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El gran fracaso de Europa

Joaquín Estefanía

En la reciente cumbre comunitaria de Copenhague y en la reunión de los siete países más ricos del mundo celebrada en Tokio, el problema del desempleo ha comenzado a ser la prioridad entre los problemas abordados. Parece como si, definitivamente, se hubiese despejado la vieja polémica entre fines e instrumentos que tan difuminada ha estado en la década de los ochenta. Los mensajes finalistas de muchos políticos sobre el déficit o la inflación no lograban calar en unos ciudadanos ansiosos de que se les resolviesen sus dificultades cotidianas y de que les dejaran de insistir en los deshumanizados desequilibrios macroeconómicos. Esta ha sido una de las causas del distanciamiento entre los gobernantes y los gobernados.Pasa a la página 11

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Algo similar ha sucedido en la campaña electoral española. El amplio porcentaje de votos de los dos partidos principales -al que se pueden añadir los de las formaciones nacionalistas y los de Izquierda Unida- expresa el consenso alcanzado en los debates públicos y en los programas: el desempleo es el primer problema de nuestro país y a resolverlo deben ir encaminados todos los sacrificios y supeditado el resto de las políticas.

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La alarma por el crecimiento exponencial del paro en casi todo el mundo desarrollado no debe ocultar, sin embargo, algunas graduaciones diferenciadoras; primero, existe un paro estructural que impide que pueda volverse a hablar de pleno empleo al menos durante varias generaciones, si no es en el terreno meramente desiderativo; segundo, que mientras en Estados Unidos hay bastante movilidad (los desempleados no son siempre las mismas personas), en Europa aumentan de modo inquietante los parados de larga duración; tercero, que siguiendo la secuencia histórica se demuestra que mientras en los últimos veinte años Europa creaba sólo entre 8 millones y 10 millones de puestos de trabajo, Estados Unidos generaba 30 millones y Japón, con una población mucho más pequeña, 10 millones también; por fin, que en los últimos tiempos está creciendo de modo sustancial en Europa el número de despidos colectivos, lo que indica una profundidad autónoma de la recesión difícilmente compatible con la teoría de los ciclos cortos de la economía.

Hay una primera conclusión en estos datos: mientras duraron los efectos benéficos del boom económico se enmascaró la realidad pura y dura: está disminuyendo el empleo en el primer mundo. Hasta hace poco, el orgullo de cualquier empresario era crear puestos de trabajo; hoy, ser competitivo es sinónimo de, sociedades intensivas en capital y no en mano de obra. Pero hay otra lectura más desagregada que ha comenzado a extenderse: Europa camina hacia los 20 millones de parados y disminuye de forma acelerada su población activa; mientras que en Estados Unidos trabaja el 70% de quien está en edad de hacerlo, en el Viejo Continente esa cifra disminuye 10 puntos. El resultado es que un porcentaje cada vez menor de la población activa tiene que financiar las prestaciones de un número progresivamente mayor de jubilados y parados, lo que pronostica un fin de siglo explosivo. Hay Gobiernos europeos que han comenzado a estudiar medidas como el aumento de la edad de jubilación y el recorte de las pensiones y de los gastos sanitarios (Francia y Alemania, recientemente).

No es de extrañar, pues, que se haya abierto un debate central en el seno de la CE: el Estado de bienestar, que forma el núcleo de la cultura europea desde hace medio siglo y que ha caracterizado un modelo de crecimiento a largo plazo, ¿ha devenido en una rémora para el futuro?; o dicho de otro modo, ¿cabe la posibilidad de que las redes económicas de seguridad europeas para aliviar la miseria, diseñadas fundamentalmente entre socialdemócratas y democristianos, estén agravando de hecho el problema principal y provocando aumentos del desempleo a través de unos salarios elevados, pactados en negociaciones colectivas, unos incentivos subsidiadores que no invitan a trabajar y unas normas laborales que inhiben la contratación? Lo que ha sido hasta ahora elemento de diferenciación positiva frente a otros capitalismos más deshumanizados ¿se convierte en freno al desarrollo y a la creación de empleo? Michel Rocard ha invitado a profundizar en este debate, pero evitando la mercancía de contrabando, porque "la derecha propone una Europa económicamente poderosa, basada en nuestra tecnología, la protección social del sureste asiático y los salarios de América Latina". Otro ex dirigente socialista, antiguo sindicalista, como es Giorgio Benvenuto, ha llamado la atención sobre la descomposición social que supone que muchos jóvenes piensen que nunca podrán ser normales y tener un lugar consolidado en el aparato productivo y que, al mismo tiempo, cualquier ciudadano con una edad superior a los 45 años esté aterrado ante la hipótesis de que una crisis cierre su empresa, ya que entonces jamás volverá al circuito del empleo.

El Estado de bienestar vertebró la Europa arruinada por la II Guerra Mundial en un consenso sin precedentes e implantó una convivencia difícil de conseguir mediante políticas de confrontación. Convirtió al Estado en una especie de árbitro de las distintas clases (quebrando la tesis marxista del Estado como instrumento de las capas dominantes) y a cambio despolitizó, desideologizó y desarticuló las posibilidades de revueltas sociales en aquellos lugares donde las desigualdades eran más explosivas. Gramscilo hubiera denominado revolución pasiva. En esencia, el Estado de bienestar ha consistido en la institucionalización de los derechos sociales de los ciudadanos: el Estado provee a éstos de unas determinadas prestaciones monetarias en términos de subsidios, ayudas o pensiones en circunstancias concretas, y de un conjunto de servicios sociales universalizados, en materia, básicamente, de sanidad y educación. Cuando las generaciones de españoles europeístas aspiraban a la total integración en la CE no estaban reclamando únicamente su régimen de libertades públicas, sino también sus niveles de bienestar. Ésta es la grandeza de Europa.

Lo que está en juego hoy es si ante la magnitud y profundidad de la recesión -hay expertos que indican que es la más grave desde los años cuarenta, y otros, menos solemnes, desde la primera crisis del petróleo, en los años setenta-, y ante la quiebra fiscal del Estado (mayor necesidad de prestaciones y menor número de cotizantes), se pueden mantener las cotas de providencia alcanzadas y a la vez generar empleo. Una respuesta coherente y articulada es precisamente lo que los jefes de Estado y de Gobierno de la CE han demandado a Jacques Delors cuando le han encargado un Libro Blanco sobre el futuro de Europa en el siglo XXI. Pero la discusión no pertenece tan sólo al medio plazo, sino a las cuentas inmediatas, y no puede plantearse únicamente en el contexto europeo, sino en la realidad de coyunturas distintas en los Estados nacionales.

Hace unos días, antes de irse a Brasil a la cumbre iberoamericana, el presidente de Gobierno, Felipe González, tomaba postura y aclaraba que las restricciones del gasto público y las medidas de austeridad precisas para la recuperación de la economía iban a afectar al gasto corriente, pero de ningún modo a las prestaciones sociales; pero el viernes, el secretario de Estado de Hacienda explicaba que los presupuestos de 1994 incluirían decisiones muy drásticas para reducir el déficit público, que afectarán a todas las partidas del gasto, incluyendo a las sociales. Es decir, el doble lenguaje, lo contrario de lo que, con toda vehemencia, se comprometió en la campaña electoral y lo que, con seguridad, implicará reticencias en el engranaje de ese pacto social para el empleo que constituye el eje de la política económica del nuevo Gobierno.

Éste es el marco de la cuestión y sobre el que tiene que definirse cuanto antes el equipo económico, con Narcís Serra y Pedro Solbes a la cabeza. La pertenencia o no al Sistema Monetario Europeo, la desinflación competitiva, la bajada de los tipos de interés, las propuestas neokeynesianas defendidas por Franco Modigliani y los economistas del MIT, la reforma del mercado de trabajo y hasta el método del pacto social

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son sólo las herramientas para responder a lo más esencial del debate: ¿se puede generar empleo en España y respetar a la vez los niveles de bienestar adquiridos? ¿Qué sacrificio demanda esta política? ¿Qué compromisos incorporará el acuerdo entre el Gobierno, la patronal y los sindicatos? Las privatizaciones de empresas públicas ¿tienen como objetivo financiar este gasto? Y, sobre todo, ¿se puede recuperar ese círculo virtuoso que afirmaba que el crecimiento económico era sinónimo de empleo y los puestos de trabajo equivalentes a una expansión de las bases sociales del progreso, o es una dialéctica del pasado?

Recientemente, un semanario norteamericano describía la revolución en el mercado de trabajo: el porcentaje de gente que se gana la vida haciendo cosas ha caído; la mayoría de los que trabajan se encuentran en el sector de servicios; hay más mujeres que nunca; hay más personas empleadas a tiempo parcial; jamás ha habido más empleados por cuenta propia que ahora; las ideas tradicionales sobre empleos y carreras, los conocimientos necesarios para triunfar e incluso las relaciones entre los trabajadores y empresarios también están cuestionadas... ¿Qué ocurriría si el paro crónico de los últimos veinte años presagiara un largo periodo en el que fuese más barato para los países desarrollados mantener sin empleo a la mitad de los ciudadanos desde la cuna hasta la tumba?

Si no se responde a esta realidad distinta y nueva, se establecerá una segregación fáctica entre ciudadanos de primera y segunda velocidad y habremos instalado, en el seno de la vieja Europa, el apartheid económico.

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