igual. Era como si mi padre se hubiera llevado medio corazón y mi madre el otro medio. Mi madre era mi confidente. Si te enseñan de pequeña que la muerte es tan normal como la vida, pues la muerte te parece normal. Mi madre nos llevaba a todos los velatorios; bueno, a mí, a mi hermana no. Cuando mi madre tenía alrededor de 50 años me dijo: 'Vamos a comprar la tela para la mortaja'. Y cuando mi hermana no estaba en casa, yo le probaba el hábito de la mortaja, que era de san Antonio. El cordón y el escudo lo compró mi hermano en la calle Postas. Lo guardamos en una caja, y adonde iba se llevaba su caja con la mortaja. Me decía: 'Si me muero fuera de casa cuida de que todo esté bien y de que vaya con la cabeza cubierta, que soy viuda. Revísame tú de todo porque María Jesús no puede hacerlo. No me pongas ni zapatos ni medias, que así voy más deprisa para allá'. Así que cuando murió en el hospital, yo cogí la caja, se la di a los de la funeraria y les dije cómo debía llevar todo. Cuando llegamos al tanatorio me dice Pedro que no tiene el manto. Se lo habían puesto por aquí debajo. Así que lo dijimos y se lo pusieron bien. Iba como ella quería y tenía una cara de satisfacción muy grande, parecía dormida".

"De los padres, te quedan tantas cosas en la cabeza… Siendo yo moza, mi madre me dijo: 'Mira, hija, si me llega a ocurrir algo, tú y tu hermana tenéis que gastar hábito por una promesa que hice durante la guerra'. Si no se cumplen las promesas, no te vas del todo, te quedas en el entresuelo; así que compré dos hábitos de san Antonio y le dije que desde ese mismo día empezara a gastarlos. Gastó los dos hábitos y cumplió ella misma su promesa. Pedro es el que más se parece a ella. Era muy inteligente, de cualquier cosa se forjaba una historia. Si le pedíamos que nos llevara al cine, nos llevaba a la puerta y reconstruía la historia de la película mirando las fotos de la cartelera".

"¿Y tú", le pregunto, "recuerdas alguna historia de aparecidos?".

"Donde mis abuelos, al subir al entresuelo quedaba un hueco en la escalera, a la derecha. Yo, al subir, siempre veía tres personas en ese hueco: un abuelo sentado con una garrota y otras dos personas. Nunca le dije nada a nadie, pero subía y bajaba corriendo. Eso me pasó de pequeña. Luego pasaron los años, veinte o más, y un día veo a mi abuela con unas fotografías en la mano y le pregunto quiénes son. 'Éste es mi padre', me dijo, y resultó ser el abuelo de la garrota. No pregunté por los otros dos. El padre de mi madre murió con 32 años, en un accidente; mi madre tenía tres años. Después de morir se le aparecía a su cuñado cuando trabajaba en el campo. El cuñado venía muy malo a casa. En el pueblo le dijeron que le preguntara qué quería. Le preguntó y le dijo que había ofrecido al patrón del pueblo una misa y no la había podido decir porque su vida había sido muy corta; que la dijera él, y que luego, después de decirla, quería despedirse de él a la puerta del cementerio, cuando fuera de noche. Lo hicieron todo tal como dijo y jamás se volvió a aparecer".

El término Volver, con el que Almodóvar ha titulado su última película, hace guiños hacia dentro y hacia fuera del filme, hacia la realidad y la ficción. De un lado, nos ilustra sobre la peripecia de una de sus protagonistas; de otro, alude a la vuelta de Carmen Maura y Penélope Cruz, con quienes, por distintas razones, llevaba años sin trabajar. Todos vuelven, en fin, incluido Almodóvar, que regresa de un modo feroz a sus raíces. Ahí están los inquietantes escenarios de su infancia; pero ahí está, sobre todo, la muerte, uno de los asuntos cardinales de esa cultura en la que el trato con el más allá, como hemos visto, forma parte de las ocupaciones cotidianas. El director manchego ha conseguido trasladar magistralmente a Volver la naturalidad con la que se produce esa relación en un mundo en el que los límites entre la vigilia y el sueño -quizá entre la vida y la muerte- no están nada claros.

La hermana de Pedro, Antonia (en una imagen de 1964)
La hermana de Pedro, Antonia (en una imagen de 1964)Álbum familiar / Paola Ardizzoni y Emilio Pereda

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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