¿Un 68 de derechas?
El alemán Walter Uhrlao ha lanzado un debate sugestivo a la opinión pública que inmediatamente ha sido recogido en algunos países europeos como Italia y Francia. Las tendencias profundas de lo que está sucediendo en el mundo en los últimos meses ¿suponen una contrarrevolución? ¿Es el reverso de aquellos cambios en las maneras de pensar, de participar en la vida pública, que consiguieron las revueltas de Mayo del 68 y que explotaron, en buena parte, en los ochenta? ¿Se pueden contraponer, aquí y ahora, conceptos como imaginación, política, internacionalismo, tercermundismo, complejidad, utopía, sociedad abierta, espontaneidad, etcétera, a consenso, economicismo, reacción, nacionalismo agresivo, eurocentrismo, pensamiento débil, pragmatismo, sistema ...?Este año se cumplen los 25 de la muerte del Che Guevara, aquel revolucionario adorado por una generación que lanzó al viento la consigna de "crear dos, tres, muchos Vietnam". Quedan pocas de sus ideas en vigor, incluso en el país donde más oportunidades tuvieron de ser aplicadas, Cuba, pero el grito de muchos jóvenes europeos es hoy xenófobo y particularista: "Francia para los franceses", "Alemania para los alemanes". De lo que se trata es de analizar si hay un retroceso en el sentido progresista de la historia. En su último libro, El renacimiento democrático, JeanFrançois Revel canta victoria y afirma que "queda fuera de duda que la democracia ganó terreno durante la década de 1980-1990, a la vez en el pensamiento, como idea, y en la realidad, como forma de régimen político", e intuye que la década de 1990-2000 será la década de la democracia mundial.
Pero los fenómenos más recientes, y su sustrato ideológico, limitan profundamente esta teoría. Lo que está aconteciendo avala la existencia de perniciosas corrientes en el devenir histórico. Tras el referéndum francés y las turbulencias económicas que han llevado al Reino Unido y a Italia, dos de los siete países más ricos del mundo, a romper con el sistema (monetario europeo) y aislar la libra y la lira tras sus fronteras nacionales, se han alzado voces que piden una revisión del Tratado de Maastricht, instrumento autoadquirido para avanzar en esa utopía que sigue siendo la unidad europea.
Los partidarios de esta revisión se mueven en dos terrenos antagónicos, aunque hay quienes intentan diluir las ansias de transformaciones en una única dirección y así encontrar una coartada para legitimarse. Francia y Dinamarca, que ya han votado, pero también el resto de las opiniones públicas comunitarias, indican que hay una profunda división en los europeos en cuanto al procedimiento llevado hasta ahora en el camino de la unidad. Porcentajes de riesgo muy altos en cuanto al consenso implícito que se necesita para las grandes transformaciones políticas; lo que Berlinguer denominó compromiso histórico. Es muy difícil, casi imposible, llevar adelante la unidad europea con una parte significativa (aunque sea minoritaria) de los ciudadanos en contra, demandando mayor información sobre la unidad en relación a sus intereses grupales o nacionales; más participación en las decisiones y, sobre todo, el control parlamentario de las mismas; en resumen, pidiendo una corrección del déficit democrático de la Comunidad Europea. No les basta a estos ciudadanos la buena voluntad de los funcionarios de Bruselas, ni siquiera admiten la utilización de ese despotismo benigno del que ha hablado Delors, y que tan caro es a la historia española de la Ilustración. Es decir, solicitan una corrección al alza del Tratado de Maastricht.
Pero la racionalidad política diverge en ocasiones de la racionalidad económica, que se convierte en hegemónica y, a veces, en exclusiva. Y esto es lo que ocurre ahora; disfrazados con el ropaje del déficit democrático, recorren los despachos de algunos Gobiernos los intereses económicos de los países más poderosos, que abogan por una revisión a la baja de Maastricht para poner en circulación oficial los eufemismos de la. "Europa de geometría variable" o de la "Europa de las dos velocidades", que son los sinónimos, una vez más, del Norte y el Sur geopolíticos, de los desequilibrios territoriales y sociales; en definitiva, los intereses de los egoísmos nacionales, de los que desde el principio no quisieron saber nada de una cohesión igualadora en las cuotas del bienestar. Es verdaderamente curioso que los adalides del neoliberalismo sean quienes más frecuentemente recurren en momentos de crisis al proteccionismo interior y a las medidas de excepción.
Esta discusión eurocéntrica sobre el futuro de la Comunidad Europea ha tenido como virtud poner en primer plano otras contradicciones. Por ejemplo, la de los países del Este; caído el muro de Berlín, un nuevo dique se ha levantado en los últimos meses: el del silencio. Apenas nadie sabe qué está pasando en el antiguo telón de acero, cómo evolucionan en lo cotidiano las transiciones del socialismo al capitalismo, las dificultades para avanzar hacia democracias homologables en medio de la quiebra técnica de esos países. Excepto en Yugoslavia, donde conocemos perfectamente que se está desarrollando una guerra de exterminio étnico , la aparición de campos de concentracion neonazis, la existencia de brigadas internacionales fascistas. Ya no se trata como antes de otras culturas u otras civilizaciones, sino de la nuestra. Pero es más prioritario corregir los tipos de interés alemanes o la caída del franco que el martirio de Sarajevo, como demuestra la retirada de las tropas occidentales que, aunque mínimamente, habían comprometido su presencia en Bosnia-Herzegovina. Es el triunfo de la racionalidad económica frente a la política.
Sólo preocupa el Este cuando penetra en Occidente en forma de inmigraciones masivas, como ha pasado recientemente en Alemania, y brota de modo explícito la xenofobia: "Alemania para los alemanes", se gritaba en Rostock, e inmediatamente los estados mayores de los partidos políticos, acobardados, se dispusieron a estudiar una reforma restrictiva de la ley que regula el generoso derecho de asilo. Objetivo: reducir las solicitudes de entrada. Antes fue Italia la que rechazó a miles de albaneses hacinados en barcos, alborozados de llegar al "paraíso capitalista". Sin olvidar, por lo que nos toca como españoles, las pateras repletas de magrebíes que pretenden olvidar el hambre y la represión a través del estrecho de Gibraltar y se encuentran con la muerte y la devolución. En los Balcanes vuelven a circular los trenes de ganado cargados de familias desposeídas de sus bienes, con sus casas incendiadas, según crónica publicada en este periódico, y -¡otra vez!- hay cadáveres de gitanos en las fosas comunes. En la Francia de Le Pen han sido asaltados algunos cementerios y profanadas las tumbas de los judíos que protagonizaron el holocausto.
El rostro del racismo tiene que ver hoy con las inmigraciones, no con las razas superiores. Es la tensión entre los trabajadores del Primer Mundo, que ven peligrar su trabajo y su Estado del bienestar, contra los pobres del Tercer Mundo o del Este europeo, que quieren participar de la relativa abundancia. Mientras haya intercambio desigual, eso no ha cambiado, no habrá forma de poner puertas al campo. Son esos mismos trabajadores los que han votado no en el referéndum francés, incómodos por tener que compartir las subvenciones con el extranjero de al lado, que podrá votar y ser votado si se ratifica el Tratado de Maastricht; es decir, tener incidencia política. Se da así una especie de racismo democrático en el que, excepto en los casos más extremos, como el de Rostock, autóctonos y forasteros conviven en permanente tensión, mientras se amplía una sociedad dual desestabilizadora: el otro es un probable enemigo que en cualquier momento puede manifestar su hostilidad.
Estos fenómenos -conducen al autoritarismo y a la sociedad cerrada. Reaparecen los camisas pardas y las esvásticas, aun-que los violentos vayan ahora de cabezas rapadas y con chándal y botas deportivas a arrojar los cócteles mólotov contra los yugoslavos exiliados, verdaderos boat people de nuestro tiempo. Ante esta incertidumbre, los demagogos ganan terreno, halagando engañosamente a los ciudadanos, simulando participar de sus problemas o defender sus intereses, cuando en realidad pretenden hacer hegemónicos los de ellos exclusivamente.
Este contexto de particularismos se basa en las teorías más reaccionarias sobre el devenir histórico, caracterizadas por su simplicidad, que han calado hasta en los Gobiernos socialdemócratas, verdadera extrema izquierda del sistema después de que el consenso ideológico en Occidente y el descubrimiento del gulag en la Unión Soviética arrojasen a la marginalidad a los antiguos grupos revolucionarios. Estas teorías son las, que el sociólogo norteamericano Albert Hirscliman ha denominado como las retóricas de la intransigencia.
Las teorías más reaccionarias se pueden resumir en tres tesis: la de la perversidad afirma que toda acción deliberada para mejorar algún aspecto del orden político, social o económico únicamente sirve para agudizar la situación que desea remediar; así, las tentativas de profundizar en la libertad harán que la sociedad se hunda en la esclavitud, la búsqueda de la democracia producirá tiranía, y los programas de seguridad social crearán más y no menos pobreza. La tesis de la futilidad defiende que toda tentativa de cambio es abortiva; todo pretendido cambio es superficial, cosmético, ilusorio; las estructuras profundas de la sociedad permanecen intactas; es decir, en vez de existir una ley del movimiento social, lo que hay es la inmovilidad lampedusiana. La tercera tesis, la del riesgo, dice que cualquier cambio que se propone, deseable en sí mismo, implica costes o consecuencias inaceptables y pone en peligro logros precedentes.
En el marco de estas tres tesis tan en boga subsiste una simple ideología: la de que estamos en el mejor de los mundos posibles y lo adecuado es la defensa del statu quo. La extensión de esta retórica en forma de extrema derecha, los pasos atrás en Europa en la búsqueda de una soberanía compartida y participativa que limite la prepotencia y el liderazgo de los países más ricos y la xenofobia renacida con tanta virulencia ("todos somos judíos respecto a alguien", decía Sartre) son aspectos que hacen temer que también nos equivocábamos cuando creíamos que inmediatamente debajo de los adoquines estaba la playa. Hay que sacar mucha más tierra del hoyo para que, como en el 68, la libertad del futuro sea la libertad de la diferencia, no una democracia impulsada en la obsesión de las identidades, ya sean éstas de partido, de etnia, nacionales, de raza o simplemente una identidad marginadora del resto. Éste es el debate.
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