El ejemplo de Haití
HAITÍ PUEDE ser un caso modesto y ejemplar para comprobar hasta qué punto el denominado nuevo orden internacional es, en la práctica, algo más que buenos deseos. El golpe de Estado militar que derrocó el pasado 1 de octubre al presidente Jean-Claude Aristide, primer mandatario elegido democráticamente por el 67% de los votos, es una muestra más de la larga cadena de pronunciamientos reaccionarios con los que el continente latinoamericano ha asombrado al mundo. Nada nuevo. Simplemente la defensa de unos intereses corruptos de casta. La novedad reside en que se produce en un mundo que anhela mayoritariamente que la razón y el diálogo se impongan a la fuerza de las armas.La Organización de Estados Americanos (OEA), y muy especialmente Estados Unidos -país clave en la paupérrima economía haitiana-, anunció inmediatamente una serie de estrictas medidas de embargo que, de aplicarse rigurosamente, paralizarían la economía nacional. La supeditación de la economía de Haití a la de Estados Unidos se sintetiza en dos cifras: el 85% de sus exportaciones lo es al poderoso vecino del Norte, y el 65% de las importaciones procede del mismo.
La coordinación multinacional del embargo ha comenzado ya a sembrar el pánico en los nuevos dirigentes militares. Las suspensiones de envíos de petróleo de México y Venezuela, por ejemplo, han generado colas de automovilistas sin gasolina, y los cortes de electricidad son cada vez más frecuentes. Ciertamente, el primer afectado por el bloqueo económico es la población civil, pero el malestar social -que incide además en el país más pobre del continente americano- es un arma interior de difícil control para el Gobierno presidido de facto por Jean-Jacques Honorat y fantasmagóricamente por el inencontrable Nérette.
El presidente Aristide, que se entrevistó el pasado jueves con el presidente español, Felipe González (afortunadamente, el mandatario español tuvo tiempo de encontrarse con el representante de la legitimidad en Haití, en medio del marasmo de la Conferencia de Paz sobre Oriente Próximo), considera muy factible el retorno al poder para el que fue elegido democráticamente si se aplica con rigor el mencionado embargo comercial y económico. Sabe, y así lo ha dicho, que no será de forma inmediata, pero acepta y asume la actitud de las grandes potencias de no intervenir militarmente en su reposición. Si el nuevo talante en las relaciones internacionales trata de primar la negociación, el diálogo y las medidas no militares sobre la fuerza, difícilmente sería aceptable el uso de la misma en un caso de conflicto interior. Casos como los de Granada, Panamá, Afganistán y un amplio etcétera han demostrado sobradamente la escasa consistencia y respetabilidad de las tácticas basadas más en la ley del más fuerte que en el respeto a las normas democráticas, entre las que debe sobresalir la confianza en la racionalidad del ser humano.
Es evidente que Jean-Claude Aristide, apoyado por la comunidad internacional, puede recuperar legítimamente el poder que le corresponde, pero sería arriesgado que lo lograse -para evitar nuevas alarmas- sin el control de quienes le han derrocado: un ejército, y más concretamente una joven oficialidad aupada a las mayores responsabilidades precisamente por quien sufre hoy exilio. La próxima semana, la OEA enviará una misión investigadora a Puerto Príncipe, aceptada por el Gobierno militar y por el Senado. Es un primer dato de la difícil situación en que se encuentran quienes la han provocado y un síntoma de la corrección de las medidas adoptadas.
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