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Tribuna:LA NOVELA LATINOAMERICANA
Tribuna
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El tercer descubrimiento de América

La literatura latinoamericana atraviesa un momento de esplendor. La imaginación, dice Tomás Eloy, resurge dos décadas después de que las dictaduras la reprimieran y silenciaran.Hace más de tres meses fui jurado del Premio Internacional Alfaguara de Novela que se concedió en Madrid a dos novelas de autores latinoamericanos: el nicaragüense Sergio Ramírez y el cubano-mexicano Eliseo Alberto. Originalmente, el premio, de 175.000 dólares (25 millones de pesetas), debía darse a un solo libro, pero como los miembros del jurado no pudimos decidir entre dos obras de calidad tan alta y tan pareja, la editorial accedió a doblar la apuesta.

En los cuatro días de discusiones sin tregua quedó la sensación de que había no sólo dos manuscritos extraordinarios -los que ganaron-, sino por lo menos otra media docena de relatos llenos de esa imaginación, soltura de lenguaje y alegría creadora que sólo alcanzan las literaturas en su momento de esplendor. Todos ellos eran de autores latinoamericanos. Dos décadas después de las dictaduras que la reprimieron y silenciaron, la imaginación volvía a despertar.

Las dos novelas que ganaron son muy distintas, pero trabajan ambas por la recuperación de la memoria. La de Eliseo Alberto, Caracol Beach, es una tragedia griega donde la fatalidad se anuncia desde la primera línea y se desencadena a partir de entonces con un furor inevitable. La novela de Sergio Ramírez -cuyo bello título es un verso de Rubén Darío: Margarita, está linda la mar traza un arco patético entre las esperanzas de la ciencia y de la poesía en la Nicaragua de comienzos de siglo y la vida esperpéntica de medio siglo más tarde, cuando Anastasio Somoza es el amo y señor del país.

Las novelas que no alcanzaron el premio -y sobre las que no se puede escribir, porque el jurado hizo juramento de silencio- fueron también memorables. Todas ellas recrean la lengua castellana empleando los ritmos y el desenfado de la música popular, las libertades del cine, los lugares comunes de las telenovelas. A través de los ocho mejores libros presentados al premio de novela Alfaguara se tiene la impresión de que el continente latinoamericano empieza a ser escrito de nuevo.

Hacía años que la imaginación de América Latina parecía condenada a repetir los mismos temas, los mismos recursos y las mismas voces, bajo las sombras abrumadoras de Borges, García Márquez y Cortázar. El Premio Alfaguara vino a revelar, sin embargo, que ese continente es inagotable y que cuanto más sometido y avasallado parece, más recursos inventa para rebelarse y recrearse. En los años sesenta descubrió todas esas secretas riquezas con el asombro del desesperado que no puede creer en su buena suerte. En el simbólico año de 1998 es España la que las devuelve a la luz, como para confirmar que el único de sus imperios que siempre ha estado vivo es el de la lengua.

América fue siempre un enigma para los europeos, pero no para España, que ya desde la conquista asumió la mezcla de sangres como algo necesario e inevitable. La naturaleza tan prolijamente descrita por el padre Acosta y por Fernández de Oviedo desconcertó tanto a franceses y alemanes que aún en el siglo XIX no podían desentrañar si era «inmadura, impotente e inferior», como creían Hegel y Buffon, o si era demasiado tempestuosa y violenta para ser abarcada con ojos convencionales, como conjeturó el barón de Humboldt.

Ese vaivén entre lo inmaduro y lo indomable pareció reflejarse, durante la primera mitad del siglo XX, en la política: el continente fue gobernado por dictadores absurdos que convertían a sus hijos en generales antes de la pubertad -como sucedió con Trujillo en la República Dominicana- o exterminaban a los mendigos en un barco que viajaba sin piloto hacia ninguna parte, como hizo el venezolano Juan Vicente Gómez en 1926. Los dictadores incurrían en esas excentricidades al mismo tiempo que mostraban ante los embajadores norteamericanos una docilidad de condenados a muerte. Las realidades inmaduras y las imaginaciones volcánicas siguieron caminos separados en América Latina hasta que los novelistas condensaron esas dos caras de Jano en un conjunto de obras portentosas, publicadas entre 1945 y 1975. Las novelas fueron la salvación de América Latina en sus momentos de mayor fragilidad, le revelaron su identidad secreta, escribieron con la imaginación el relato que no se podía contar en la realidad.

Lo que ahora se conoce como el segundo descubrimiento de América es un puñado de espléndidas ficciones que comienza con los milimétricos cuentos de Jorge Luis Borges y la primera gran novela sobre los dictadores -El señor presidente, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias-, continúa con los relatos ejemplares de Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Alejo Carpentier y Clarice Lispector, culmina con La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes; Rayuela, de Julio Cortázar; Conversación en la catedral, de Mario Vargas Llosa, y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y se cierra con Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos.

De la noche a la mañana, América Latina se convirtió en el continente donde la imaginación humana se recreaba a sí misma. Los países industriales la superaban en armas, en organización, en información, en calidad de vida, en bienestar, en industrias, pero las fábulas de América Latina eran, en conjunto, mejores que las de cualquier otra parte. ¿Cómo era posible ese milagro en un territorio con casi el 30% de analfabetos, un ingreso per cápita insuficiente para comprar libros y donde las inmensas mayorías debían usar el tiempo para sobrevivir, no para leer?

El fenómeno se atribuyó a razones tan diversas como el súbito interés de los lectores cultos por una literatura en la cual se veían reflejados -lo que en parte era cierto: en 1952, los autores más leídos eran Lin Yutang, Dale Carnegie, Aldous Huxley, Graham Greene y el hoy olvidado rumano Virgil Gheorghiu; 15 años más tarde, esos nombres eran los de García Márquez, Cortázar y Borges-; se atribuyó también al interés de cada una de las culturas latinoamericanas por las demás, como parte de un proceso bolivariano que encontraba su mejor expresión en la revolución de Cuba; al interés de editores inteligentes, como el catalán Carlos Barral, y a la voracidad publicitaria de los semanarios de noticias.

Lo que empezó como un relámpago terminó también como una tormenta de verano. A finales de los años setenta, en América Latina ya no se leía como antes. La gente estaba demasiado ocupada, una vez más, en sobrevivir. Lo que ahora conspiraba contra la literatura no era la miseria y el analfabetismo, sino algo mucho peor: la estupidez de las nuevas dictaduras, que preconizaban la uniformidad de ideas, la defensa ciega de algo que se llamaba «el ser nacional» y el castigo de toda rebeldía. Como la razón de ser de la literatura es la libertad, esas mordazas a la libertad la sumieron en una asfixia de la que tardó 20 años en salir.

Nada es blanco o negro -y en el reino de las novelas lo es menos que en ninguna parte-, por lo que se podría decir que el árbol de la imaginación se había secado: tan sólo daba frutos menos luminosos.

Las novelas que leí a comienzos de este año, en vísperas del Premio Alfaguara, son el mejor signo de que la marea regresa, más impetuosa que antes. Tal vez esa vasta literatura que se avecina sea tan inmadura como la naturaleza que definieron Buffon y Hegel, pero en la inmadurez está su riqueza, porque lo inmaduro es siempre un punto de partida, una promesa de movimiento.

Tomás Eloy Martínez, novelista argentino, autor de Santa Evita, fue jurado del Primer Premio Internacional Alfaguara de Novela.

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