Todos los hombres son 'gay'
Arrancó el cine español a concurso y la ocasión fue propicia para la aparición del director general del ramo en la sala. Le cupo el honor de llevarlo hasta allí a la ópera prima de dos afinados guionistas, Juan Luis Iborra y Yolanda García Serrano, Amor de hombre se llama la cosa. Va de señora que cumple los 40, Esperanza (Loles León, un papel a su medida), rodeada por todos los puntos cardinales por homosexuales y sumida en las contradicciones del deseo, como también lo está su atractivo más/ menos que amigo (Andrea Occhipinti), para quien ligar no es un problema, pero que ansía una relación estable, algo así como una chacha que le haga el desayuno, le lave la ropa, en fin, debilidades de ese calibre.Deshilvanada peripecia contada en tonos de comedia agridulce y con intenciones románticas, con cuatro o cinco gags bien colocados, pero con un ritmo desfalleciente y torpón, escaso o nulo avance en la descripción de unos personajes que acaban la función precisamente allí donde la empezaron, y las vacilaciones propias de una primera película, Amor de hombre llama la atención no obstante por algo que nada tiene que ver con la (débil) construcción de la trama ni con defectos en la puesta en escena, sino con lo que la película pretende retratar.
Porque este universo masculino sin mujeres, o sólo con una que parece reunirlas a casi todas, no parece nacer de otra cosa que de la caprichosa voluntad de contar una historia imposible. Resulta del todo improbable la identificación, esencial en el funcionamiento de la comedia clásica, con el personaje principal, esa Esperanza hipermadre, pluscuamamiga y supercolega de la que cualquier mujer sensata debería estar a años luz, por mucho que algunas de las peripecias afectivas de los actuantes masculinos resulten creíbles.
Bien podría ser que el filme terminase por funcionar justamente por su deseo de normalizar la imagen del gay en la pantalla. No cree este cronista, empero, que tal normalización deba venir de la mano de un filme que parece estar ahí sólo para funcionar a base de (malos) chistes sobre maricas, más con el ojo puesto en la taquilla (que sin duda obtendrá: hay público para estos intentos) que con la coherente construcción de una comedia en regla. Un filme que sólo sirve, desafortunadamente, para certificar que, al igual que le ocurriera recientemente al habitual compinche de los realizadores, Joaquín Oristrel, la distancia que media entre su competente trabajo de escritura y la vacilante dedicación a la dirección es aún considerable.
Infinitamente menos pretenciosa, rigurosamente ceñida a una anécdota en apariencia mínima, pero en realidad exprimida por una sensibilidad exquisita, la iraní Aviones de papel, de Farhad Mehranfar cuenta el impacto que causa en una remota localidad rural la llegada del cine, un tema visto, pero del que aquí se obtienen resultados extraordinarios. Mehranfar lo hace con los mismos ingredientes que emplean los grandes maestros: sentido de la parábola, buen ojo para la observación, una imaginación visual personal y poderosa; la confianza en las virtudes del realismo fílmico, pero también la certidumbre de sus limitaciones.
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