Dolor
Soy incapaz de decidir cuál de las dos imágenes resulta más lacerante. Si la de los tres chavales irlandeses que sonríen, ignorantes de que pronto morirán calcinados por la más abrasiva de las ideas, el nacionalismo que se alimenta destruyendo al otro, o esa foto del padre proletario (cosido a piercing y tatuajes: tal vez para afirmarse una identidad distinta a aquélla con que le golpean los asesinos de niños) llevando a hombros su desesperación y la caja blanca que contiene los restos de su semilla.Quizá los niños no alcanzaron a barruntar, mientras ardían, que les quemaba el odio. Quizá se asfixiaron primero y dejaron de pensar. Quizá. Pero ese padre sabe. Y saber duele mucho, dura mucho el dolor de quien sabe por qué y quiénes. Dura el dolor y está envenenado por el derecho al odio que asiste a todas las víctimas.
Tomemos el caso contrario: esas madres que daban a luz sin conocer el futuro que el horror militar argentino preparaba para sus bebés. Quizá, al ser arrojadas al Río de la Plata, narcotizadas, no pensaban. Quizá. Sus hijos, hoy, estén donde estén, saben. O sospechan, o dudan. Y el sufrimiento que ello comporta, cualquiera que sean sus emociones, es desgarrador y no concede tregua. Puede que esté empapado de odio.
Los niños palestinos de la Intifada. ¿Les recuerdan? Desafiaban con ondas y piedras de David oscuro y famélico, musulmán, la crueldad del bien pertrechado y bien alimentado y mejor considerado Goliat israelí. A muchos les vi yacer en un hospital de Jerusalén, parapléjicos o tetrapléjicos por las balas israelíes, con los brazos quebrados por las culatas de fusiles israelíes, con la espalda quemada por los motores de coches israelíes a los que se les ataba. Los supervivientes son hoy duros y resueltos. Dolor y odio.
Vaya mierda de mundo.
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