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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El apoyo de Castro

¡CUÁNTO le debe Castro a Estados Unidos! No sólo, por supuesto, por la simpatía con que saludó su levantamiento contra el régimen corrupto de Fulgencio Batista y que culminó con la entrada de los rebeldes en La Habana hace ahora 40 años. Sino, sobre todo, porque el anticastrismo posterior, sumado a otras graves torpezas de la política exterior de Washington, ha penalizado a los cubanos tanto como ha afianzado a Castro en el poder durante cuatro décadas. El embargo y otras medidas alimentaron la dimensión patriótica del régimen castrista con ese grado de antinordismo -como dicen algunos en América Latina al referirse a la resistencia frente al Gran Vecino-, que bebe también en las luchas cubanas por la independencia. Sin el embargo norteamericano el castrismo, probablemente, hubiera durado menos.Que la política de EE UU frente a Cuba ha sido un error lo reconocen cada vez más abiertamente políticos estadounidenses, exiliados cubanos y antiguos secretarios de Estado como Kissinger. La muerte de Mas Canosa en 1997 dejó al lobby rabiosamente anticastrista y defensor a ultranza del embargo sin líder en Miami y en Washington. Clinton empieza a reconocer estas nuevas realidades. En marzo dio unos tímidos pasos que introducían la razón humanitaria para suavizar el embargo en algunos productos. Ayer avanzó algo más en esa dirección con la ampliación de los vuelos directos a Cuba, el restablecimiento de un sistema postal directo, la extensión a ciudadanos y ONG norteamericanos del permiso para enviar dinero a la isla y la autorización para que empresas familiares y organizaciones cubanas no gubernamentales puedan comprar alimentos y productos agrícolas norteamericanos. Es lo que la Administración de Clinton llama la política de favorecer "contactos entre los pueblos", pero no entre gobiernos, para mejorar la vida de los cubanos sin transigir con el régimen dictatorial. Incluso se prevé una diplomacia del béisbol con la visita de un equipo de Baltimore a Cuba.

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No es suficiente. No es lo que un grupo de senadores moderados, en su mayoría republicanos, esperaba de Clinton después de pedirle que promoviera un nuevo consenso de los dos grandes partidos en torno a una nueva política hacia Cuba. La revisión general queda aplazada. La Administración de Clinton prefiere avanzar paso a paso, al mismo tiempo que tranquiliza al lobby anticastrista con la garantía de que no habrá normalización de relaciones con La Habana ni levantamiento del embargo. Esta decisión sólo puede tomarla el Congreso, con el que Clinton tiene cuentas más urgentes, como su proceso de impeachment.

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Las medidas anunciadas por Washington han venido a coincidir con la celebración del 40º aniversario de la revolución, un tiempo demasiado largo que no se explica sin la ya citada dimensión patriótica, la abrumadora propaganda castrista sobre sus propios logros sociales -sanidad, alfabetización, etcétera- y, sobre todo, sin un omnipresente aparato de control y de represión. Cuarenta años después el régimen comunista de Castro es uno de los últimos supervivientes al derrumbe del sistema soviético. Los ardores retóricos de Castro durante los fastos políticos de este aniversario no bastan para ocultar el masivo retorno de la prostitución y las mafias, dos lacras que el comandante Fidel declaró erradicadas tras su entrada en La Habana.

A día de hoy pesan más las incertidumbres y las dificultades económicas que los publicitados logros de la revolución. Más que a recapitular el pasado, el aniversario debería invitar a preparar el futuro. Es más que probable que el castrismo dure lo que sobreviva Castro. Pues ni el comandante ni los que en su derredor forman la estructura de poder parecen dispuestos a iniciar una apertura política que amenace su monopolio de poder. Ni siquiera se han atrevido a lanzarse a una reforma económica en profundidad, en la senda trazada por China o Vietnam. Castro puede pregonar, e incluso estar convencido, como ha repetido estos días, de que la revolución le sobrevivirá. Esa hipótesis desfallece ante la probabilidad de que tras él pueda desatarse el diluvio. El peligro más real para los cubanos que no se han exiliado es tener que elegir, para el inmediato poscastrismo, entre el caos o la venganza de los que retornen.

Desde fuera, desde España, hay que intentar evitarlo; hay que contribuir a que Estados Unidos clausure su absurdo embargo, y hay que favorecer el surgimiento de alternativas razonables que contribuyan a una transición ordenada hacia la democracia. El histórico viaje de los reyes de España, en los próximos meses, 101 años después de la emancipación de la isla, puede contribuir a crear un futuro mejor y más sereno.

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