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Escupir y pintarse las uñas

Vicente Molina Foix

Las calles de Nueva York están llenas de parados fumando. No son desocupados, sino trabajadores de tiendas y oficinas que salen a hacer lo que está prohibido en sus puestos. Parados en portales y aceras con la ropa del interior (serían despedidos por absentismo si tuvieran que ponerse a cada cigarrillo los abrigos, bufandas, orejeras, gorros de lana, chanclos para que el zapato quede a salvo de la nieve), el espectáculo que ofrecen, humillados y adheridos pero con un visible goce de su vicio exteriorizado, es superior coreográficamente al de muchos musicales de Broadway y tan dramático como el de las mejores películas que Hollywood presenta en la nutrida cartelera de invierno. En esa acción se ve la raíz salutífera y disciplinada del país de los más grandes gordos pero también de los más obsesivos constructores de un cuerpo perfecto.Otro espectáculo que sube como la espuma en Nueva York es el de las tiendas de Uñas, así se llaman sin más los negocios, Nails, cuatro o cinco a veces en el tramo de una manzana y a cualquier hora repletos de mujeres (no vi clientes hombres, ni siquiera drag queens), dejándose hacer las manos, aunque no se trata tanto de manicura tradicional como de una performance pictórica. Las clientas se sientan ante unas dependientas que, con la misma paciencia y el arte de los miniaturistas japoneses del pergamino, les decoran las uñas, unas artificiales y otras orgánicas. (Doy detalles porque he pasado ratos mirándolas fascinado, hasta que en un Nails las mujeres, seguramente pensando que yo era un psicópata sin precedentes, un voyeur de manos -¿manófilo?-, avisaron al vigilante, el cual, blandiendo como arma sus dedos enguantados, me ahuyentó del escaparate). La moraleja de este segundo espectáculo, donde prima la coreografía sobre el drama, reside en el hecho de que todas las empleadas son orientales, nativas ya sin duda la mayoría de los Estados Unidos, pero introductoras en los hábitos norteamericanos de un peculiar estilo, gesto, y carácter de su lejano Oriente.

Siendo muy joven iba yo en tren y la noche se hacía larga. Un francés con aires de profeta y larga barba desprovista de bigote que iba enfrente de mí y también se aburría me preguntó de dónde era. "De España", le dije. "¡Ah, sí! Un país muy bonito donde la gente va escupiendo por la calle". Como yo era entonces un estudiante primerizo de francés no pudo articular el ramalazo de orgullo patrio herido y me limité a tragar saliva bajando la mirada al suelo del vagón, que estaba seco. El profeta de barba incongruente era odioso, pero desde aquel día siento un profundo asco por el deporte nacional del escupitajo, que es además en España particularmente repulsivo, al ser nuestros esputos de color verde flemático y no rojizos, como el gargajo indio de los hombres que mascan hoja de betel.

Está a punto de inaugurarse en Barcelona la gran exposición de Los iberos, que en París no ha tenido el éxitoesperado. Es excelente, y no lo digo por patriotismo levantino. Precisamente hay un comentario del historiador griego Filarco, entre otros de Estrabón y Diodoro de Sicilia que acompañan en la pared a las obras expuestas, muy adverso sobre estos "antiguos españoles" del sureste que fueron los iberos: "Sólo hacen una comida al día, por avaricia, pues llevan vestidos de gran precio y son los más ricos entre los hombres, poseedores de oro y plata en cantidad". En la exposición no está la Dama de Elche, pero recordé que en mi infancia los valencianos -mis padres lo eran- decían de los alicantinos, por ridiculizarlos, que eran "borrachos y finos", insistiendo, como Filarco, en su gusto por la ostentación a costa de una estrechez doméstica. ¿Es verdad? ¿Es verdad que los americanos son obedientes y sanitarios, que los ingleses sólo guardan las formas si no beben, que los franceses -como contaba realísticamente el pintor Granell- no hacen más que ahorrar?Aunque dé pereza buscarla en la antigüedad es probable que cada pueblo, que cada sociedad, tenga una esencia, sana o basta, paciente o hipócrita, borracha o fina. La gran esperanza del hombre blanco es hoy la descomposición de lo acendrado, el final de lo puro y lo intocable, la irrupción del futuro de los demás en nuestro sacro pasado. Una mezcolanza que lleva a un destino donde todos podremos algún día cuidarnos las uñas con esmero de chinos, mirar a los extraños sin extrañeza, no escupir a los pies de nuestros semejantes.

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