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50º FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN
Columna
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Altibajos

La jornada de ayer en el concurso fue completa, pues abarcó todas las calidades y trajo cine bueno, cine regular y cine malo. El bueno llegó de Rusia, lo que es una sorpresa, pues de allí nos nos llegaba cine verdaderamente bueno desde aquella maravilla de El ladrón, de Pavel Chujrai, hace ya unos cuantos años. Y lo cierto es que se echa de menos el viejo goteo de excelentes películas procedentes de las solventes tradiciones de filmación de la Mosfilm y la Lenfilm, los dos principales focos, hoy apagados, de producción de cine ruso en la etapa soviética.

El amante es una inteligente y singular película dirigida por Valeri Todorovski, que relata con tono apacible, sin caer en el dramón, una durísima historia de desamor y locura. Una bella mujer de 37 años cae un día abatida por un infarto, mientras prepara la comida de su marido, profesor de un instituto de Moscú. Éste, desolado, encuentra entre los papeles de su mujer muerta pruebas de que se entendía desde hace quince años con otro hombre y su dolor se tuerce y retuerce con un brote de rencor y de loca curiosidad por conocer al amante de su esposa. Lo conoce enseguida y de la relación entre los dos hombres, el hijo de no se sabe quién de ellos, las suegras y una pariente mística, Valeri Todorovski deduce un febril e intenso -doloroso, tristísimo, pero pletórico de humor negro y de sabiduría en la construcción de los personajes- relato que recuerda a veces a una obra capital de Fedor Dostoievski, El eterno marido, y a algunos cuentos con presagio de futuro realismo sucio de Anton Chejov. Así de rico y denso es este excelente filme, admirablemente escrito, filmado e intepretado, sobre todo por un Oleg Yankovski eminente, que hace prodigios de precisión y de sutileza en su composición del profesor viudo.

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El cine regular, sólo pasable, aunque sin duda se ve bien, llegó en un filme bonito, amable, tierno y con algunas gotas de buen candor, titulado Whale Rider, primera película de la joven neozelandesa Niki Caro, que sin duda se las arregla bien detrás de una cámara y da la impresión de que habla de cosas que conoce. Es la historia de uno de los reductos en Nueva Zelanda de pobladores aborígenes, un pueblo orgulloso de su independencia y sus orígenes, que lucha hoy por conservar su identidad histórica y cultural. De esta madeja saca sus hilos Whale Rider, a través del relato de un bello mito mesiánico con sabor metafórico, en el que un viejo jefe tribal rechaza a su nieta -encerrado erre que erre en su convicción de la superioridad del varón- como posible portadora de la identidad ancestral, hasta que la niña se revela como la verdadera depositaria del sagrado mandato.

Y el cine malo llegó en la sesión de lujo, que el festival destinó a celebrar la presencia aquí de la gran actriz francesa Isabelle Huppert, que hace a ratos digerible a la sosa e intragable La vida prometida, dirigida por Olivier Dahan. La actriz saca genio en algunas leves escenas de su largo recital -pues está casi permanente en pantalla-, pero el filme es irremediablemente confuso y blandengue y no hay manera de saber qué cuenta realmente, por claro que esté que es la historia, en tosco discurso de road movie, de una puta y su hija adolescente, que se ven involucradas en un crimen y salen huyendo de Niza hacia algún lugar del norte de Francia.

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