Postal de Buenos Aires
Noble hasta en su nombre, Buenos Aires. Un músico argentino de los sesenta narró en un recitado memorable el viaje de un hombre del interior que visitó la ciudad de Borges después de haberla soñado en las postales y de haberla visto en los almanaques. Todo había variado desde el sueño y ante la contemplación de la realidad al hombre sólo le cupo la melancolía. Los que hemos visto las mismas postal es y hemos seguido las mismas leyendas, y además nunca vimos antes Buenos Aires, tendríamos también motivos para igual sentimiento. Pero esos motivos se sobreponen enseguida. Uno nunca se fue de su casa estando en Buenos Aires. Como si la ciudad se preparara para devolver al visitante el revés del tópico el bonaerense aparece menos dicharachero de lo que dicen los españoles y, al contrario de éstos, siempre están preparados para reírse de sí mismos. Son educados y tranquilos, y se hallan dispuestos a sobrellevar el peso tantas veces imbécil del turista que no sabe por dónde anda. Es una ciudad preparada para la autocrítica, venciendo así esa arrogancia carapintada que tantas veces le hemos adjudicado por culpa de los chistes que ellos cuentan de sí mismos. Tienen cuatro cientas librerías diseminadas en una población que mantiene paseos y árboles como si fuera Londres; parecía preparada para ser París, pero es Buenos Aires. Tienen una memoria terrible del pasado, que muchas eces golpeó con los martillos de los que hablaba César Vallejo sobre una piel culta y legendaria. La extrañeza de esa memoria no es sólo del que está allí y lo sufrió, sino del visitante que mira sin creérselo esa postal terrible en que se ve la dignidad de un pueblo pisoteada por aquella arrogancia precisamente carapintada. ¿Cómo fue posible en Buenos Aires? ¿Qué hacía esa gente tranquila que ahora deambula con sus niños mientras saltaba sobre sus cabezas la metralla idiota y persistente de los sicarios de la dictadura militar? ¿En qué pensaban, cómo se defendían, qué secuelas dejó en toda esta gente aquel atroz disparate? La gente habla o calla, pero uno percibe, en esta postal de hoy, una resignación tranquila, como si aquello hubiera pasado en la pesadilla de otro sueño. Y la gente habla de sus cosas nuevas. En todos los barrios hay un damnificado, alguien que sufrió en sus carnes, o en las del vecino, esa extrañeza que se produce en la noche cuando ya no es más un amigo el que viene a pedir un libro, sino un hombre como cualquiera que viene a llevarse para siempre una vida de no importa quién porque acaso alguien chivó que tenía en su casa un Ebro sobre la revolución... gastronómica. En medio de aquella barbarie siempre persisten los pueblos, la gente y sus ciudades, y hoy uno ve esta postal magnífica, esta ciudad con el sol de Borges, qué bien se ve la tarde / desde el fácil sosiego de los bancos, y advierte que la reciedumbre de esa historia no la podían tachar nunca del todo los invitados de la ignominia.Porque la ciudad se impone como un paraíso caro y también como un tablero de preguntas, que vienen todas de la misma incertidumbre. ¿Por qué en Buenos Aires se cebó la naturaleza del crimen, cómo era esta gente cuando el miedo era el vecino habitual de esas calles desganadas de las que Borges hablaba en 1923? Esa ciudad que, decía él y pueden decir tantos, está en mí como un poema / que no he podido detener en palabras. ¿Cómo pudo ser que sobre este cerebro civilizado de país la imagen del tirano abarrotara el instante (son, de nuevo, versos de Borges). El tirano famosamente infame / su nombre fue desolación en las casas (...) hoy el olvido borra su censo de muertes, porque son venales las muertes si las pensamos como parte del Tiempo. Fue otro tiempo y otro dictador el que puso la ceniza sobre los cementerios alborotados de hace 20 años, pero del mismo modo que entonces ahora el mar es una larga separación / entre la ceniza y la patria.
De nuevo son versos de Borges, en Fervor de Buenos Aires, pero pudieron haberse escrito después, en este territorio que conserva la belleza de su honestidad, de la dignidad de los pueblos castigados que acaso algún día puedan decir, sin más maldad que la literaria, como escribe Osvaldo, Soriano en uno de sus libros, ¡Viva la patria, carajo!, sin que eso lleve detrás ni un fusil ni un arresto ni un tiro al amanecer. Patria como camiseta o como recuerdo. Patria como postal que sigue viviendo como la memoria de una ciudad.
Borges lo decía también en Fervor de Buenos Aires: el pastito precario, / desesperadamente esperanzado, / salpicaba las piedras de la calle / y divisé la hondura / los naipes de colores del poniente / y sentí 'Buenos Aires'. / Esta ciudad que yo creí mi pasado / es mi porvenir, mi presente; / los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires.
No cabe duda de que está también caminando por allí, en medio de la penumbra de la paloma, esas tardes de las que hablaba el propio Borges, reivindicando que "la vaca argentina es una genialidad" (dicen que dicen en Francia, y esto estaba en un titular de periódico) o que Montevideo tiene un privilegio: ser la única ciudad del mundo que está a 20 minutos de Buenos Aires. Pero de esa arrogancia, decimos, también hacen mofa, y poco a poco, en cuestión de minutos, esa otra postal del tópico se desmorona y uno va ingresando y las calles de Buenos Aires ya son mi entraña. No las ávidas calles / incómodas de turba y de ajetreo, / sino las calles desganadas del barrio, casi invisibles de habituales.
Babelia
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