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En japonés, carajo

Como desde hace mucho por estas mismas fechas y sin saber ni cómo empezó, vuelvo a tener la dicha de recibir carta, de Michiko Okubo, que vive en Zushi, gracias al cual me entero, pues viene redactada en español, del turbio discurrir de las cosas allí, en Japón, lugar en el que alguien se acuerda, a cada nuevo año, de agasajarme con deseos de permanente paz interior. Por lo demás, reconocer que del azar vivimos, año tras año, no hace sino aumentar nuestro agradecimiento a quienes nos escriben, orientan o saludan desde un lugar que nos resulta desconocido. Para colmo de bienes, tiene Michiko Okubo una maravillosa capacidad de síntesis, pues con tan sólo medio centenar de líneas (que porque me deslumbran igual que a Jokusai el monte Fuji, aquí mismo reflejo) enseguida logra comunicarnos el pulso, que mantuvo con su gran país a lo largo del año 1995. A modo de entradilla, centra Michiko Okubo su lamento en el hecho de que Japón no haya movido un dedo en favor de la erradicación de las armas nucleares, ni siquiera con el pretexto de celebrarse el cincuentenario del final de la II Guerra Mundial, ni, menos todavía, con el considerable argumento de ser el único país que conoce por experiencia la bomba atómica.Para empezar el año, tembló la tierra en Hanshín. Pero, al contrario que Pérez Rubalcaba a lo otro, Michiko Okubo no termina de acostumbrarse a esto. Recuerda, en consecuencia, que el primer ministro de Japón no supo nada del siniestro hasta que no vio imágenes por un televisor. Y, mientras el comportamiento de los ciudadanos resultaba ejemplar, igual que en México en 1985, todo lo restante fallaba: "Supimos cómo hubo mucha gente que tuvo que ver a su famlia quemarse bajo los escombros, delante de sus ojos, aún muchas horas después del terremoto, porque no les llegó la debida ayuda". De ahí que Michiko Okubo remate: "El mito de la eficacia, la organización y la alta tecnología de este país se fue al carajo". Ni al traste ni a pique; al carajo. Con esa exactitud expresiva que un poeta mexicano, José Juan Tablada, percibiera "en esos viejos grabados/ en que aún los japoneses (...) / eran algo grecorromanos ...".

Luego, "cuando todavía no habíamos podido recuperarnos del susto del terremoto, ocurrió el terrible crimen del metro", a cargo de la secta AUM. De esta forma, "Japón, el país con mayor seguridad pública, se convirtió de la noche a la mañana en el país más escalofriante. Hasta ahora, nunca nos sentíamos amenazados en la vida cotidiana, en ser robados, atracados o tiroteados, no porque no ocurriera nunca, pero la probabilidad era sumamente escasa". Desde ese enfoque, añade Michiko Okubo, "quisiéramos marginar a la secta AUM como algo totalmente, excepcional, una panda de locos que puede surgir en cualquier sociedad. Sin embargo, hay que fijarse en algunas similitudes realmente curiosas entre esta. secta AUM y la sociedad japonesa". Y se fija: estructura piramidal, uniformidad, control, obediencia ciega. Hasta el punto de concluir: "La secta AUM es como el esperpento de la sociedad japonesa".

Michiko Okubo aboga abiertamente por el cambio del sistema educativo en Japón, en cuyos colegios se suicidan muchísimos niños para no seguir siendo maltratados por sus propios compañeros, o esos otros niños que no toleran ya signo alguno de diferencia o de ineficacia tribal. "Paradójicamente", anota, "muchos de los miembros de AUM ingresaron en dicha secta por encontrarse asfixiados de vivir en esta sociedad". Paradoja, en suma, elevada a la categoría de lógica. Fruto de todo ello Japón no tuvo un buen 1995. Así nos lo relata Okubo, a quien yo imaginaba muy feliz hace ahora un año, desde estas mismas páginas, en la ciudad de Zushi. Nada de eso: "En este país no se vive tan feliz como me desea don José-Miguel. Tenemos uno de los más altos precios de consumo del mundo, un sistema rigurosísimo de impuestos, estamos abrumados por miles de obligaciones que cumplir, permisos que pedir para todo, procedimientos meticulosos que nos tragamos, sin compañerismo, atados a una relación piramidal-feudal". Con lo cual ya sólo nos cabe esa felicidad dudosa, a la española, consistente en comprobar que carajo y esperpento pueden servirle a un alma japonesa para dar cuenta exacta de aquella realidad.

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