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Venenos, cadáveres, excrementos

Los ministros de Agricultura de los Quince reunidos esta semana en Bruselas han decidido movilizarse en defensa del modelo europeo de agricultura. Lo que quiere decir no ceder a las presiones que están ejerciendo los Estados Unidos y la OMC para acelerar la reducción de las ayudas a la producción agrícola europea más allá de lo previsto en el marco de la Agenda 2000, y reforzar las medidas relativas a la seguridad sanitaria de los alimentos, tema en el que los baremos de exigencia en Europa son muy superiores a los norteamericanos. Estas tomas de posición de los ministros europeos intervienen en una situación en la que sus ciudadanos miran cada vez más inquietos lo que les ponen en el plato. Primero las vacas locas, cuya carne se abstuvieron de comer los ingleses en su isla, pero promovieron al mismo tiempo su exportación al continente, hasta que la Comisión puso coto al desmán, prohibiendo su venta. Prohibición que ha cesado sin que se hayan establecido las medidas de seguridad y las estructuras de control que garanticen un consumo sin riesgos. Sufrimos desde hace años la utilización de antibióticos para acelerar el desarrollo de los bóvidos, cerdos, pollos, etcétera, y favorecer su aumento de peso. El uso zootécnico de tetraciclinas está cada vez más generalizado, pues permite obtener el 5% más de carne vendible, pero ha generalizado también la aparición de bacterias penicilino-resistentes.Lo que a este lado del Atlántico nos preocupa del lado americano parece no importarles, pues siguen echando mano de ellos sin limitación. Lo mismo hay que decir del recurso a las hormonas como suplemento de la alimentación animal, cuyos efectos cancerígenos no ofrecen dudas para los investigadores europeos sin que las autoridades norteamericanas se dejen afectar por ello. Al contrario, al embargo de las carnes producidas con hormonas decretado por la Unión Europea ha contestado Estados Unidos con una serie de medidas de retorsión contra los productos europeos, medidas bendecidas por la OMC, hasta que se pruebe de modo fehaciente su nocividad. Pero se trata de procesos patológicos de desarrollo lento y progresivo, que no matan de golpe, sino que envenenan poco a poco, lo que requiere estudios epidemiológicos de larga duración, que se inician en base a presunciones tan fundadas que justifican las medidas precautorias.

Eso precisamente es lo que ocurre con las dioxinas. Sus efectos son implacables -degeneración de la estructura inmunitaria, alteraciones importantes del sistema cardiocirculatorio-, aunque no inmediatos. Pero cuando comprobamos el destrozo en cánceres y cardiopatías, inducidos por el accidente de Seveso en la periferia de Milán en 1976, no queda lugar a dudas. La dioxina es un veneno que mata. Nos alarmamos, y con razón, porque en Bélgica una empresa hubiese vendido grasa animal contaminada con dioxina a los fabricantes de piensos y que éstos los hubieran comercializado por todo el país y se prohibió su venta. Ahora, sin que existan pruebas suficientes de que el tema esté controlado, el pasado 23 se ha levantado la prohibición. Pero, con independencia de este incidente, todos sabemos que la incineración de basuras domésticas y de residuos industriales, así como las fábricas de pesticidas, las papeleras que blanquean con cloro, etcétera, generan volúmenes importantes de dioxina. ¿Por qué no se establecen, pues, criterios estrictos para su limitación?

El comisario para la defensa de los consumidores, el irlandés David Byrne, ha protestado ante Francia por el asunto de los lodos y su utilización en la alimentación animal. Se trata de lodos provenientes de fosas sépticas y de cadáveres de animales, sin que se distinga entre sanos y enfermos. Si se piensa en ello, es imposible comerse un filete, un huevo o una galleta sin tener ganas de vomitar. Y sin compadecer el modelo agrícola europeo. Y que conste que los fabricantes y los políticos desreguladores no quieren ni matarlo ni matarnos. Sólo enriquecerse.

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