Dos formas de superar el pasado
A partir del 15 de agosto se trasladan Parlamento y Gobierno federal a Berlín. Pese a que en estos últimos años hayan marcado el paisaje urbano cientos de grúas que trabajan día y noche en levantar los edificios públicos más representativos -restaurados algunos, como el Reichstag, construidos de nueva planta los más, como la cancillería-, las obras no terminarán en el plazo previsto. Así, las del túnel -3,5 kilómetros de largo- que se está construyendo en Tiergarten, y las del ferrocarril que ha de llegar a la nueva estación en el mismo centro de la ciudad se retrasan hasta finales del 2004. Con lo que en los primeros años de la capitalidad berlinesa queda asegurado, por lo menos, un caos en el tráfico. Berlín empezará su nueva singladura bajo el signo de lo inacabado y lo provisional.Construir en 10 años un nuevo centro a partir de un campo minado de 200 metros de anchura y muchos kilómetros de largo que del lado oriental del muro formaba la zona fronteriza se ha revelado una empresa en extremo arriesgada: cuando las ciudades no crecen de manera orgánica, sino que se construyen en un cortísimo plazo desde la nada, sin los correctores que impone el paso del tiempo, el más pequeño error puede influir de tal modo sobre el conjunto que el resultado al final sea catastrófico. Berlín se ha jugado mucho en el empeño de rehacer por completo su centro en unos pocos años, pero no había otro remedio.
Si ni siquiera los alemanes van a poder cumplir con los plazos establecidos, a nadie extrañará que muchos Estados, aunque la fecha del traslado fuese conocida desde 1991, acaben de empezar ahora a construir, o, como son el caso de España y de Italia, a reconstruir sus embajadas. Una demora que, desde luego, eleva sensiblemente los costos -durante años, nuestra representación diplomática tendrá que alojarse en edificios alquilados, y cuanto más se acelere la reconstrucción, más cara-, pero al menos el retraso general nos libra de que el nuestro se achaque a la proverbial improvisación latina. En todo caso, la fecha de inauguración de las distintas embajadas nos va a proporcionar un buen índice de la eficacia de los Estados que representan.
Los países del eje, Italia y Japón, y aquellos que, como España, estaban próximos, cuentan con espléndidos edificios en Tiergarten. A finales de mayo ha empezado la restauración de los cerca de diez mil metros cuadrados de la antigua embajada mussoliniana, "respetando al máximo edificio y decoración", incluyendo las fasces de sus paredes interiores y la capilla con su sabor claramente fascista, segun ha manifestado Vittorio de Feo, el arquitecto encargado de la obra, que, con su Gobierno, cree que no se debe falsificar la historia, disimulando en la restauración el espíritu que impregnó al edificio en su origen.
De otra opinión parece ser el Gobierno español a la hora de restaurar la también enorme embajada de la Lichtensteinallee, muestra consumada de arquitectura nazi, debida a un discípulo alemán de Albert Speer, de la que deben desaparecer los abundantes símbolos del franquismo. Los italianos colgaron de un árbol a Mussolini, fundaron una república, y después de más de medio siglo de democracia no se les pasa por la cabeza pretender ocultar su pasado. Los españoles, en cambio, que permitimos que Franco muriese agarrado al poder, en una transición tan modélica que dejó incólume todo el funcionariado del Estado y reconvertida a la democracia la clase política del último franquismo - eso mismo es lo que quería el aparato estatal de la antigua República Democrática Alemana, clamando por el modelo español de transición-, en la reconstrucción de la embajada de Berlín rompe por fin con el pasado franquista. Nunca es tarde si la dicha es buena.
Son dos formas de superar un pasado nada grato: depurando en su día el aparato del Estado, rechazando en referéndum la monarquía y creando de nueva planta una república, pero, por fidelidad a la historia, sin tratar medio siglo más tarde de borrar las huellas de lo que un día fue, o bien para disimular una continuidad real, ir poco a poco limpiando los signos externos, como si este pasado nunca hubiese existido.
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