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Columna
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La mosca y la mandarina

Vicente Molina Foix

Mientras una termina, hay otra guerra norteamericana en marcha de la que apenas se oye hablar en la calle. El enemigo es pequeño y valenciano: una mosca que está en la fruta y los inspectores fitopatológicos (la palabra no me la invento) dicen haber visto en ciertos cargamentos de clementinas llegados por barco a Estados Unidos. El enemigo, como luego se verá, somos nosotros. Los otros.

Para un profano, la guerra de los cítricos es tan confusa y reincidente como en el siglo XIX lo fueron las guerras carlistas. Yo soy un profano en ambas, pero me gusta comer mandarinas, que a veces tomo exprimidas. Un día, en unas páginas económicas que no suelo leer de un periódico valenciano que leo a diario, me llamó la atención un titular, y seguí leyendo. Hasta hoy. Sigo ignorante en la materia cítrica intrínseca, aunque me interesa esta guerra menor que los americanos también quieren ganar. ¿Ganarnos?

La batalla empezó el pasado 30 de noviembre,cuando un fitopatólogo de allí denuncia la existencia de una larva viva de mosca dentro de una caja llegada en un buque de nombre extranjero. El Departamento de Agricultura de Washington, celoso de proteger sanitariamente al consumidor norteamericano, tan expuesto últimamente a bacterias sin denominación de origen, paraliza de inmediato el cargamento en cuestión y ordena un bloqueo de todas las importaciones de esta fruta. Los exportadores valencianos niegan la veracidad de la acusación y protestan, el bloqueo es levantado un día y reinstaurado al siguiente, los Gobiernos de Aznar y Zaplana ponen paños calientes que inflaman más a los agricultores, salidos a la calle en ruidosa manifestación. La guerra continúa sin grandes bombardeos (ni siquiera mediáticos) pero con cuantiosas víctimas entre la población civil del campo valenciano.

¿Hay larva o no hay larva? Si se me permite la broma en este asunto tan serio, quienes están mosca son los labradores y comerciantes naranjeros, que sostienen, con un arsenal de datos muy convincentes, que la medida de supuesto proteccionismo sanitario esconde una burda y desleal treta de patriotismo económico norteamericano. Hace al menos dos años que los lobbies citrícolas de California y Florida tratan de desplazar del mercado local a las pequeñas y exquisitas clementinas españolas, exigiéndoles un diámetro que sólo las híbridas tangerinas autóctonas, de peor sabor, alcanzan. La lupa aplicada ahora a las cajas de importación (donde es imposible, dicen los valencianos, que tres semanas después de su recolección siga viva una larva sometida en el viaje a temperaturas de un grado) sería otra forma de acoso a un producto foráneo que, en igualdad de condiciones, el comprador de los Estados Unidos prefiere.

Hasta aquí, la naranja. Ahora, la mecánica que propongo en defensa propia. Hagamos lo mismo.Mi salud lleva un tiempo resentida de ver películas norteamericanas libremente exportadas a España y cargadas -eso lo supe después de consumirlas- de miasmas, bacilos, toxinas y meningococos que me tienen comido... bueno, todo, cabeza y extremidades. Creo que en el sector del libro se da igualmente la infiltración de gato USA por liebre, de mosca cojonera por ave fénix, pero limitémonos hoy al sector popular del cine. ¿No sería hora de establecer en nuestro territorio una inspección filmopatológica que vigilara la sanidad del producto proyectado? También los intangibles, como las hortalizas y los invertebrados, tienen ideología, algo que nos aclara en uno de sus más famosos y enigmáticos parlamentos el príncipe Hamlet, después de matar por error a Polonio: 'Una asamblea de gusanos políticos va detrás de él'. Una asamblea de fitopatólogos yanquis muy politizados pone en cuarentena nuestras humildes larvas mientras nos atiborra de bacterias suyas para que su rey pueda campar a gusto por las tripas del mendigo, parafraseando a Hamlet.

Somos pobres, pequeños y sabrosos, tanto en la mandarina como en el cine. Protejámonos de los superdiámetros y de las grandes producciones infectas; de los vistosos frutos agusanados, de los reptiles voraces y de algún que otro dinosaurio. Y eso sí que será un buen patriotismo constitucional.

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