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DESAPARECE UN SABIO DE LA LENGUA
Columna
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La mirada del hombre

Juan Cruz

Un día de abril de 2003, cuando iba a cumplir 80 años, le fuimos a ver para que hablara de su vida en una entrevista que luego publicaría El País Semanal. Él aceptaba todas las citas, si éstas eran placenteras, pero se mostraba muy renuente cuando le pedías que se pusiera serio ante un auditorio o ante un micrófono; su vida le importaba poco, contarla era para él un sacrificio enorme. Y, además, ya no tenía salud ni para hablar. De hecho, la enfermedad que le fue postrando le afectó no sólo a la movilidad, sino a la voz, y al ánimo, sobre todo al ánimo. Su doloroso camino hacia la silla de ruedas fue para él un calvario que le llenó de rabia, de rabia verdadera: lo decía, "este cuerpo mío ya no sirve para nada".

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Pero, aun así, herido del cuerpo, de la voz y del alma, siguió atento, como bien saben los que hasta hace nada le leyeron en EL PAÍS su genial Dardo en la palabra. ¿Cómo conservó ese humor? Tenía un sistema: no creerse nada, y alguna vez no se creía ni su propio sufrimiento, que era evidente, tangible, estaba ahí. De modo que se encerraba consigo mismo, y con su radio, anotaba los disparates que oía -muchos le mandaban también colecciones de disparates- y luego buscaba el ángulo común que tenían esos asuntos que eran dardos venenosos contra el idioma que amó. Así nacían sus artículos: nunca escribió, y eso puede servir para asunto de tesis doctoral, como si fuera un profesor sino como un oyente, alguien que descubría con los otros la esencia de sus artículos. Escuchaba para sorprenderse, y de hecho las únicas sorpresas que se permitió en la vida -cuando ya no creía sino en la sorpresa final que le dieran el tiempo y el cuerpo- eran la escritura de esos textos que fueron también su relación con la vida, con las noticias, los comentarios, el rumor de las palabras...

Con ese humor del descreído, pues, nos permitió visitarle muchas veces para hablar de libros y de historias, y fuimos con él a restaurantes donde degustaba con indecible felicidad manjares que él repetía. Cuando al fin le pedimos también que nos diera una entrevista, lo hizo a regañadientes y finalmente aceptó sentarse en la mesa de cristal del salón grande de su casa. De hecho, esa propia disposición de su sitio en el salón es una crónica del desarrollo de sus sucesivos problemas de salud: al principio recibía sentado en los butacones más alejados de la gran estancia, y ya al final alternaba esa mesa mucho más cercana a su cuarto... El esfuerzo de caminar se le hizo insuperable... Cuando ya finalmente nos abrió la posibilidad de aquella conversación, le fuimos a ver a mediodía y él se acercó a la sala con la cara pálida, el dolor en el rostro; no pudo decir ni una sola palabra, y ese semblante suyo fue como el atisbo de una dramática despedida. Hablamos otro día, pero aquella visión marcó ya la percepción que el periodista tuvo de aquel hombre hondamente dolorido por la herida que ya ayer cumplió el terrible presagio de la muerte.

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