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La Conferencia Episcopal brasileña denuncia la sentencia de esclavos en la Amazonia

Edilton Lopes da Costa, un joven obrero agrícola de 16 años, pasó una noche entera atado de pies y manos, completamente desnudo, tendido de bruces sobre el barro, a orillas del río Araquaia, en la Amazonia brasileña. Tenía el cuerpo cubierto de incontables hematomas causados por una brutal paliza y permaneció hasta rayar el alba a merced de las voraces muriçocas, los temibles mosquitos que asolan esa región tropical. Ocurrió uno de los últimos días de junio. Era su castigo por haber intentado fugarse de la hacienda Santo Antonio do Indaia, donde trabajaba como esclavo.

, A algunos metros de la orilla, protegiéndose de los insectos con una red, el pistolero conocido como Chico Cazuza lo vigilaba, al tiempo que jugueteaba con su pistola Colt de calibre 45. Al amanecer, lo llevó de vuelta a la hacienda.Pocos días más tarde, el pasado día 2 de julio, la policía invadió la propiedad, situada 800 kilómetros al sur de la desembocadura del Amazonas, y libertó a Edilton y a otras 56 personas que estaban retenidas en las mismas condiciones. El muchacho tuvo suerte; normalmente, los peones-esclavos que intentan fugarse de las propiedades rurales de la selva del Amazonas son ejecutados sumariamente.

Ana de Souza, una integrante de la Comisión Pastoral de la Tierra, agrupación laica de la Conferencia Episcopal brasileña, denunció la existencia de estos esclavos, acompañó a las autoridades en la inspección de la propiedad y aseguró que existe allí un cementerio clandestino donde, después de ejecutados, son enterrados los trabajadores más rebeldes.

Casi 3.000 denuncias

En una conversación telefónica que mantuvo con EL PAÍS, Ana de Souza dijo también que los trabajadores liberados recientemente habían sido reclutados a comienzos de abril por el propio Chico Cazuza, a 900 kilómetros de allí, en el Estado de Maranhao, situado en la región nororiental de Brasil, la más pobre del país.

La Comisión Pastoral de la Tierra de Conceiçao do Araguaia, una aldea situada en esa misma región, basándose en declaraciones de esclavos fugitivos, de familiares, de dirigentes sindicales y de la prensa, registró en los últimos 10 años 2.974 casos de trabajo esclavo en las propiedades rurales del sur de Pará. No obstante, se supone que la cifra real es, por lo menos, unas 10 veces mayor.

En el pasado mes de marzo, el sacerdote Ricardo Rezende, párroco de la violenta comarca de Río María, denunció estas prácticas ante la Asamblea legislativa de Pará: "En el tiempo de la tala y de la limpieza de los pastos, muchas haciendas contratan pistoleros ( ... ) y los mandan a buscar peones en otros Estados, adonde todavía no llegaron las noticias de sus atrocidades".

En general, les prometen un salario mínimo (que hoy equivale a unos 50 dólares- unas 5000 pesetas-), pero a fin de mes algunos patrones descuentan los gastos de alimentación. Los trabajadores sólo descubren la trampa cuando van a cobrar su primer sueldo: se les dice entonces que han gastado más de lo que ganaron y que deben continuar trabajando hasta pagar la deuda, lo que no ocurre nunca, pues ésta aumenta sin cesar.

Para disuadir a los obreros de cualquier tentativa de fuga, centinelas fuertemente armados los vigilan durante las 24 horas del día. "Cuando, desesperados, intentan escapar, unos pocos lo logran, otros son presos, torturados, encadenados y hasta muertos", aseveró Rezende ante la comisión parlamentaria que investigaba la violencia en el campo.

Entierros clandestinos

El párroco de Río María agregó que el número de los que desaparecen sin nombre, enterrados clandestinamente, es superior al número de muertos conocidos. En los cementerios oficiales, los peones asesinados son enterrados sin registro; en el lugar del nombre figura a veces la palabra difunto o, como ocurrió en por lo menos un caso, cachorro (perro).

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