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Tribuna
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Entre todos la mataron y ella sola se murió

Xavier Vidal-Folch

La Comisión Santer ha muerto más por sus errores políticos que por sus irregularidades administrativas o por los casos de corrupción de algún funcionario. El Grupo de Sabios lleva mucha razón al denunciar la deficiencia de sus mecanismos de contratación, los errores en la contratación y la fragilidad e ineficacia de los instrumentos de control. Pero hay que situar en su lugar exacto el resultado producido por todos esos pecados. A saber, el nivel de fraude de la administración comunitaria y sus empresas colaboradoras asciende sólo al 0,9% del total defraudado al presupuesto comunitario, y el restante 99,1% corresponde a los Estados miembros. Además, si todo el favoritismo encontrado es la inadecuada y lamentable contratación de un dentista amigo por la comisaria Edith Cresson, o bien hay que jubilar a los sabios por investigadores incompetentes o bien reconocer que el nepotismo de Bruselas es infinitesimal.Lleva razón el dimisionario Jacques Santer cuando lamenta amargamente que nadie recuerde ahora los éxitos cosechados por su equipo, desde la moneda única, hasta la maduración de la Agenda 2000, pasando por la preparación de la ampliación al Este, los logros de la ayuda humanitaria o nuevas políticas como la mediterránea. Y que en cambio se desaforen las críticas sobre la gestión cotidiana.

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Pero los lamentos, aunque sean justificados, sobre todo ante el repugnante despliegue de buitres mediáticos y parlamentarios, no dan cuenta de la causas que han desembocado en la crisis institucional más impresionante en toda la historia de la Europa comunitaria, sino que tienden a ocultarlas. En el capítulo de culpas políticas, el propio Santer se lleva la palma. ¿Por qué?

Porque precisamente la nueva frontera institucional trazada por Santer era la reforma de su institución, los programas de modernización como el SEM 2000, la doctrina de la "limpieza escandinava" y de la "pulcritud nórdica". Todo ello al servicio del antidelorsiano lema "actuar menos para actuar mejor". Al final, el espíritu calvinista de los comisarios escandinavos Erkki Liikanen y Anita Gradin ha sido el más criticado en cuanto a sus resultados: los sabios revelan que actuaron de forma imprevisora, ineficaz y sectaria para con sus colegas. Y Santer ha actuado menos, pero de ninguna manera mejor que su antecesor, Jacques Delors.

Hay mucho más aún. El presidente desconfió de los comisarios mediterráneos. Sólo se recuerda que saliese al paso contra los ataques, que ¡al final¡ se han revelado injustos, lanzados a Emma Bonino y a la ayuda humanitaria de la Comisión. Frente a esa desconfianza, los sabios dejan mejor parados a mediterráneos como Manuel Marín, o Christos Papoutsis, que a sus colegas nórdicos. Junto a esa desconfianza, mantuvo una relación con la Cámara, que no sólo su presidente, sino muchos parlamentarios menos implicados en la batalla contra Bruselas, consideraron altanera, cuando no autista. No se trata de juzgar intenciones -buenas, puesto que Santer compareció en el hemiciclo hasta la saciedad-, sino las plasmaciones políticas de las mismas, su recepción por los interesados.

Santer aceptó la creación del Grupo de Sabios como clavo ardiendo alternativo a un Parlamento en fronda, a sabiendas de que el mandato por el que se creó violaba el Tratado. Asumió a ciegas el incierto resultado del dictamen que debía emitir, dejando así la suerte de su colegio a sus expensas... y cuando se ha publicado, no le ha quedado otro remedio que dimitir. Defendió la colegialidad del Ejecutivo durante la moción de censura de enero, y cambió precipitadamente de táctica pasando a exigir responsabilidades individuales a sus colegas más criticados, intentando echar lastre. Cuando constató que él era uno de los suspendidos por los sabios se percató del error estratégico cometido, pues el mapa previsto de comisarios abatidos no coincidió con el que había previsto. Aún así, porfió en la teoría del lastre y dudó hasta el último minuto, hasta que la portavoz parlamentaria socialista Pauline Green le apuntilló, al retirarle su apoyo, adelantándose sólo unas horas a sus adversarios democristianos.

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Claro que las culpas van repartidas. Fueron los Gobiernos quienes optaron por un presidente amable pero frágil y encargaron al Ejecutivo tareas que desbordaban a un personal y a unos recursos insuficientes. Fue cierta prensa sin escrúpulos -alemana- quien acosó vergonzosamente a la Comisión con alguna verdad y un millón de falsedades, y otra que -como la británica- ha preferido no retractarse cuando los sabios han exonerado de corrupción personal a los comisarios. Fue el Parlamento quien ejerció de verdugo, sin cuidar la legalidad de sus decisiones, cometiendo el error estratégico de romper la alianza histórica con la otra gran institución europeísta, enfervorizado por la demagogia neopuritana desplegada por intereses meramente preelectorales. De acuerdo, pero un político avezado debiera haberlo previsto. Entre todos la mataron y la Comisión sola se murió.

Pocos llorarán su tránsito y seguramente eso es injusto, pero es lo que hay. Hay algo más preocupante que la suerte personal de veinte comisarios. Es el destrozo institucional causado: la ruptura del equilibrio Parlamento-Comisión, como acertadamente ha denunciado José María Aznar. Y, sobre todo, la idea de futura Comisión que late bajo el dictamen de los sabios. Es un diseño imposible. Exige un intervencionismo enloquecido (cada comisario "debe sentirse contable de lo que gestiona"), al imputar al colegio la responsabilidad sobre cualquier papel que circule en su casa; y al mismo tiempo le retira los instrumentos para realizar ese control, al menoscabar la tarea de los gabinetes y preconizar la necesaria descentralización. Peor aún: la crítica a la labor política de los comisarios ¿acaso no encaja con la pretensión de los euroescépticos y de los menos europeístas de socavar la Institución/Comisión y relegarla a una especie de mera secretaría, carente de impulso comunitarizador?

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