Algunas alegrías
Seguro que Almodóvar recordará especialmente esta ceremonia, este Oscar, y las caras que ponían las estrellas del cine mientras escuchaban sus palabras de agradecimiento y de alegato en contra de la guerra. Las buenas noticias se recuerdan más nítidamente cuando algo ajeno y brutal se cruza en el camino. Vimos a Almodóvar más tranquilo que la vez anterior (también sería la experiencia), menos obligado a aprovechar esos pocos minutos para ser cómico, y eso fue a favor de su discurso, que sonó rotundo y sereno, aunque luego dijera que lo había moderado por la tensión que se respiraba. Pero no hay que restarle alegría a la alegría: el que Pedro optara por dos oscars este año era uno de los alicientes que para los españoles tenía la ceremonia. El segundo aliciente, el trágico segundo aliciente, era la guerra. Dicen que la ceremonia de ayer fue sosa: ni alfombra roja, ni demasiadas payasadas. Más bien diría que fue tensa. Tan tensa, que el espectador que la seguía al otro lado del océano podía percibirlo. Y es que la realidad emerge, por mucho que se quiera ocultar, por mucho que se controle la realización y que no viéramos casi nunca las reacciones del público (parecía realizada por TVE). Steve Martin lo dijo en uno de sus chistes: "Los actores, qué son los actores...: unos son demócratas y otros...". El público se echó a reír y lo interrumpió con aplausos, porque aunque los conceptos ideológicos sean muy distintos en Estados Unidos que aquí, los actores, en su mayoría, los actores siempre han estado más cerca de los presidentes demócratas y han temido como a un nublado -tienen razones poderosas- el reaccionarismo republicano. Ellos tienen más razones para sentir miedo a la autoridad, pero, además, poseen un sentido casi religioso de la disciplina, y se palpaba en el ambiente que salirse del guión era una falta terrible de disciplina, y a eso hay que sumarle que son patriotas, aunque sean progresistas, y no les resulta fácil echar piedras contra su propio país en presencia de medio mundo. Pero hubo momentos memorables que quedarán en nuestra memoria: las palabras de Gael García Bernal, que con un temple y una sutileza increíbles dijo lo que tenía que decir en contra de la guerra; las palabras de Adrien Brody, al que ya admirábamos por Las flores de Harrison y del que quedamos enamorados después de El pianista. Brody enlazó la emoción de recibir el Oscar por haber interpretado a ese pianista testigo de la barbarie con esa otra barbarie que está sucediendo ahora mismo; y las palabras del mismo Almodóvar, que expresaron lo que otros no se atrevieron a decir. Es muy difícil imaginar lo que uno hubiera hecho en una gala tan controlada. Los americanos son espontáneos cuando les dejan, pero a la hora del cumplimiento de las normas, las obedecen implacablemente. Por eso, hay que pensar que lo poco que pudo decirse ha sido muy importante y hay que resaltar aquello que a uno le produjo alegría, ya digo: el Oscar de Almodóvar, la belleza de Leonor Watling, los oscars para El pianista, que era, sin duda, el competidor del que Almodóvar podía sentirse más orgulloso (está bien que no le dieran un premio de consolación a Scorsese, él está en edad de hacer todavía grandes películas). El Oscar a la nariz de Nicole Kidman y a la más inmensa que nunca Catherine Z. Jones. Se nos quedaron en el tintero Las horas y la insuperable Julianne Moore. Pero los premios siempre son injustos. La sensación esencial que dejó esta ceremonia es de que los artistas estaban incómodos, y a mí me pareció bien que lo estuvieran. Es un reflejo de cómo estamos todos. Asustados y hasta las narices.
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