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CRÓNICAS
Columna
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Colombianos

Juan Cruz

Miremos el rostro de los firmantes. A Gabriel García Márquez se le distingue por el aire soñoliento; la primera vez que le vi fue en Barcelona y vivía debajo de un loro mecánico que le hacía risas a los que venían a su casa. La vida lo convirtió en un hombre de éxito y su timidez de entonces ahora se entiende como altanería, qué va. A veces se hace acompañar de amigos para que éstos hablen mientras él ensaya un largo silencio que debe venirle de los silencios de su madre; cuando hace unos días volvió a cumplir años alguien le envió 73 rosas rojas con un mensaje que recordaba una de las anécdotas de sus cien años de timidez: 'Un día un joven escritor colombiano se cruzó con Hemingway en La Habana y sólo tuvo decisión para gritarle desde la otra acera: '¡Maestro!'. Es un colombiano de Aracataca, pero su alma es de América Latina, se le ve en la melancolía larga de los ojos.

Esa carta de estos días es un grito de vergüenza y de asco. Porque desde aquí no sabemos ver que ellos son nosotros porque nosotros fuimos ellos. Esos rostros

Álvaro Mutis es una voz inconfundible: '¡Qué hubo, hermano!' es el saludo con el que se despide o recibe el saludo transoceánico, pero ya desde la misma voz que pone al teléfono se sabe que en ese sonido redondo y definitivo está el trasunto de un héroe de la radio y la televisión: el hombre que narró para todo el mundo la voz latinoamericana de Elliott Ness. Estuvo en la cárcel, escribió poemas, habitó largamente el exilio de México, pero es un colombiano que cuando te da la mano te está dando todo el cuerpo, como el mensaje de un poeta. Es el último monárquico de América Latina, y así se lo ha dicho al Rey, atusándose el bigote escaso con el que subraya una cara sonrosada, saludable y feliz, como la del hombre que busca siempre dónde está la nieta.Fernando Vallejo. Vive en México, ha hecho cine y biología, es un novelista de una notoria, fructífera capacidad autobiográfica; su lugar es la primera persona, y desde esa perspectiva violenta que tiene el alma vio la Medellín de su locura de amor en La virgen de los sicarios. La última vez que lo vi en su casa de México tenía sobre la mesa diccionarios de la lengua y un libro de Álex Grijelmo que defiende apasionadamente esta lengua transversal y rica que los españoles creemos que sólo se habla como en nuestra tierra. Me preguntó por Fernando Lázaro, que es uno de sus ídolos, y me dejó el manuscrito de su última novela, que es la crónica terrible, apasionada y hermosa de Colombia como una casa y como una madre loca. Un día le pregunté a Plinio Apuleyo Mendoza, que ahora vive en España y que en Colombia fue también víctima de la barbarie de los terrorismos, cómo se podía arreglar Colombia: 'O la arreglan cinco generaciones o la arregla un poeta'. ¿Y eso? 'Que entre el diablo y escoja'. Pues eso cuenta Vallejo, cómo es Colombia, a dónde va, como una casa dominada por una madre loca. Vallejo, el hombre con más candor que usted pueda conocer nunca: está en su rostro.

William Ospina. Es un poeta inglés, a veces, pero en ocasiones es un español de Salamanca; en todo caso, un colombiano cuya raíz poética está en la historia lírica que fue regando España por aquel territorio. Es elegante y silencioso, camina como si siempre estuviera a punto de entrar en un aeropuerto para volar, pero sin aviones. Sus libros están en la mesa de noche de Felipe González, el ex presidente español, que los reclama como pan caliente. Él se los dedica desde el otro lado, como quien le envía una carta al que le entendió.

Y éste es Darío Jaramillo. Ahora habita, los días laborables, en un gran museo; ha escrito las cartas cruzadas de los colombianos perplejos, hace diarios íntimos de un hombre solitario que una vez sufrió un tormento terrible sobre el que camina: una bomba terrorista preparada con la aviesa intención de matar a cualquiera le cercenó una pierna y ahora anda sobre ese aire como si estuviera pisando el símbolo de un mundo roto. Siempre sorprende a sus amigos españoles comiéndose el almuerzo mientras bebe café con leche. Salamanca es también una obsesión suya; allí se le ve algunos veranos.

Héctor Abad, el penúltimo rostro de estas firmas que el domingo pasado reclamaron a España un trato saludable para los colombianos, vive en Medellín como un poeta errante; en Colombia hay estos personajes terriblemente literarios a los que la vida les importa mucho y para los que la literatura es la definición de la vida, no una coña marinera de subidas y bajadas de la bolsa de la vanidad. Me consta que está su mano aún juvenil pero muy melancólica -sufrió también el terrorismo, y de qué manera, en su alma italocolombiana- detrás de esta carta 'contra la ignominia'; escribe para la revista de Gabo, y es como Kim de la India, el amigo de todo el mundo. Por eso los juntó a todos.

Y Botero. Tiene -sobre todas las demás cosas- un enorme amor a su tierra; ha donado una colección inigualable al Museo de Antioquia de Medellín y otra al Banco de la República Colombiana. Su poder creativo, realmente espectacular, no le ha quitado del alma ese desgarro que sienten los colombianos cuando se hiere su tierra.

La están hiriendo. Esa carta de estos días es un grito de vergüenza y de asco. Porque desde aquí no sabemos ver que ellos son nosotros porque nosotros fuimos ellos. Esos rostros.

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