¡Cuán gritan esos malditos...!
El pueblo vota y pone en marcha un complejo mecanismo de formación de poderes: legislativo, ejecutivo, judicial. Luego se asume la presencia vigilante de los llamados poderes fácticos: económico, militar, religioso, la información... Pero aún hay que añadir otro posible poder: el intelectual, compuesto por ciudadanos especializados en la recepción y emisión de cultura, esfuerzo al que dedican preferentemente su tiempo mientras los demás fabrican tomillos, limpian las calles, practican opas agresivas, comercian con su cuerpo o juegan con cartas marcadas en todos los ferry-boats de este mundo. Se considera que los intelectuales son creadores de opinión, rrienos extensivos que los periodistas opinadores, pero más en profundidad, con más capacidad de modificar el discurso de las élit,es y de asombrar a las masas.Nadie les ha elegido. Pero están condicionados por una división del trabajo que más o menos sigue fundamentándose en el trabajo manual y el trabajo intelectual. Esta división no se parece hoy en casi nada a la que podía establecerse en el siglo XIX, pero es evidente que sigue marcada por dos puntos de referencia: los que basan su función social en una actuación directa sobre la realidad y los que pueden distanciarla, analizarla y facilitar un diagnóstico, puesto que son poseedores de ,lenguaje. En épocas más o menos normales, dentro de la normalidad democrática, el intelectual es tentado por el poder para que le preste la retícula de la inteligencia a las fotografias oficiales, y a cambio recibe una cierta promoción social. Frecuentemente, en esos tiempos de normalidad se le pide al intelectual que se pronuncie, que intervenga, sea en la disputa entre Real Madrid y Atlético de Madrid, sea en la consideración de si estamos en la posmodernidad o en la pos-posmodernidad. Hace algunos años, así en Francia como en España, se debatió muy arduamente la cuestión de "el silencio de los intelectuales", producto de un cierto pudor intelectual a la vista de los malos o mediocres resultados históricos obtenidos después de haber escrito y hablado como cotorras.
Por eso, los intelectuales cada vez salen menos a la palestra, pero de cuando en cuando no tienen más remedio, desde la angustia que les da saberse poseedores de lenguaje y en cierto sentido obli gados a hacer un uso social del lenguaje. Esa pulsión angustiada es especlalmente fuerte cuando se asiste a alguna ceremonia de la confusión -lingüística a la que es tan aficionado el poder establecido. Si esa ceremonia de la confusión del saber y su expresión se practica sobre cuestiones secundarias, la pulsión de la angustia intelectual puede contenerse. Pero cuando se trata de una cuestión de vida o muerte que polariza los sentidos convencionales de la vida o de la historia, los intelectuales se pronuncian forzados por un sentido de la responsabilidad representativa. De no hacerlo se sentirían unos canallas, cultivadores del silencio como expresión de la no-verdad. A veces lo es.
El poder legitimado por el voto suele reaccionar muy mal cuando los intelectuales no están de acuerdo con él, y reclama la legitimidad del saber que dan las urnas frente a la legitimidad que da el supuesto saber de los intelectuales. Aquel ser deseado para complementar la fotogenia del espíritu pasa a ser un loco obseso por verdades absolutas que sólo él necesita, y se le encierra en el manicomio sin muros de la excentricidad. Y es que en unos tiempos en los que todos los políticos son centristas, aún quedan intelectuales que no lo son, y que interfieren con sus ruidos el discurso de un poder cada vez más difícilmente contestable.
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