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Una ética de la impunidad

En su artículo Una casa de naipes (EL PAÍS, 18 de junio), Mario Vargas Llosa disiente con mi creencia, expuesta en un reportaje en Time, sobre el absurdo de pretender que una madre se reconcilie con el militar que mató a su hijo y mi convicción de que lo importante es compartir la idea de vivir pacíficamente, respetando las reglas e instituciones de la democracia. Ésta es mi respuesta: Vargas Llosa dice que la transición española a una democracia moderna se produjo al cabo "de una dictadura de 40 años", pero no extrae las conclusiones adecuadas. Cuando Franco murió, luego de agonizar un día por cada año de su interminable Gobierno, quedaban con vida pocos protagonistas relevantes de aquellos años y las primeras elecciones libres fueron ganadas por los herederos del régimen. El aislamiento de los golpistas del 23-F no se debió a ninguna renuncia a enjuiciar al antiguo régimen, sino a la firmeza del Rey, al acuerdo entre todo el espectro político en defensa de las instituciones, a la impresionante movilización popular y al nada desdeñable contexto internacional. A nadie se le ocurriría hoy plantear la amnistía de Tejero como un requisito democrático. Luego de cuatro décadas de franquismo, la sociedad española poco tenía que ver con la de la inmediata posguerra, civil. En 1971, Forges dibujó a un español mal afeitado, con el pijama raído y las pantuflas astrosas, que se miraba al espejo por la mañana, se golpeaba el rostro y repetía incrédulo: "Soy europeo, soy europeo". Hasta la rancia ideología del nacional-catolicismo se caía a pedazos. George Bernanos escribió una frase que revela otra característica del proceso español: "Aquí se mata como quien tala árboles". Y no se refería a un, solo bando como con pocas excepciones, ocurrió en América Latina, donde la guerra civil se pareció demasiado a una cacería.Todo esto definel a excepcionalidad del caso español, y lo hace tan poco generalizable como el de Alemania, con los jefes nazis sentados en los duros bancos de Núremberg, o el de Japón, donde los vencedores colgaron al primer ministro Tojo por crímenes contra la humanidad, pero emplearon al emperador Hirohito para que predicara la pax americana. La actual anarquía de Rusia no puede atribuir se al inexistente empeño por lle var a juicio a los ex dirigentes soviéticos. A la inversa, Alemania, Francia e Italia persiguen hasta al último de los nazis, como Schwammberger, Barbie o Priebke, y sus sistemas de gobierno ni pestañean. Esos juicios, como la na muerteen prisión del nonagerio Rudolf Hess, son tanto efecto como causa de la fortaleza de sus instituciones. Tampoco son equivalentes las situaciones de Argentina, Chile o Perú. La dictadura de Buenos Aires se derrumbó al séptimo ano por la derrota en una guerra externa contra el Reino Unido y por su incapacidad para administrar la economía. Esto permitió que los partidos políticos se negaran a concertar nada con los réprobos militares antes. de las elecciones de 1983 y que después anularan su autoamnistia. Los ex dictadores Videla, Masera y compañía fueron detenido s por orden del propio Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, y su condena por un tribunal civil contó con un respaldo social masivo como lo fue el repudio a las, posteriores leyes y decretos de olvido. En Chile, en cambio, las elecciones se celebraron dentro del marco institucional sancionado por Pinochet. Importantes fuerzas políticas reivindicaban la gestión de la dictadura, de alto costo social, pero de exitosas cifras macroeconómicas. La Constitución reformada, la amnistía, los jueces y senadores biónicos y la inamovilidad del propio Pino chet como jefe del Ejército, garantizada hasta los umbrales del tercer milenio, limitan las opciones disponibles para los partidos democráticos. En Perú, el presidente Fujimori perdonó a sus propios colaboradores. En uno de los horrendos asesinatos amnistiados, el de BarriosAltos, se usó un auto propiedad de su hermano, y las investigaciones in conclusas debían proseguir con su principal asesor, capitán Vladimiro Montesinos, y con el jefe del Ejército, general Nicollás de Bari Hermoza, que le permitió cerrar el Parlamento y sentarse sobre las bayo netas. Allí, la discusión no gira en tomo al pasado, sino del presente. Las transiciones en Nicaragua y El Salvador se acordaron entre fuerzas beligerantes bien organizadas y pertrechadas, hartas de matarse sin que nadie pudiera, someter al enemigo, lo cual los diferencia de aquellos países en que los militares exterminaron hasta el rastro de las antiguas organizaciones guerrilleras y donde el reclamo de justicia de la sociedad civil constituye cualquier cosa menos la continuación de la guerra por otros medios, según la expresión de Vargas Llosa.

La especificidad de cada, caso nacional es ostensible. Sin embargo, el papel de las Fuerzas Armadas es, efectivamente, una de las cuestiones críticas en todos los procesos de transición a la democracia. Según Vargas Llosa, lo que llama mis "argumentos morales" estarían socavados por una contradicción: para la convivencia democrática harían falta tiempo y práctica, que sólo se conseguirían mediante la renuncia a la persecución penal de los acusados por abusos a los derechos humanos.

Como el paso del tiempo es ajeno a nuestra voluntad, sólo vale la pena discutir cuál es la práctica idónea para evitar una involución hacia el autoritarismo militar. Es indiscutible, como dice Vargas Llosa, que la intolerancia y la matonería están también arraigadas en la sociedad civil. No seria excesivo postular que cada ocupación castrense del poder en cualquiera de los países de la región fue una manifestación de lo que el estudioso y diplomático francés. Alain Rouquié llama la legalidad oligárquica, opuesta a los sistemas de origen liberal, con sus elecciones periódicas, su división de poderes y su prensa independiente. Por eso, la tarea de civilizar a las Fuerzas Armadas es apenas un capítulo del imprescindible sometimiento al imperio de la ley de aquellas fuerzas sociales o grupos económicos que han recurrido a la espada cada ver que sintieron sus intereses amenazados por el funcionamiento de las instituciones representativas, como ocurrió tantas veces en mí país, Argentina, y el 5 de abril de 1992, en el de Vargas Llosa, Perú.

No dudo de la buena fe del autor de. La ciudad y los perros, retrato formidable de la tortuosa mentalidad militar. Pero rechazo que la preservación del sistema democrático, el fortalecimiento de las instituciones y el respeto a la legalidad requieran una ética de la impunidad para los más graves crímenes. No se me escapan la dificultad y los riesgos de llamar a capítulo a quienes empuñan las armas en una sociedad desarmada, como son hoy todas las de América. En el caso argentino es ostensible que sin los juicios de 1985-1986 no hubiera sido posible que llegara a la conducción del Ejército un militar como su actual jefe de Estado Mayor, general Martín, Balza, quien acaba de reconocerlos horrores del pasado y de postular para el futuro la moderna doctrina de la desobediencia debida a órdenes inmorales o ilegales. Cada país sabrá cómo y hasta dónde llegar, según sus circunstancias. Pero la norma no puede ser el olvido forzoso, la capitulación ante el chantaje castrense u oligárquico. Al leer su último libro entendí que Vargas Llosa había renunciado a la superficial navegación política y prefería nadar en las corrientes más hondas de la literatura. Pero el artículo citado parece desmentirlo. Fue escrito antes del perdón al escuadrón de la muerte responsable del secuestro, asesinato e incineración de un profesor y nueve alumnos de la Universidad de La Cantuta. Me imagino la incomodidad de MVL al advertir quién ha seguido el curso que él propone. Vargas Llosa opina desinteresadamente, Fujimori rescata de la cárcel a sus propios esbirros. La diferencia moral entre uno y otro es absoluta, pero no mejora la calidad del razonamiento. Ojalá esto lo indujera a un reexamen de la cuestión y le ayudara a advertir que fuerzas militares así blanqueadas pueden sostener a híbridos semidictatoriales como el de Fujimori, pero nunca a una auténtica democracia.Horacio Verbitsky es periodista argentino, autor de El vuelo, el libro-confesión de un oficial de la Marina que arrojó 30 prisioneros con vida al mar.

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