El camino de las lenguas
ERNESTO SÁBATOEl proceso de una sociedad promueve una incesante transformación de la lengua, afirma el autor. Las palabras que estaban destinadas a un significado único se vuelven equívocas, oblicuas y hasta opuestas. El camino de las lenguas, agrega, es tortuoso e irracional, como la vida; excepto el idioma de la ciencia.
Puede parecer contradictorio que, no habiendo aceptado formar parte de la Academia de la Lengua, escriba, a pedido de mis editores, páginas de elogio a su diccionario. No se debe a una inconsecuencia doctrinaria, sino al saludable cambio que se viene produciendo en esa institución en las últimas décadas, y que se manifiesta en los revolucionarios contenidos de sus nuevos diccionarios.Los gramáticos empedernidos se pronuncian contra esa actitud, no queriendo aceptar que los únicos idiomas que no cambian son los que están muertos. Pero ¿qué pensar de una ideología que aconsejase expresar el pensamiento de Kant o de Hegel, o el simple funcionamiento de un televisor, con palabras como carreta, buey, casco, lanza y cuerno de caza? Parece una humorada, pero cuando se perpetró el nazismo, hubo quienes intentaron germanizar todas las palabras de origen extranjero. Mucho peor, claro, que cuando los gramáticos españoles quisieron imponer vocablos como balompié, mientras la gente seguía hablando de fútbol.
El revuelto proceso de una sociedad promueve una incesante transformación de la lengua, hasta el punto de que si se impusiera un idioma lógicamente perfecto como el esperanto -esa lengua universal que nadie habla-, al cabo de un par de siglos habrían estallado los cuadros de su sintaxis, de su léxico, de su fonética. Las palabras que estaban destinadas a un significado único se vuelven equívocas, oblicuas y hasta opuestas, como en el caso de nimio y álgido. El camino de las lenguas es tortuoso e irracional, como la vida; excepto, claro, el idioma de la ciencia, en que hipotenusa tendrá la eternidad de los objetos ideales.
El ignorar que el lenguaje de la vida es un fenómeno histórico y psicológico constituyó la fuerza de los gramáticos, ya que no siempre la fuerza proviene de la verdad.
En 1885, el académico Viennet se burlaba de vocablos como tender y vagón, que habrá tenido que soportar hasta su muerte, porque entraron a formar parte del vocabulario francés, probablemente hasta que se viaje únicamente en avión o helicóptero.
La transfusión lingüística ha enriquecido constantemente el idioma de cada pueblo por el poderío de otros. No es casualidad que banca y bancarrota tengan origen italiano, porque en Italia nació el capitalismo moderno. En el Diálogo de la Lengua, Valdés se inclina por la aceptación de muchas voces italianas, como dinar, entretener, discurso, discurir, novela, cómodo, que en su mayoría ya forman parte de nuestra lengua culta.
Poder y psicología
Sería interesante examinar la historia a través de la lingüística comparada, pues echaría luz sobre el poder político, económico y espiritual de una nación, así como sobre algunas de sus peculiaridades psicológicas. Es significativo, por ejemplo, que las palabras universalmente empleadas en los deportes sean inglesas, así como son francesas las del arte culinario, italianas las que se refieren a la música y de origen gótico la mayor parte de los vocablos castellanos vinculados a la guerra. Es un hecho que debe ser aceptado, y no nos debe preocupar ni lastimar nuestro orgullo nacional. Unamuno, nada menos que él, se pregunta de qué modo podría traducirse un texto de Hegel a la lengua de Fray Luis. Nuestros países han quedado rezagados en ciencia y en filosofía, y no nos queda otro recurso que asimilar el nuevo vocabulario de pensadores de naciones más adelantadas. A menos que prefiramos el estancamiento intelectual, no veo cómo ha de ser posible prescindir de vocablos derivados de otras lenguas, como vivencia, conductismo y endopatía. Me he encontrado con personas que se negaban rotundamente a usar absolutidad: si no se deciden por la mudez, ¿cómo han de poder referirse a aquello que es lo contrario de relatividad? Del mismo modo que Vollständickeit debe ser inevitablemente traducido por completidad para no perder su rigor científico. Algunos puristas, asustados, proponían traducir con integridad, sin advertir que el casticismo los echaba en brazos de la impropiedad, ya que un cine puede estar completo sin estar íntegro: basta que a una de sus butacas le falte un tornillo.
No hay idiomas puros, porque todo lo humano está contaminado de impurezas, si exceptuamos la platónica lengua de la matemática. El alemán cuenta con unas 90.000 palabras procedentes del celta, del latín, del griego, del inglés, del francés y de las lenguas eslavas. Es cierto que también allí hubo patriotas opuestos al vergonzoso mestizaje, pero sus mejores escritores no hicieron caso de esos puristas.
Con su indomable energía, Isabel la Católica quiso que el habla de Castilla, ya consolidada, se convirtiese en la de los territorios conquistados, en el convencimiento de que el lenguaje podía aligar pueblos muy diferentes. En realidad, con los Reyes Católicos se consumaba algo que había empezado antes bajo la influencia de los humanistas, aunque no por motivos políticos. Y así se fue pasando, desde la época de Alfonso el Sabio, del germanismo al romanismo, pues se tomaba como ejemplo digno de ser imitado. Hasta culminar con Isabel, apasionada por el latín, que, obligaba a aprender a sus damas. El idioma castellano como unificador del imperio quiso lograrlo a través de Elio Antonio de Nebrija (o Lebrija), que había hecho sus estudios clásicos en Italia, y que proponía "desbaratar la barbarie por todas las partes de España". Durante muchos años enseñó en la universidad salmantina, y cuando en 1492 -señalado por la toma de Granada y el descubrimiento de América- publica su Gramática castellana, la dedica a la reina Isabel, porque, dice, "siempre la lengua fue compañera del Imperio", y porque la lengua castellana estaba "ya tanto en la cumbre, que más se pudiera temer el descendimiento della que esperar su subida". El intento era políticamente comprensible, pero psicológicamente impracticable, porque los idiomas terminan rechazando siempre las imposiciones, aun las imperiales. Y así el castellano siguió cambiando. La vida, las infinitas novedades, la descomunal aventura, fueron alterándolo, alternativamente empobreciéndolo y enriqueciéndolo, pero probando su invencible resistencia, manteniéndose siempre igual y diferente en sus mutaciones, en esa típica dialéctica del espíritu viviente. De tal modo que los que mamamos esa lengua estamos hermanados y deshermanados, cálida y hermosamente. Con un humor hegeliano, George Bernard Shaw dijo, refiriéndose a los norteamericanos: "Una lengua común nos separa", que vale también para nosotros.
Los puristas
Hasta el año 40, yo frecuentaba el Instituto de Filología de Buenos Aires, que dirigía Amado Alonso, en el que trabajaban los hermanos Lida, Rosemblat y don Pedro Henríquez Ureña, que fue mi primer maestro de idioma en el colegio secundario de la Universidad de La Plata cuando yo tenía 12 años (¡qué .desperdicio!). Nos reíamos algunos, pero sonriendo discretamente Raimundo Lida, de los fijistas y puristas de la lengua. No por nada allí se tradujeron al castellano libros que fueron fundamentales en mi formación: desde Bally hasta el genial Vossler, injustamente olvidado por los neopositivistas de la lengua. En un pequeño volumen de Rosenblat se demuele, pero con su habitual bonhomía, esa pretensión de fijar nuestro idioma. Advertía queen la propia España hay discrepancias enormes entre las diferentes regiones, discrepancias que además cambian constantemente, con neologismos en ocasiones paradojalmente introducidos por los puristas, denominando patata a nuestra antiquísima papa, venerablemente incaica. Y Rosenblat señala variantes de una misma legumbre en la propia Península, como habichuelas, judías y alubias. ¿Por qué alarmarse, pues, con nuestras propias variantes? ¿De qué somos culpables los bárbaros de este antiquísimo continente?
es escritor argentino.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.