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CRÓNICAS
Columna
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La hermosura de las calles

Juan Cruz

Había, en el artículo sobre Argentina que Mario Vargas Llosa publicó el último lunes en EL PAÍS, una referencia melancólica e íntima sobre Buenos Aires. 'La primera vez que fui a Buenos Aires', escribía el autor de La verdad de las mentiras, 'a mediados de los años sesenta, descubrí que en esa bellísima ciudad había más teatros que en París, y que sus librerías eran las más codiciables y estimulantes que yo había visto nunca'. Desde entonces, decía Vargas, Buenos Aires se le quedó en el corazón.

Como a tantos. Vivir desde lejos esa dramática historia que retransmiten los telediarios y que cuentan las crónicas de los periódicos produce una indescriptible congoja, como si un punzón dañino estuviera ahondando un drama en la piel propia. Y es que es la piel propia: esa ciudad ha sido sitio de reunión del mundo, y allí han estado todos los que alguna vez no tuvieron sitio, esos españoles del exilio y el destierro que allí siguieron haciendo una cultura que no pudo interrumpir la bota del fascismo.

La ciudad de todos. Buenos Aires no sólo es la capital de Argentina (y es Argentina entera la que se duele, 'ese desperdiciado país' que lamenta Vargas Llosa), sino que es también, para los que la hemos visitado y para los que la soñamos, la ciudad en la que conviven la literatura y la vida como si fueran una sola cosa, una memoria única, una metáfora de ciudad en la historia de América Latina y del mundo.

Buenos Aires es esa librería múltiple de la que habla el novelista peruano, y asimismo es la ciudad libre y extraña que Julio Cortázar abandona en Los premios o la ciudad que cantan Falú o Isela. La ciudad que jamás duerme y que jamás deja de vivir, la ciudad que se lee a sí misma y la ciudad cuyo silencio es el ruido de los bandeones que ya forman parte del aire. Es una ciudad que se recuerda a sí misma, nadie que la haya visitado la puede olvidar jamás.

Y es, cómo no, la hermosa ciudad en la que Borges se hizo sitio para que el mundo se llamara Buenos Aires; en ese libro delicioso y melancólico en el que se recogen los comentarios íntimos de Adolfo Bioy Casares, este gran amigo del enorme ciego bonaerense cuenta que Borges en realidad nunca quiso irse de Buenos Aires, y, sin embargo, cuánto viaje (literario, sobre todo) hay en su vida. Juan Rulfo se encontró una vez en Madrid, de espaldas, al autor de Fervor de Buenos Aires, y alguien le dijo: '¿No le quiere saludar?' '¿A ese hombre? ¡Si nunca debió haber salido de Buenos Aires!'. Estuvo en todas partes, pero sólo estuvo en Buenos Aires, recorriendo calles de un alma irrepetible que no había en ningún otro sitio del mundo.

Las ciudades son sus olores y sus noches, y las ciudades son sobre todo la memoria que se tiene de ellas en la lejanía. Y ahí está ese ruido incesante de las conversaciones y los tangos, los jóvenes sudorosos que bailan hasta el amanecer por el apreciable valor de estar en compañía, en los cafetines y en las terrazas. Y están esos rumores festivos de las noches, las altas noches, en las librerías más nutridas del universo en el que nosotros hablamos español.

Imaginar ahora, desde esta lejanía, esa hermosura truncada de las calles y los bares, saber que se vacían los teatros y las librerías, trae no sólo a la evidencia, sino también a la melancolía y a la rabia ('ese desperdiciado país'), los versos premonitorios, como todos los buenos versos, de Borges, ese gran habitante del mundo que significa Buenos Aires. Dice Borges: 'Nadie vio la hermosura de las calles / hasta que pavoroso en clamor / se derrumbó el cielo verdoso / en abatimiento de agua y de sombra'. Y dice Borges: 'A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / la juzgo tan eterna como el agua y el aire'. Tan eterna como el agua, y ahora como el agua resbaladiza e incesante pero triste. Renacerá, volveremos a ver la hermosura de las calles, el ruido incesante de las librerías. Buenos Aires.

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