La cumbre de Oporto
LA CUMBRE Iberoamericana de Oporto ha demostrado, como ya lo hicieron las anteriores, que existe una voluntad real de los integrantes de esta gran asamblea de países de lengua española y portuguesa de hacer valer su voz en un concierto internacional cada vez más maniatado por realidades que se mueven al margen de la política y de la fiscalización democrática. Esta reunión ha dado finalmente un paso, el proyecto de creación de un secretariado permanente, que no debe llevar a la burocratización de las relaciones entre los miembros, sino, por el contrario, a la mayor coordinación y fluidez de acciones conjuntas, porque comunes son muchos de sus intereses. Hace tiempo ya que la velocidad con que se producen los cambios políticos, económicos y financieros exigen que los representantes máximos de los países que forman la comunidad iberoamericana acuerden fórmulas que impidan un desenlace en el que sean objeto, y no sujeto, en los grandes acontecimientos. Mayor coordinación para hacer frente a los desafíos de la globalización: ésa ha sido una de las principales conclusiones de Oporto, en respuesta a una de las máximas inquietudes. Cuando la exigencia de apertura prácticamente ilimitada de las economías parece ya en gran medida cumplida, son más que justificadas las demandas de mayor transparencia en los procesos que a partir de esta permeabilidad se produzcan.
Pero la cumbre de Oporto se celebra, además, cuando se concentran los nubarrones que amenazan con una nueva recesión mundial. Y los países latinoamericanos no pueden volver a ser víctimas de una constelación económica que acabe con sus legítimos y alcanzables sueños de desarrollo, imprescindibles, por otra parte, para alimentar el impulso democratizador en el subcontinente.
Esta amenaza de recesión llega en un momento posiblemente crítico ante los procesos de integración regional, que son, en todo caso, una de las fórmulas imprescindibles para que el desarrollo en Latinoamérica sea constante y sostenido y no recaiga en parálisis de décadas pasadas. Por eso son necesarios los mecanismos de prevención y corrección ante situaciones límite en los mercados. Porque se trata de evitar a toda costa que efectos negativos de origen geográfico muy lejano acaben teniendo su principal repercusión en economías que en absoluto son responsables de tales desequilibrios. En una economía globalizada es imprescindible que países con lazos tan estrechos como los reunidos en Oporto busquen estrategias comunes para no acabar siendo el eslabón más débil de unos movimientos que ya apenas respetan voluntades de los Estados.
Ha habido una vez más en Oporto esos elementos que ya son consustanciales a las cumbres iberoamericanas, como son el protagonismo del eterno hijo pródigo, el presidente cubano, Fidel Castro. O las condenas a la absurda obsesión de círculos de la Administración de Washington por mantener en pie una ley Helms-Burton que en absoluto beneficia a la deseable democratización de Cuba y perjudica a terceros países, muchos de ellos leales aliados de Estados Unidos.
Que la noticia de la detención del ex dictador chileno Augusto Pinochet cayera como una bomba en plenas deliberaciones no puede mermar la satisfacción que la inmensa mayoría de los participantes habrán sentido al escuchar la noticia. Cierto es que ninguno podía expresarla, por cortesía diplomática o porque muchos países participantes en la cumbre han de recordar sus propias dificultades en transiciones tuteladas por ejércitos con larga tradición como enemigos de las democracias.
En todo caso, la Cumbre Iberoamericana de Oporto ha puesto de manifiesto algo que las naciones convocadas deben tener presente en su política cotidiana, y no sólo en las cumbres: que su peso conjunto las hace mucho más efectivas en su lucha por solucionar gravísimos problemas comunes. Y que de no existir esta organización, que habrá de adquirir cada vez más operatividad, sus miembros serían un juguete en estas mareas de la globalización. Como todos esos países tienen experiencia de haber sido agentes pasivos en los grandes acontecimientos de la política y la economía de las últimas décadas, sería insensato que no fructificaran los intentos para funcionar como una fuerza colectiva, y decisiva, en el siglo que está llegando.
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