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Del salón a la cocina

Javier Sampedro

Hasta hace cuatro días parecía haber un amplio consenso sobre lo inadmisible que resultaría aplicar a los seres humanos dos técnicas de la biología reproductiva: la clonación y la utilización experimental de embriones. Sin embargo, ahora resulta evidente que esos dos métodos combinados pueden resultar beneficiosos para el futuro de los trasplantes. El conflicto ético se hace ahora más interesante: ya no se trata de una maniquea contienda de salón entre las luces y las sombras, sino de un delicado equilibrio entre dos bienes relativos, imperfectos y técnicamente viables. El debate se ha trasladado del salón a la cocina.Pero lo cierto es que los científicos estadounidenses y británicos responsables de estos hallazgos no parecen precisamente obsesionados con las cuestiones morales. El rechazo social y político que ha llevado a la Administración estadounidense a bloquear los fondos para la experimentación con embriones humanos no ha constituido el menor impedimento para que James Thomson y su equipo la hayan llevado adelante con financiación privada.

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Y la expresa prohibición británica sobre el mismo asunto tampoco parece quitarles el hipo a los investigadores escoceses del Instituto Roslin, que se han saltado esos engorrosos remilgos legales sin más que entablar una colaboración con el grupo estadounidense.

Oficialmente, ni el Instituto Roslin ni ningún otro organismo científico han admitido haber intentado aplicar a humanos sus técnicas de clonación. Sin embargo, se sabe ahora que los creadores de Dolly han propuesto a la Administración británica un proyecto que implica necesariamente la obtención de esos clones humanos, aunque el desarrollo de los embriones se detenga en una fase temprana.

La verdad es que muchos científicos se resisten a creer que la clonación humana no haya sido ensayada a estas alturas en algún laboratorio. No se trata de ciencia ficción: lo extraño sería que una técnica tan básica que funciona en vacas, ovejas y ratones no pudiera trasladarse a las personas. Lo que puede hacerse, acaba haciéndose, como saben los fatalistas. Pero lo que acaba haciéndose, no siempre acaba diciéndose, como mejor saben los políticos.

Los científicos han repetido hasta el hartazgo que el posible mal no está en las nuevas técnicas, sino en su posible utilización con fines inaceptables. El rector de la Universidad Carlos III, Gregorio Peces-Barba, hizo suya esa máxima científica el mes pasado, al defender que la regulación legal no debía dirigirse a evitar la experimentación, sino a impedir sus efectos indeseables.

Pero el caso es que los legisladores no pueden aguantar el ritmo de los laboratorios: ni para regular la investigación ni para impedir sus consecuencias. El proyecto del Instituto Roslin revela además que, por más que la legislación de un país prohíba ciertas prácticas, los experimentos pueden saltarse fácilmente las fronteras. Es posible que de todo esto pueda extraerse alguna conclusión. Pero al ritmo que vamos, no da tiempo a ver cuál es.

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