Economía criminal y terror
Con gran clarividencia los economistas Couvrat y Fless -El rostro oculto de la economía mundial, Hatier 1989- nos anunciaron hace 12 años que la aparición de un nuevo ámbito económico -la economía criminal- sería plenamente operativo en el siglo XXI. Y, efectivamente, en él estamos. La transformación de la delincuencia económica y profesional, analizada tempranamente por William Bonger -Criminalidad y condiciones económicas, 1905- y por Edwin Sutherland -El crimen de cuello blanco, 1937 y 1949-, en un macrouniverso de importancia decisiva, responde a diversos factores.
En primer lugar la intensificación de la criminalidad organizada y la interacción entre sus diversos sectores y modalidades -narcotráfico, comercio de armas, terrorismo, extorsión de fondos, tráfico de personas y de órganos humanos, corrupción política y económica etcétera- con el consiguiente aumento del volumen dinerario que representan.
Según el FMI, las transacciones anuales a que dicho volumen daba lugar oscilaban ya en 1993 en torno del billón de dólares, su crecimiento ha sido superior al 20% anual y, de acuerdo con los datos del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), hoy se acercan al 5% del PIB mundial. Carecemos de datos sobre la intervención de esta masa financiera en las especulaciones habituales, sobre todo en el mundo de las divisas, pero sería muy útil conocer su comportamiento en las grandes crisis latinoamericanas y asiáticas de la última década.
En segundo lugar la convergencia entre la evolución del sistema económico mundial y la expansión de las actividades criminales, ambas basadas en la globalización financiera y en la desregulación normativa, que han hecho escribir al magistrado Jean de Maillard que 'el sistema financiero actual y la criminalidad organizada se refuerzan mutuamente'. Finalmente, en la adopción por parte de la economía criminal de los principios y pautas propios de la actividad económica normal que ha llevado a introducir los criterios tradicionales de productividad y rentabilidad, en su gestión; a utilizar el mecanismo de las holdings -hoy indistinguibles en dicho espacio de los carteles del crimen-, para agrupar sus posiciones; a intentar controlar legalmente los espacios de poder económico y sobre todo a recurrir para evitar los conflictos entre organizaciones criminales a la delimitación de esferas de competencia siguiendo los procedimientos al uso en el arbitraje internacional y en las negociaciones consolidadas. Es decir, se han normalizado y civilizado los comportamientos económicos del mundo del crimen a que nos tenían acostumbrados los relatos y películas sobre la mafia. De tal manera que cada día la frontera entre economía criminal y economía normal (el término legal en este caso es muy discutible) es cada vez más difusa y problemática y la fuerza perturbadora, la capacidad de destrucción que ello otorga al binomio criminalidad financiera y criminalidad organizada -incluyendo en ella al terrorismo- lo constituye hoy, para muchos analistas, en la amenaza principal de la paz en el mundo.
De ahí que los atentados del 11 de septiembre hayan puesto en primera línea la necesidad de desmontar la trama financiera de los grupos de Bin Laden y de las otras organizaciones terroristas y para ello que pongamos fin a las facilidades de que disponen. Todos sabemos que para que el dinero criminal exista legalmente necesita ser incorporado a los circuitos financieros ordinarios, lo que se conoce como operación de blanqueo. De sus dos principales momentos -depósito y transformación- el más difícil es el primero, puesto que supone la conversión del dinero en metálico en dinero en una cuenta bancaria, bien directamente, bien mediante la compra y posterior venta de objetos de valor fácilmente negociables. Pues bien, la existencia de paraísos fiscales en combinación con las centrales de compensación y la existencia de cuentas número en bastantes países facilita grandemente el proceso. Y así los euros criminales procedentes, por ejemplo, de las Bahamas o de las Islas Caimán, podrán acceder, gracias al sistema SWIFT y mediante un simple envío electrónico, a una cuenta no publicada de la sociedad de compensaciones luxemburguesa Clairstream, que desde allí los transferirá a una cuenta número en un banco austriaco, para hacerlos circular, a través de una serie de sociedades comerciales con frecuencia ficticias, y finalmente ser invertidos en cualquier Bolsa o en cualquier empresa legal. Estos sistemas y mecanismos son de sobra conocidos, pero falta la voluntad política para terminar con ellos. Es más, el presidente Bush se opuso hace menos de tres meses a un intento de regular el funcionamiento de los paraísos fiscales. Cuando la acción más eficaz para luchar contra el terrorismo y las otras organizaciones criminales es privarlos de esos soportes.
Pero los Gobiernos y las grandes empresas siguen reticentes. Los primeros, por temor a que aparezcan las pruebas de su corrupción política o por no querer renunciar a determinadas bazas en la guerra económica; las segundas, por todo su arsenal fiscal sumergido. De aquí que la investigación en las centrales luxemburguesa y belga de compensación no avance; de aquí que la Directiva de la UE de 1991 sobre el blanqueo de dinero haya dado tan poco de sí; que la propuesta de una nueva Directiva, muy apoyada por el Parlamento Europeo, tropiece con la resistencia del Consejo de Ministros y que la iniciativa de una Decisión marco para congelar los haberes del dinero criminal, encuentre tan poco entusiasmo en los Estados miembros. El Parlamento francés creó hace dos años una misión para impulsar la lucha contra el blanqueo de capitales que, compuesta de 19 miembros y presidida por Vincent Peillon, intenta movilizar, no sin dificultades, voluntades y acciones. Es un ejemplo a seguir al que hemos de sumarnos los ciudadanos. Porque en ello nos va la vida.
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