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Columna
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Literaturas del exilio sobrepone distintos estímulos. El más valioso es el documental, que reúne las pruebas de un exilio que hizo compatibles el dolor, la nostalgia, el combate y las tardes de hamaca o de partidos de fútbol. De Bartra a Riba pasando por Benguerel o Trabal, se levanta acta de un canon del exiliado culto o intelectual que canalizó, a través de la literatura, una creatividad esclava de la memoria. La parte visual, en cambio, es más confusa. El visitante va de pantalla en pantalla cruzando una cacofonía de testimonios que culmina con la imagen de un hombre buscando la tumba de Trabal. De vez en cuando, detalles lúdico-fetichistas invitan a la discrepancia, como ese punto en el que uno puede ver las terribles imágenes del fondo documental de L'equipe sobre los campos de Argelés mientras suena La mer, de Charles Trenet. Veracruz, Bierville, Santiago, todos los destinos requieren de salvoconductos, pasaportes y un laberinto de documentación que utiliza trenes y barcos para regresar a la España de Franco, como hicieron Joan Oliver o Mercè Rodoreda (está su primer DNI, número 37.651.015, que hoy parece más una ficha policial que un papel legal).

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Una exposición recorre el horror y la gloria del exilio literario catalán

Hay razones para preguntarse si hoy sería posible repetir la fraternidad, la solidaridad y la generosidad de los pocos países de acogida de un grupo de privilegiados que, gracias a su preparación, idealismo y voluntad, nunca creyeron que el exilio fuera a durar. Ese error de apreciación les salvó. Al salir, me tropiezo con una securata. Me sonríe. Le pregunto de dónde es. "De Ecuador", responde. "¿Hace mucho que vive fuera de su país?", le pregunto. "Dos años", me responde. Y el tono que adquiere su mirada, esperanzado y melancólico, es el mismo que el que aparece en las fotografías de una exposición tan opinable en la forma como emocionante en el fondo.

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