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Reportaje:

Atapuerca, siglo XXI

El hombre que más sabe del pasado de Atapuerca -yacimientos cruciales para entender la presencia humana en Europa- describe cómo es hoy la sierra burgalesa. Ésta es una ruta por las tierras que ya pisaron nuestros antepasados hace un millón de años.

Mucha gente me pregunta: "¿Se puede ir a Atapuerca?". "Claro", les respondo, "es un lugar público, declarado patrimonio mundial y perfectamente accesible por carretera desde Burgos. Y además vale la pena. Hay que ir, sin ninguna duda".

A menudo pienso que se habrá acercado mucha gente hasta el lugar por sugerencia mía, y que más personas lo harán en el futuro. A estas últimas me gustaría ayudarles a preparar el viaje con unas pocas líneas que les sirvan de introducción y de guía a la sierra de Atapuerca y sus alrededores.

Los yacimientos se encuentran en el interior de cuevas, pero los hombres prehistóricos vivían al aire libre. Cuando andamos sobre la caliza de la montaña estamos pisando por donde ellos lo hicieron durante más de un millón de años. Por eso prefiero decir que la sierra es el yacimiento, y cuando acompaño a un grupo dedico más tiempo a disfrutar del exterior, de la superficie, que a enseñar los depósitos fosilíferos.

En el itinerario que propongo por la sierra de Atapuerca utilizaremos los caminos públicos, a fin de no causar daño alguno al medio, y lo haremos casi todo a pie, que es la mejor forma de ver y entender el paisaje. Una visita concebida así, como una experiencia, nos llevaría el día entero, aunque podemos hacer sólo una parte si estamos más escasos de tiempo. Lo que puedo asegurarles es que no les decepcionará.

Ha aparecido ya la palabra paisaje, y ahora añadiré que está formado por capas superpuestas, como si fuera un texto en el que se ha escrito en diferentes épocas. Podemos partir del mapa físico del terreno, con las rocas, los ríos y el relieve, y superponerle hojas transparentes de papel con la vegetación natural; los usos agrícolas, ganaderos, mineros e industriales; los pueblos, los caminos, las carreteras, los trenes, etcétera. La última hoja sería la de los nombres de los sitios, porque los topónimos también son una parte, inmaterial pero muy importante, del territorio, y proporcionan información de todo tipo.

Arrancamos a andar, sin perder más tiempo, desde el pueblo de Ibeas de Juarros, que está en la carretera nacional de Burgos a Logroño. No quiero pasar por alto el nombre de la población, porque también nos dice algo. Ibeas puede proceder de la palabra vasca ibaia, el río, y desde luego Juarros no tiene nada que ver con los cerdos. La voz juarro se usaba en la Edad Media en Castilla para designar al olmo, y su origen puede estar en el nombre vasco de esa clase de árbol. Tales topónimos nos hablan de que esta tierra fue frontera en la repoblación, desde el norte, de la cuenca del Duero durante la Reconquista.

Subimos por un camino recto de concentración parcelaria, al encuentro de la sierra. En seguida, a la derecha, nos llama la atención una mancha de robles centenarios que nos invita a disfrutar de la sombra de sus copas y de la blandura de su suelo. Son robles rebollos, o melojos, que forman una dehesa dividida por cercas de piedra semiderruidas. Este bosque aclarado se llama Los Corrales, porque allí pasaba la noche el ganado mayor en los meses buenos. Los bosques de rebollos llegaban en tiempos remotos hasta las calizas de la sierra, pero fueron poco a poco eliminados por la agricultura y la ganadería. Éste es un proceso antiguo en la sierra, que se remonta al Neolítico, hace unos cuantos miles de años. Los cultivos cerealistas del entorno de la sierra también está protegidos, porque son parte de nuestra prehistoria.

Si nos fijamos en el suelo de los campos de trigo y de cebada, veremos que abundan los cantos gruesos. ¿Qué hacen allí? En un pasado remoto fueron la glera, la llanura de inundación, del Arlanzón. Este río fue ahondando su cauce y alejándose de la sierra, y hoy corre más allá de la carretera. Pero si le seguimos la pista a los guijarros veremos que hace mucho tiempo el río fluía pegado a la caliza. Estas terrazas, como se llama en geología a los depósitos fluviales escalonados, forman otra capa importante del paisaje de Atapuerca. Por cierto, los cantos son de cuarcita, y con ellos confeccionaban la mayoría de sus instrumentos los antiguos pobladores de la sierra. Otras veces usaban el pedernal, más escaso.

Si mantenemos los ojos bien abiertos, podemos también descubrir interesantes plantas y aves en Los Corrales y en los campos de cereal. Los gamones, por ejemplo, son unas varas bastante altas y muy bonitas que crecen entre los rebollos, y echan sus flores blancas en mayo. Los aguiluchos sobrevuelan a baja altura los trigos y las cebadas, y hacen su nido entre sus cañas. Son los aguiluchos unos formidables veleros que se dejan mecer por el viento como grises cometas.

El camino de concentración parcelaria llega hasta un cruce y luego tuerce a la derecha, y por ahí debemos seguir nosotros. Se llega así a un punto llamado El Alto del Caballo, que ofrece una espléndida vista de todo el territorio. Para que no se pierdan, sírvanse como referencia de una acumulación de piedras en forma de pequeña pirámide en medio de un campo de labor.

Desde el Alto se puede ver de cerca la sierra de Atapuerca, toda cubierta de monte. Los árboles son encinas y quejigos. No crecen los rebollos sobre ella, porque la caliza del suelo no les es propicia, ya que da un suelo seco y básico que no les conviene nada. A las encinas las conocemos bien, pero los quejigos son menos famosos. En realidad se parecen mucho a las carrascas en el verano, aunque la copa de los quejigos es más clara; pero en el otoño las hojas de los quejigos se marchitan, sin llegar a desprenderse todas, mientras que la encina no cambia de color. Además, en las ramas de los quejigos hay agallas, unas bolas que forman para protegerse de la larva parásita de un insecto. En ambos caracteres, agallas y hojas que se vuelven pardas sin caerse, los quejigos se parecen a los rebollos. El matorral predominante en la sierra es la aulaga, que se llena de pinceladas amarillas cuando la sierra se viste de primavera en mayo. Algo más tarde se adornan de blanco los majuelos y de rosa los escaramujos, y la madreselva trepadora abre sus largas flores entre las ramas de árboles y arbustos.

El Alto (1.009 metros) es el punto dominante de un gran lomazo que se extiende hacia el oeste, o sea, hacia Burgos. Entre ese lomazo y la sierra de Atapuerca hay una amplia vaguada, que es la del pequeño río Pico, un afluente del Arlanzón. Al final de la vallonada vemos el caserío de Cardeñuela de Riopico. Los campos labrados de la cabecera del Pico reciben el bonito nombre de Valhondo.

La sierra de Atapuerca se encuentra en la esquina norte y este de la meseta castellana. La meseta es un altiplano que se formó al rellenarse de sedimento la gran cubeta que hoy es la cuenca del Duero. Los materiales blandos que la colmataron procedían de las montañas circundantes, que son la Cordillera Cantábrica, al norte; el Sistema Ibérico, al este; el Sistema Central, al sur, y los Montes de León, al oeste. Luego, el Duero y sus afluentes, como el Arlanzón, empezaron a excavar sus cauces, cada vez más profundos.

Mirando desde el Alto en todas las direcciones, podemos reconstruir fácilmente esa historia geológica. Al noroeste, en la lejanía, los días claros de invierno, con su aire transparente y frío, permiten ver las montañas cantábricas. Al este se impone la mole del pico de San Millán, con 2.132 metros, que pertenece a la sierra de la Demanda, que a su vez es parte del Sistema Ibérico. En la última edad del hielo había pequeños glaciares en las cumbres de la Demanda. Y hacia el sur y el oeste, el horizonte, la línea del cielo como dicen los ingleses, es la interminable meseta castellana. Las rocas de la sierra de Atapuerca son calizas marinas del Cretácico, que es el tercer y último periodo del Mesozoico o era secundaria, la edad de los grandes reptiles. Pero la sierra se plegó y emergió en la siguiente era, la de los mamíferos o Cenozoico. Luego, la colmatación de la cuenca del Duero casi la cubrió por completo, y la formación de la red hidrográfica actual la exhumó. Las terrazas fluviales pertenecen a esta última etapa, que es la del Cuaternario.

Desde el Alto la pista de concentración parcelaria baja hasta un camino más estrecho, por donde circulaba un ferrocarril minero hace tiempo abandonado. Este tren se construyó en los años del cambio del siglo XIX al XX, y estaba pensado que transportara mineral desde la sierra de la Demanda hasta Villafría, en Burgos, aunque prácticamente nunca funcionó. Hoy día está felizmente recuperado como vía verde, y merece la pena remontarlo, a pie o en bici, hasta su cabecera. Esa es otra gran experiencia y alargaría la estancia en la zona a dos días.

La vía del ferrocarril salva por un puente de un solo ojo un vallejo que queda inmediatamente a la derecha del cruce donde la pista de la concentración corta el trazado del tren abandonado. Al otro lado del puente desemboca otra pista de la concentración parcelaria en la antigua vía. Esta segunda pista viene desde la carretera de Burgos a Logroño, pasado un poco el pueblo de Ibeas de Juarros, y es por donde suelen subir a los yacimientos los autobuses que llevan a las visitas guiadas desde los pueblos de Ibeas y de Atapuerca. Recordemos que no se puede acceder a los yacimientos en vehículo particular, y que la ruta que proponemos es para el viajero sosegado que se desplaza a pie, no para el turista apresurado que quiere llegar cuanto antes. Muy cerca de este cruce se puede ver un magnífico ejemplar de rebollo que ha conseguido sobrevivir a las últimas talas. Lo llamamos cariñosamente El Viejo Roble.

La vía del tren nos lleva, en dirección a Burgos, a los yacimientos llamados de la Trinchera. Se corta primero la loma del Alto por una gran zanja de paredes blandas, y se sale a un aparcamiento desde el que se domina la cabecera del río Pico, es decir, Valhondo. Más allá empieza la Trinchera de paredes de roca caliza por la que entran los que llegan con una visita organizada. Los que van por libre pueden observar los yacimientos desde unos espléndidos miradores que pasan sobre la Trinchera por su lado izquierdo.

La primera cavidad que se encuentra el visitante se llama Cueva Peluda, y no se excava. La siguiente es la Sima del Elefante, y en sus niveles inferiores se han encontrado utensilios producidos por humanos hace más de un millón de años. Más tarde, la Trinchera se ensancha porque fue cantera de caliza. A la derecha hay un yacimiento conocido como la Galería, que se continúa hacia adentro en una covacha llamada de los Zarpazos. Aquí los humanos de hace 400.000 a 300.000 años consumieron los cadáveres de los animales que se cayeron por una sima, que queda a la derecha y se ve bien, aunque está rellena de sedimento. También han aparecido dos restos humanos.

Pero la reina de la Trinchera es la Gran Dolina, que es el último yacimiento. Los fósiles de Homo antecessor, los humanos más antiguos de Europa, se están recuperando a media altura en la sección del yacimiento que está a la vista. Unos caníbales se comieron al menos a seis semejantes precisamente en la boca de una cueva por donde 800.000 años después habría de pasar un ferrocarril de nula rentabilidad y disparatado trazado.

Para acceder a la Trinchera hemos dejado atrás el puente sobre el vallejo, y ahora debemos volver a él para seguir nuestra ruta. Por el lado derecho del vallejo, según lo estamos mirando desde el puente, pasa una trocha que lleva hasta lo alto de la sierra y más allá. Es el Camino de la Lana o de los Arrieros, y es la vía más histórica de la sierra. Aunque hoy no lo use casi nadie, los vecinos de Atapuerca lo recorrían hace no tanto con sus carretas de bueyes para llevar el grano a un molino situado aguas arriba de Ibeas de Juarros.

A media ladera desde el Camino de la Lana se distingue, al otro lado del vallejo, una especie de rellano en la propia caliza de la sierra. Merece la pena cruzar porque la vista que se ofrece desde ese mirador natural es magnífica, ya que da tanto al gran valle del Arlanzón como al del pequeño del Pico. En la época de los primeros pobladores, los de la Sima del Elefante, la vaguada de Valhondo casi no existiría, y sería muy poco profunda en los tiempos del Homo antecessor. El relieve que conocieron los humanos que visitaron la Galería y los de los niveles altos de los yacimientos de la Gran Dolina y de la Sima del Elefante, sería, en cambio, parecido al actual y se asomarían desde la entrada de sus cuevas a la vallonada del Pico.

Una grieta en el rellano de roca conduce, en rampa descendente, a la entrada de la Cueva Mayor, que no se visita. Al otro lado de la verja que la cierra se encuentra el yacimiento del Portalón, con importantes ocupaciones de la prehistoria reciente, neolíticas, calcolíticas y de la edad del Bronce. A la derecha del Portalón sale la Galería del Sílex, descubierta intacta, con magníficas pinturas y grabados de esas épocas. A la izquierda del Portalón empieza un camino que, casi un kilómetro después, termina en la Sima de los Huesos, el mayor yacimiento de fósiles humanos de la historia, con los restos de una treintena de esqueletos de hace 400.000 años. En este caso, los cuerpos no fueron comidos por caníbales, sino depositados por otros humanos en lo que tenemos por la primera práctica funeraria conocida.

El Camino de la Lana nos lleva, siempre a pie, hasta la Rasa, el techo erosionado y plano de la sierra. Con frecuencia nos hemos tropezado con corzos y jabalíes en estos parajes. El alto de San Vicente (1.082 metros), donde hay un vértice geodésico, nos ofrece una espléndida panorámica de la otra vertiente, la del río Vena. Vemos los pueblos de Atapuerca, a la izquierda, y Agés, a la derecha, conectados por una carretera. Entre ambos, pero al fondo, se ven las casas de Fresno de Rodilla, situado en un alto. Hacia el este se distinguen los montes de Oca, cubiertos de rebollos. El Camino de la Lana sigue por la Rasa hasta juntarse con una cañada que viene de Valhondo, pasando más allá de la Trinchera. Por esta cañada iban las ovejas trashumantes y también las carretas de bueyes de Atapuerca cuando se dirigían al pueblo de Ibeas, y no al molino.

El sendero tradicional no pasa por el pueblo de Atapuerca, sino que sigue recto hasta Fresno de Rodilla. Pero antes de llegar a la carretera que une Atapuerca con Agés queda un campo, a mano derecha, conocido como Piedrahita. Hay allí una gran piedra hincada, como un menhir, en el que una inscripción recuerda que se dio una batalla en el año 1054 entre dos reyes hermanos, el de Castilla y el del Navarra, y que este último murió en el campo. El que quiera rendir homenaje a don García, el rey navarro, tiene que desplazarse hasta la iglesia de Santa María de Nájera, en La Rioja, donde está su sepulcro, aunque los vecinos de Agés sostienen que yace en su sencilla y encantadora iglesia. No está de más pasearse por este pueblo que conserva buenos ejemplos de arquitectura popular con casas de entramado de vigas de roble y de tapial y yeso.

Más allá de la carretera, el camino deja a mano izquierda un dolmen neolítico, al que puede uno asomarse, pero en el que no se puede entrar. Las puestas de sol en verano son de una gran paz y belleza en Piedrahita y junto al dolmen.

El sendero sigue hacia Fresno de Rodilla, desde donde se goza de magníficas vistas sobre la sierra, pero ya podemos permitir que nos recojan en coche. Es posible que hayamos venido caminando por una antigua vía romana subsidiaria, como piensan algunos, que comunicaría la comarca de Lara con la ciudad romana de Tritium Autrigona, cerca del pueblo de Monasterio de Rodilla.

Antes de la concentración parcelaria, el Camino de la Lana salía a la carretera de Logroño al final del pueblo de Ibeas, donde están unas naves industriales. Allí se puede ver la llamada Cruz de Canto, que hace mucha ilusión a los aficionados al esoterismo, porque tiene la forma de la letra griega tau. Dicen los vecinos de Ibeas que la Cruz de Canto fue mojón entre Castilla y Navarra, y podría ser verdad. La sierra ha sido siempre frontera, incluso desde antes de los romanos, cuando limitaban por aquí los territorios de turmogos y autrigones.

Pero, además de frontera, la sierra ha sido también camino, y esa es la última capa que podemos añadir al mapa de Atapuerca, porque el Camino de Santiago también la cruza. Originalmente, tras pasar los montes de Oca, el camino jacobeo seguía el curso del Arlanzón hacia Burgos, pasando por Ibeas de Juarros. Pero el cruce de los montes de Oca era peligroso por los bandidos que los infestaban, y San Juan de Ortega decidió construir un albergue en pleno bosque. Desde luego, hay que acercarse también hasta allí, y la verdad es que aquellos espesares todavía imponen. La iglesia es muy bonita y tiene dos capiteles francamente interesantes. Uno resume la vida de la Virgen María y tiene la particularidad de que la luz incide sobre su efigie en los equinoccios. El otro capitel es menos conocido, pero a mí me apasiona. Trata del combate entre el gigante Ferragut, paladín del islam, y el mítico Roldán, el campeón de la cristiandad.

¿Qué pasó?, ¿quién ganó? Bueno, me temo que no todo cabe en este artículo. Hay demasiada historia, demasiada naturaleza, demasiada belleza en la sierra de Atapuerca como para apresarlas en una jaula de papel.

Juan Luis Arsuaga publica la próxima semana su nuevo libro, 'El mundo de Atapuerca' (Plaza & Janés), en colaboración con Milagros Algaba y Alfonso Esquivel, y con dibujos de Fernando Fueyo.

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