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La estirpe de Judith

Antonio Muñoz Molina

Ahora que la soberbia de los soberbios, el dinero de los ricos y el poder de los poderosos vuelven a celebrarse con tan obsceno descaro, es tal vez el momento, aunque sólo sea por variar, y porque todo esto va dando ya un poco de asco, de acordarse del valor de quienes carecen de soberbia, de dinero y poder, y sin embargo, viven con dignidad y contribuyen con su trabajo y su ejemplo a aliviar los desastres que provocan los otros, las consecuencias terribles de los desmanes que se cometen cada día en nombre del coraje, o de la iniciativa privada, o de la megalomanía lunática de esos individuos armados de un catecismo, de un himno o de una pistola -o de las tres cosas a la vez- que aman tanto su patria o sus principios que están dispuestos a dar por ellos la vida, a condición, desde luego, de que sea la vida de otros.En los periódicos, en la televisión, hasta en los libros, se celebra la fuerza de los fuertes, la vanidad de los vanidosos, la prosperidad de los ricos, la pedantería de los pedantes, la belleza de los guapos, incluso la grosería de los maleducados. En las páginas de Cultura de un periódico de hoy, leo que el cantante Enrique Iglesias tenía previsto ayer firmar un millón de autógrafos en el curso de un acto (seguramente cultural) en el que recibiría catorce discos de oro, cuatro de platino y uno de diamante, pero la avalancha de mujeres fanáticas empeñadas en acercarse a él resultó más devastadora que un maremoto, y el cantante triunfal debió ser evacuado igual que las víctimas de un desastre natural, víctima él mismo de las dimensiones sísmicas de su éxito.

Se trata sin la menor duda de una estirpe temible, y es muy probable que el mundo llevara ya arrasado varios siglos por culpa de esa gente si no fuera por el contrapeso tenaz que ejerce la multitud, de las personas normales, de los simples adictos al sentido común, a los principios más elementales de la decencia. El cineasta Agustín Díaz Yanes lleva años queriendo hacer una película sobre la heroicidad inesperada y unánime del pueblo de Madrid, que en los primeros días de un noviembre de hace 60 años resistió contra toda razón y contra toda esperanza el avance del ejército franquista, cuando la ciudad había sido abandonada por el valor de los valientes, por el poder de los poderosos y la inteligencia de los expertos.

Unas cuantas mujeres

Si hubiera sido por ellos, por quienes parecen saberlo y poderlo todo, Madrid hubiera caído el 7 de noviembre de 1936. Si hubiera sido por los abogados, jueces y policías argentinos, por ejemplo, no habría llegado a saberse nada sobre el paradero de tantos miles de víctimas de la dictadura militar, que arrasaron y ensombrecieron el país para aniquilar cualquier sospecha de disidencia, pero que fueron lentamente vencidos por la obstinación de unas cuantas mujeres con pañuelos blancos sobre la cabeza que daban vueltas todos los jueves por la plaza de Mayo, en Buenos Aires, en los jardines que rodean el modesto obelisco de la Independencia.

Yo las vi un jueves de abril de 1989, dando vueltas despacio, con sus carteles con fotografías y nombres de desaparecidos, hombres y mujeres jóvenes y hasta niños de pecho, arrastrando los pies, con un cansancio de mujeres corpulentas y maduras, de madres y abuelas estragadas por la maternidad, el trabajo, el infortunio, la desgracia, el horror. Nadie creía que fueran a conseguir nada, e incluso mucha gente llegó a pensar, en esos años de fiebre capitalista y frívola complacencia en el brillo del lujo y de la corrupción, que el empeño de esas mujeres tenía algo de fanatismo inconveniente, de sórdida manía de seguir recordando lo que ya no le importaba a nadie.

Las injuriaron, les escupieron, las sometieron al escarnio y a la amenaza, las expulsaron por la fuerza hace unas semanas de la catedral de Buenos Aires, pero ellas vuelven a anudarse sus pañuelos blancos a la cabeza y siguen mostrando fotografías, pidiendo cuentas, siguiendo rastros de crímenes que el tiempo no debe borrar, rescatando vínculos cortados entre padres e hijos, exigiendo una justicia que tiene algo de última restitución, porque aunque no pueda devolvérseles la vida a los asesinados ni rescatarse los despojos de quienes desaparecieron hay un consuelo triste en la certeza de lo que ocurrió, y la vergüenza y el castigo de los verdugos deparan una cierta paz de espíritu que nos parece que alivia el anonimato inhumano de los muertos.

Qué sería de nosotros si no hubiera más valentía que la de los valientes, ni más sabiduría que la de quienes dicen saberlo todo ni más generosidad que la de la riqueza, ni más audacia que la de los petulantes y los temerarios. Veo el otro día en el periódico la foto de una anciana china, una mujer muy frágil, con el pelo blanco, la boca sumida, la cara cruzada de arrugas: cuenta que en 1942, cuando era una muchacha que no había salido nunca de su aldea, fue secuestrada por una patrulla de brutales soldados japoneses, y obligada a convertirse en una prostituta para ellos, violada sin compasión ni descanso en beneficio del valor de los valientes y de la hombría de los hombres.

A nosotros esa historia se nos aparece con una lejanía de pasado y de irrealidad, pero para ella es recuerdo y dolor, y también rebeldía y obstinación de justicia: 50 años después esa mujer aún sigue pidiendo el castigo de quienes le destrozaron la vida, y con toda su fragilidad, su vejez y su pobreza se alza ella sola contra medio siglo de olvido y contra un país entero, el Japón que no quiere acordarse de los horrores que cometió su Ejército imperial en toda la anchura de Asia y del Pacífico, con una metódica crueldad militar comparable a la de los ejércitos alemanes en el este de Europa.

Mujeres solas contra ejércitos y países enteros, mujeres dignas y desafiantes que caminan con pasos fatigados de celulitis y reúma, que no tienen fuerza y no se rinden nunca, que no han estudiado y poseen sin embargo una sabiduría abrumadora sobre el corazón humano y las leyes del mundo, que aprenden a leer en las escuelas nocturnas, que aguardan bajo la lluvia o el frío frente a las puertas de los edificios oficiales, inmunes a todo, salvo a los mandamientos de la rectitud.

Yo creo que los tiranos les tienen miedo sobre todo a esa clase de mujeres. De todo el pueblo de Israel, sólo la dulce y apacible Judith tuvo el coraje de cortar la cabeza de Holofernes.

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