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Tribuna:UN ARCHIVO INACCESIBLE
Tribuna
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El escándalo de los papeles de Franco

A finales del presente año los españoles tendremos la ocasión de conmemorar el vigésimo aniversario de dos acontecimientos históricos de importancia trascendental en nuestro siglo XX: la muerte del general Franco, y el consiguiente comienzo de la transición hacia la democracia. Ninguna de estas dos conmemoraciones, como todas las de acontecimientos históricos relevantes, carece de significación. En realidad los pueblos tienen una memoria colectiva que nace de sus experiencias y también de la prolongación que de ellas quieren hacer respecto del futuro. Sin duda la transición resulta el punto de coincidencia supremo de grupos políticos y sociales en un país que ha presenciado durante la contemporaneidad una guerra civil particularmente cruel y que, además, sólo ha tenido un verdadero protagonismo mundial durante ella. La transición proyecta sobre el futuro una voluntad de convivencia y, además, ha podido tener un efecto positivo -mucho más en Sudamérica que en la Europa del Este- sobre esa tercera ola de democratizaciones que se ha producido en el mundo a partir de mediados de los setenta. El caso de la guerra de 1936 resultó más resonante porque se trataba de una experiencia catastrófica pero eso mismo habría de contribuir a una conmemoración brillante del comienzo de un proceso del que los españoles corno colectividad debieran sentirse orgullosos.En otra ocasión habrá que tratar de ello pero es el momento de tratar de una cuestión previa. El general Franco debiera haber ingresado de manera definitiva en la historia y todavía no lo ha hecho. Cuando haya que estudiar la transición desde todas sus vertientes sin duda se resaltará el papel que la historia, como ciencia y como lectura, jugó en sentar las bases sociales y culturales de ese esfuerzo de convivencia. La lucha por conquistar la objetividad en la interpretación del pasado y la voluntad de sacar lecciones de una experiencia trágica de discordia hicieron que el pasado se convirtiera en una espada de Damocles que ejerció una influencia muy positiva durante los momentos decisivos de la transición. No es, por supuesto, una casualidad que en su transcurso se convirtieran en habituales las citas a los políticos e intelectuales de los años treinta. Con posterioridad, además, no ha quebrado esa importante función social de la historia. En España la reconstrucción de un pasado de dictadura se ha hecho pronto (10 años después de la muerte del dictador y no 20 como en Italia), existe un consenso general entre los profesionales y, en fin, no se ha producido un revisionismo exculpatorio como el que ha tenido lugar en América y de vez en cuando apunta en Italia.

Pero el tratamiento de nuestro pasado no está todavía normalizado y eso es toda una vergüenza cuando no resultaría tan difícil conseguirlo. Hace unos meses se convirtió en una cuestión capaz de apasionar a la opinión pública el supuesto traslado de la documentación acerca de la guerra civil depositada en el archivo de Salamanca. Pues bien, es preciso advertir, antes de que de forma súbita estalle un escándalo destinado a politizarse y concluir en una estéril disputa partidista, que existe una situación infinitamente más grave que ésa que tanta conmoción tuvo hace meses en los medios de comunicación.

Se trata de que los papeles del general Franco, 20 años después de su muerte, no pueden ser utilizados por los historiadores. Si Franco hubiera dejado un archivo estrictamente privado quizá pudiera ser tolerable una situación como ésa. Pero no es así. Su archivo son simplemente los papeles que había en El Pardo y que él leyó porque le eran remitidos desde diversas instancias administrativas a lo largo de su vida. Constituyen una masa documental de valor muy variado pero de significación siempre pública. Otros países han resuelto el tratamiento a dar a casos como éste: en Italia el Archivo Centrale dello Stato contiene los de Mussolini y en Portugal el de Salazar está en manos del Parlamento que viene publicándolo por series (por ejemplo, lo ha hecho con la correspondencia del embajador en Madrid).

En España los papeles de Franco -o sus copias, ni siquiera eso se sabe con claridad- fueron entregados a una fundación privada que no deja consultarlos. Esta situación, que en su día pudo justificarse por lo poco traumático de nuestra transición, no tiene, 20 años después de la muerte de Franco, el menor sentido. El único que ha podido utilizar esta documentación ha sido un historiador, Luis Suárez, excelente especialista en la época medieval, quien además ha prestado su ayuda a los historiadores que en alguna ocasión se la hemos solicitado. Pero los responsables de la fundación, cuya ignorancia sobre la profesionalidad del historiador es sólo comparable a la voluntad de apoderarse en exclusiva y para sí de la persona del general, siguen considerando lo que debiera ser público como una propiedad privada.

Aducen que están procediendo a la publicación de esos fondos y es verdad. Lo hacen con todas las condiciones que debe tener una publicación no científica: es decir, sin notas, sin ninguna discriminación en cuanto a la importancia de los documentos y con algún error cronológico garrafal. Lo que importa es, sobre todo, que, al ritmo al que viene produciéndose esa publicación, cabe calcular que tarden 200 años en dar a la luz ese archivo. Con él tan solo es por completo imposible hacer la historia de España durante el franquismo, pero sin su consulta todo buen historiador tendrá la inevitable sensación de que falta algo en su obra para que pueda ser considerada como completa.

Ésta es una situación intolerable que clama al cielo. No se trata de hacer demagogia diciendo que quien en otro tiempo nos arrebató la, libertad ahora nos quiere seguir privando de una parte de la memoria de nuestras vidas. La metáfora resulta bastante más sencilla: si la familia Franco abandonó hace 20 años El Pardo, se quedó con una parte de él, unos papeles cuyo contenido atañe a todos los españoles. Y para mayor vergüenza colectiva el presidente de esa fundación, un ex ministro, no ciertamente de los más brillantes de aquel régimen, se ha convertido en administrador de esa parcela de nuestro pasado.

Urge que concluya la indiferencia de los poderes públicos ante una situación como la descrita. Sin duda la ocasión que proporciona el vigésimo aniversario de la muerte de Franco lo impone. Es una lástima que anteriores ministros de Cultura hayan desaprovechado el desempeño de su cartera dejando sin resolver esta cuestión. Esperemos que el aniversario suscite ahora la respuesta oportuna entre las autoridades competentes. De lo contrario serán los historiadores quienes tomen la iniciativa.

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