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Ni catarlo

El vino, ni catarlo, ha sentenciado la Organización Mundial de la Salud (OMS, para los amigos). O sea, que ni el vasito de vino que los españoles en general y los madrileños en particular tomamos acompañando las comidas (quien dice uno, dice dos; tampoco vamos a andar con disimulos) le hace bien al cuerpo. Pero casi nadie se lo ha creído.Un servidor, en particular, aun se lo ha creído menos que nadie. Un servidor es de los que tienen bajo sospecha a la OMS y sus amigos por. las campañas tremendistas que promueve de súbito, sin causa conocida que las justifique, ni- demostración al canto. Los ciudadanos del mundo estamos tan tranquilos a nuestras cosas -por ejemplo, en cualquiera de las acogedoras tabernas de Puerta Cerrada, saboreando el clarete del atardecer, fumando un pitillín y pegando la hebra con otro pacífico ciudadano que hace lo mismo-, cuando surge inopinadamente la OMS y nos sobresalta con una premonición terrorífica: os vais a morir.

Cuatro millones de europeos (acaso sean ya cinco, con la que está cayendo) morirán los próximos meses por fumar, advierte la OMS, y añade: el vino, aun en pequeñas dosis, genera dependencia, produce cáncer, corrompe el hígado, provoca accidentes, destruye la familia, inclina al suicidio e induce al asesinato. Jolines con el vino. Ahora bien, tras esta apocalíptica declaración de principios, observa uno la humanidad bebedora y fumadora circundante, al parroquiano con quien pegó la hebra, se mira a sí mismo, y no parece que estemos en las últimas.

Madrid es, al efecto, una ciudad digna de observación y estudio. La hora del vermú (la llamaban vermouth) fue una institución a la que siguió el chateo, y se sustanciaba recorriendo las estaciones a manera de santa penitencia. Muchos madrileños aún no han abandonado esta liturgia, propia de las fiestas de guardar. Los itinerarios eran múltiples, en dependencia del domicilio de cada cual, aunque solían confluir por los aledaños de la Puerta del Sol.

Uno cualquiera podía ser el que empezaba en La Serrata, calle de Diego de León, cuyo tinto de barrica, que tenía un misterioso amargor, escanciaban directamente al vaso abriendo el grifo. En Padilla se hacía la segunda estación, pues había taberna cántabra donde acompañaban amablemente de tapa marisquera el chato; jugosas albóndigas servían con un vino afrutado en Casa Poli, calle del General Pardiñas, y por tal fastuoso motivo esta cuarta estación era de obligado cumplimiento; la quinta -"el Niño perdido y hallado en el templo", salmodiaba alguien antes de entrar- les complacía a los penitentes rendirla en Serrano al objeto de diversificar el ambiente y codearse un ratito con la elegancia. Los expertos aconsejaban dar asiento a los diversos caldos mediante un golpe de cerveza en Canaletas, junto a la diosa Cibeles, y ya se subía piano-piano hasta Sol, donde cabían dos opciones: meterse en la calle de la Victoria a paladear el dulzón vino del Abuelo, más una de gambas, o en la de Tetuán, y guardar allí cola frente a Casa Labra para degustar el morapio con un taco de bacalao frito.

El retorno a casa no todos conseguían hacerlo por camino tan recto y al metódico ritmo que se ha dicho, y algunos pocos acababan pronunciando discursos revolucionarios frente a la estatua de Castelar, no sabrían explicar muy bien por qué. Pero ninguno se sentía morir, e incluso cumplido en familia el rito de la paella, rematado con café, copa y puro, acababan la fiesta de guardar, la semana, el mes y el año entero tan serranos y sin asesinar a nadie.

Otros hay que jamás bebieron ni fumaron -y, además, hacen footing al amanecer-, y en cambio no da la sensación de que vayan a ser eternos. Abstemios convencidos, visten chándal o calzón corto, toman zumos y aprietan a correr por las calles de Madrid sin importarles fatigas ni agujetas. Trotones, sudorosos, jadeantes y peludos, respiran hondo al compás del tres por cuatro, y lo que engullen es una masa de hollín mezclado con monóxido de carbono, azufres de incierto origen, pavesas y detritus. Es la misma asquerosa polución que la caótica. urbe nos insufla a todos los madrileños de cualquier edad y condición por el mero hecho de poner un pie en la acera, y la, diferencia estriba en que los deportistas del footing se la meten en los pulmones a violentas bocanadas.

Un concienzudo estudio de las vísceras de los que fuman y no beben, de los que beben y no fuman, de los que fuman y beben, de los que fuman y beben y no hacen footing, de los que no fuman, ni beben y hacen footing, ofrecería sensacionales revelaciones. Anuncia la OMS que cuatro millones de fumadores van a morir, los que beben vino están abocados a la catástrofe, mas aún no ha aportado aquellas pruebas concluyentes que sólo puede descubrir la analítica de las vísceras, con el dato porcentual de cuánta nicotina, cuánto alcohol, cuánto monóxido de carbono contienen, entre otras inquiet antes sustancias de las que no se ha hecho mención.

Por ahí debería empezar la OMS: informando al mundo qué rayos fumamos, bebemos, comemos, respiramos y cuáles son sus efectos en la salud. El vino de Madrid -sin ir más lejos- ya no es lo que era, testímonian los veteranos penitentes, y la mayoría de

ellos hasta han renunciado a recorrer las estaciones. Claro que algunos están de la próstata. Pero calla, corazón, no vaya a salir ahora la OMS diciendo que el mal de la próstata, en Madrid, lo ocasiona el vino.

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