El monumento mariano
Al no querer que el Ángel Caído fuese el alocado reyezuelo del espíritu en el Retiro madrileño (pausa y lugar con lago), cierta asociación piadosa sintió el cristiano impulso de oponerle al maligno una rival de altura y con gracia ascendente: la propia Virgen María. El purgatorio de semejante proyecto, arrimado al Manzano de la alcaldía, empezó cuando todos los académicos de Bellas Artes consultados pusieron el grito en el cielo por la naturaleza estética de la estatua concebida. Les pareció una auténtica mamarrachada; sospechosa, para mayor inri, de ser la hija natural de un plagio.Ante una situación tan sin salida, se ha suspendido (o aplazado) el intento. Pese a todo, tal vez llegó la hora de romper el silencio y ponerse a ejercer el añorado compromiso del escritor frente a la delicada realidad. Porque sería pagana distracción, dicho quede a manera de negativo ejemplo, tratar de desviar el polémico encargo hacia las manos temblorosas de otros artistas consagrados. Pues, en verdad, ¿quién de ellos nos asegura la necesaria perfección? Antonio López nunca acaba, Chillida se concentra en la oquedad, Ávalos se inclina por los caídos, y Botero suele pasarse de la raya.
Así que lo esencial es prevenir, por si vuelven con la intentona, aquello que ya echamos en falta: un riguroso estudio doctrinal, que preceda con tiento a la arriesgada idea creadora y a la erección puntual del monumento mariano. Si no, incluso Julio Anguita podría interpretar carencia tal como una lamentable deserción del PP ante la corruptela de lo sagrado, volcado como anda en exclusiva sobre los varios desvaríos materialistas que, erre que erre, ha ido engendrando el ateísmo blando del PSOE.
Bueno sería, pues, que los populares del Ayuntamiento de Madrid se alimentaran lo antes posible de las sublimes enseñanzas de san Alberto Magno, experto principal en la espiritual materia que ahora nos preocupa. Este bávaro de excepción pasó su pubertad, en pleno siglo XIII, dándole dominicas vueltas a todas las cuestiones imaginables referidas a la Virgen María. Si luego las redujo a 230 fue, qué duda cabe, para no sucumbir a la soberbia y dejamos, al paso, un docto y asombroso tratado: su Mariale sive quaestiones super Evangelium Missus est Angelus Gabriel. Esa dedicación y ese rigor casi compulsivos le otorgaron frutos triunfales: maestro en teología del jovenzuelo Tomás de Aquino, arzobispo de Ratisbona, archicanciller del Sacro Imperio Romano Germánico, doctor universal y santo. Un antiguo biógrafo, Rodolfo de Nimga, dijo de él que era "secretario y escriba de la madre de Dios". Así las cosas, ¿cómo pudo encargarle alguien el dichoso monumento mariano a una escultora de Zamora, sin empaparse de antemano en cuanto nos resuelve, por activa y pasiva, el devoto Marial?
San Alberto Magno aborda en esa obra cuestiones tan sutiles como si está bien dicho "en tu seno", de si en el parto sintió dolor o placer, de si experimentó vergüenza, de por qué la salutación angélica contiene exactamente diez palabras, de si poseyó la bendición de Zabulón, de si supo geometría y gramática o de si guardó modestia en el arreglo de sus vestidos. De ahí que una representación exigente del modelo virginal haya de tener muy en cuenta aquello que allí se dice sobre el color de la piel ("blanco con mezcla de rqJo"), de los cabellos y de los ojos (ambos "discretamente negros") y acerca del "adecuado equilibrio de sus humores corporales".
De todo ello se desprende que cualquier creencia tiene derecho a otorgarse una imagen adorable. Mas resultaría impropio volver a eso sin el debido conocimiento dé efecto y causa. Hay que crear, por consiguiente y por si acaso, una comisión parlamentaria que estudie a fondo el Marial y descubra las múltiples implicaciones a que pueda dar pie el monumento mariano. Y que sea llamado a declarar Fernando Arrabal, el único escritor español vivo al que la Virgen santa se le apareció un día.
Babelia
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