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Don de la unanimidad

Juan Cruz

Como si se martillara con un cincel la parte interior de la nieve, la poesía de Claudio Rodríguez supone hoy en la literatura española la conclusión provisional de toda nuestra aventura clásica. De la estirpe de los místicos urbanos, la obra del nuevo académico es una combinación acerada de la idea la tradición y la técnica, y por debajo de todas esas condiciones que la han hecho redonda y precisa, el sentimiento propio de este ser perplejo.Con Claudio Rodríguez entra en la Academia una generación de españoles que son poetas. Poesía de la independencia y del verbo, de la narración y el símbolo, tiene en su generación -la de Hortelano, Valente, Ángel González, Caballero Bonald, Manuel Padorno, José Hierro, Gil de Biedína, Barral, Bousoño...- su arraigo, y en su metáfora el aire de libertad que siempre persiguió su grupo.

Obligada a ejercer en una posguerra llena de etiquetas literarias y de sospechas mezquinas, esa gente fue tachada muchas veces en la vida, e incluso cuando se les definía con buena voluntad se les limitaba. Por fortuna, el tiempo ha puesto las cosas en su sitio y en esa generación de Rodríguez se ha aceptado y se ha ensalzado, entre otras virtudes, la de la fidelidad a una voz española que circula por el interior de la obra de todos ellos.

En ese contexto lírico que emerge ahora como una de las mejores herencias culturales de la España posterior al 27, el trabajo de Claudio Rodríguez es de una contundencia sutil e insoslayable. Pero siendo único entre todos los demás, es preciso decir también que con él todos se tendrían que sentir representados en la principal sociedad del idioma español. Porque en efecto es así: el nudo vertebral de esta generación que nombramos es el ejercicio de la amistad y la admiración mutua.

Entre todos ellos, acaso sea Claudio Rodríguez el que desata una unanimidad mayor, porque su carácter campechano e ingenuo, su falta casi legendaria de sentido práctico, le han alejado siempre de cualquier tentación de medrar para llegar a la gloria que, por otra parte, y como se ve en sus versos, no le importa radicalmente nada.

Esa, digamos, es una característica de todos los suyos y es la que haría que hoy Claudio Rodríguez estuviera también en el patio de butacas aplaudiendo el ingreso de cualquiera de los restantes poetas de su tiempo y de su verbo.

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