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EN EL 54º ANIVERSARIO DEL FINAL DE GARCÍA

"Muerto cayó Federico"

Un testigo presencial relata una versión inédita del asesinato del poeta

Siendo yo director de hospitales del ejército republicano de Andalucía, con sede en Baza (Granada), a las órdenes del coronel Adolfo Prada, la Jefatura de Transportes puso a mis órdenes, como conductor de automóvil, a un joven de 25 a 30 años que acababa de ser puesto en libertad por el SIM, tras haber estado unos meses detenido por indocumentado y fugado de Granada (1937). Se llamaba Héctor, pero no recuerdo sus apellidos; me queda, no obstante, una ligera impresión en la memoria de que debía de tener familiares o amigos en Huercal-Overa, porque, cada vez que íbamos al hospitalillo allí instalado, me pedía autorización para ir a almorzar con sus afines. Eficaz y leal, pronto fraternizamos lo suficiente para que, a los dos o tres meses de estar conmigo, y mientras almorzábamos juntos en Linares, me relatara, en un rasgo de sinceridad, nada más y nada menos que haber sido testigo presencial del asesinato de Federico García Lorca.Voy a reproducir su relato con tres advertencias previas. Primera, que por no haber tomado notas de lo sucedido, a mis 83 años he olvidado muchos datos (fechas concretas, nombres de personas y lugares, etcétera); expongo solamente, sin silenciar nada, lo que en mi memoria perdura como reseñable. Segunda, que en tiempo muy reciente anuncié algo de ello, por carta, a un amigo y conocido biografiador de Lorca, y su dubitativa respuesta me molestó un tanto y adopté la resolución de transcribir yo lo que quería decirle. Tercera, ¿fue absolutamente verídico, en todos sus detalles, cuanto me fue descrito? Yo entonces lo creí, tal era su verosimilitud.

El citado Héctor creo que era hijo de un taxista de Granada, y también ejercía como tal. Su padre y él habían servido muchas veces a los familiares de García Lorca y a éste, a Fernando de los Ríos, a los doctores Otero y Duarte, al socialista Menoyo (creo que ex alcalde de Granada) y hasta a Falla. únicamente cito a aquellos cuyos nombres yo también conocía. Un ilustre médico de aquella capital, cardiólogo ya fallecido, me informó en 1939 que en una parada de taxis, próxima a su casa, había estado aparcando algún tiempo un taxista de pelo blanco al que en los comienzos de la contienda le había desaparecido un hijo, por lo que lo tuvieron en la cárcel unos meses, sospechando que éste se había pasado a la zona roja con su consentimiento.

Héctor me contó que el mismo día de la sublevación fueron requisados y movilizados en Granada todos los taxis y coches de alquiler. Bien avanzada la noche del 18 de agosto de 1936, Héctor, que estaba movilizado y permanecía recostado en un sofá de enea del Gobierno Civil, fue avisado con urgencia para que bajara a hacer un servicio. Así lo hizo. El que dio la orden, y a gritos, fue el propio gobernador; exactamente así lo vio. Se puso al volante del coche y a toda rapidez introdujeron en el mismo a una pareja de esposados, en camisa, con dos falangistas y un guardia civil. En el acto salieron hacia el sitio que le indican Los falangistas subieron al interior del coche con los presos, y el guardia se sentó junto a Héctor, probablemente para vigilar su modo de conducir y marcar la ruta que habrían de seguir; detrás de ellos salió una camioneta en la que iban de ocho a diez personas; y en un tercer automóvil, éste particular de alguien conocido, otras cuatro o seis, dos de ellas toreros de Granada. Héctor no pudo ver las caras de sus conducidos porque, cuando bajó, los presos estaban ya en el coche y porque no veía en el espejo retrovisor por la oscuridad de la noche. Tras algunas paradas en dos grandes edificios, creo que ya en Viznar (uno de ellos una antigua colonia infantil), llegaron al sitio que ya tenían previsto e hicieron bajar a todos con violencia y prisas. Empezaba a clarear muy poco a poco el día. Según Héctor, el que vestía uniforme de la guardia civil era uno de los menos mandones. Ya todos fuera de los coches y alumbrados por linternas, Héctor reconoció con susto y sorpresa haber llevado a Federico García Lorca, esposado con un hombre muy canoso y muy cojo. No se atrevió a saludar "a don Federico" -como él solía llamarlo- por el terrorífico miedo que le entró -era la primera vez que cumplía tal misión-; se hizo el disimulado, pero estuvo a punto de llorar porque imaginaba lo que iba a ocurrir. Durante todo el trayecto, desde Granada, había oído los insultos de unos y las imploraciones y quejas de los otros que iban dentro; el guardia civil no dijo ni pío. Los falangistas llevaban fusiles; el guardia civil, una gran pistola que no usó en ningún momento. Nada más bajarse de los coches empezaron a empujar a los detenidos para que anduvieran con rapidez, hasta que, pocos metros más abajo, llegaron a unas fosas hechas a diferentes niveles del terreno Inclinado, y de distinta profundidad. Héctor se quedó unos pasos atrás y, horrorizado, tuvo que contemplar cómo Federico preguntaba llorando y gritando qué había hecho para que le trataran así, con otras frases reprochantes para algunos de aquellos asesinos a quienes quizá había considerado tiempo antes como amigos. A Federico le dieron un empujón que le hizo caer en el interior de una fosa, arrastrando a su compañero esposado. Se levantó; y cuando estaba ayudando a levantarse a su inválido compañero, dio un grito desgarrador que Héctor no entendió, pero que pudo ser un reproche insultante para los persecutores a juzgar por la reacción del que antes le empujara, un sujeto con bigotín, quien, llamándole a gritos "maricón rojo", bolchevique y otras cosas, blandió el fusil por el cañón y le asestó un terrible culatazo en el cráneo que a Héctor le sonó como si le hubieran roto el hueso. Héctor se volvió espantado hacia otro lado al verlos tirados en el suelo, y los dos falangistas dispararon una larga serie de tiros a Federico, mientras verbalmente y en plena exaltación se cagaban en todo lo cagable, especialmente en la madre del poeta. Encima de los fusilados todavía escupieron repetidas veces. ("Muerto cayó Federico, / sangre en la frente y plomo en las entrañas". Ni que lo hubiera visto don Antonio, pues tenía la frente y los ojos envueltos en sangre).

A los demás los fusilaron a continuación por parejas; los toreros fueron los dos siguientes. Héctor oyó algunos vivas a la República y toda una variedad de reacciones personales. Aquella noche mataron de 10 a 12 presos.

Héctor se sintió enfermo, se mareó, estando a punto de desmayarse; vomitó sobre su propia ropa, y le entró una indisposición de vientre que le obligó a retirarse unos metros y hacer su deposición diarreica a la vista de alguno de los matones, cuyo nombre me citó, que se rió de él diciéndole que fuera preparándose, pues ya le llegarían día y hora. Tras aquellas ejecuciones volvieron a los coches, conduciendo Héctor el suyo con enorme nerviosismo, y fueron a una casa próxima (creo que llamada del Arzobispo o algo parecido) donde se bajaron y entraron a tomar unas copas,

"Muerto cayó Federico"

sin duda para festejar los crímenes. Los dos conductores de los automóviles -no el de la camioneta- se quedaron fuera, y allí Héctor se enteró por su compañero, ya con experiencia de esas noches, de que la fosas eran cavadas durante: el día por otros que acudían por la mañana para enterrar los cadáveres de la noche anterior y construir otras.Viendo que el otro conductor se retiraba unos metros para orinar, Héctor, que conocía bien aquella casa desde mucho tiempo antes, vio una bicicleta apoyada en un cobertizo y, en ella, sin pensarlo dos veces, salió huyendo por detrás de la casa carretera adelante y por caminos diversos que él conocía mejor que nadie, escondiéndose cuantas veces veía acercarse faros de coche o gente; pronto cogió la ruta deseada hacia la zona republicana. El día 20, y después de algunas desviaciones por los campos y montes, llegó a Purullena, pueblo de cuevas próximo a Guadix, donde un gitano, antiguo buen amigo, le tuvo escondido varios días. Pero desgraciadamente las tropas republicanas que: vigilaban la zona le detuvieron por indocumentado, cuando y a los amigos gitanos le habían encontrado una documentación de afiliado a la CNT. Encerrado en la cárcel de Guadix, durante las navidades de 1936, le trasladaron después a Baza para ser juzgado por el SIM, que afortunadamente le dejó en libertad, colaborando en su liberación el jefe del IX Cuerpo de Ejército, señor Menoyo, que le conocía; pero, según Héctor me dijo, no le relató su presencia en el asesinato por si acaso...

Lo hasta aquí relatado es cuanto sé y conozco del caso. Todo lo que después he aprendido sobre la muerte de Federico procede de lecturas, ninguna de las cuales me hizo tanta mella como en su día el relato de Héctor. Comprendo, por otra parte, todas las dudas habidas. Pero puedo informar sobre la construcción de aquellas fosas, porque el dueño del hotel España (situado a dos casas del casino), que bondadosamente me escondió en 1939 hasta que me metieron en prisión, fue uno de los desgraciados que por la mañana, con azadón y pala, echaban tierra encima de los fusilados la noche anterior y construían el que también habría de ser su ulterior eterno refugio. Había sido acusado de masón sin serlo. Me avergüenza no recordar ahora su nombre y apellidos, que durante muchos años conservé con la lógica gratitud en la memoria. En la primavera de 1939 era un hombre de unos 40 años, de talla media tirando a grueso, y con gafas. Su esposa era morena y tenían una hija entonces adolescente. A pesar de su propia experiencia, y de conocer mis antecedentes personales, tuvo la extraña valentía de cobijarme en los días más difíciles de mi vida, en la inmediata posguerra. Ni siquiera sé si el hotel España existe todavía.

No quise dar antes publicidad a ese relato por varios motivos, entre ellos el deseo de no someter a los familiares de Lorca al conocimiento detallado de la monstruosidad del evento; y otro, que yo me comprometí por mi honor, ante el relator, a guardar silencio público, que él mismo rompería cuando lo considerara pertinente.

Sólo cuatro personas tuvimos noticia de esas cosas. Durante la guerra civil, mi ayudante R. Herrera, que oyó parte del relato; el coronel Prada, con quien yo convivía y al que secretamente lo conté por lealtad; y el jefe del SIM, señor Arias (esto último lo doy por supuesto ante su decisión de poner en libertad pronto a un detenido indocumentado procedente y fugado de Granada y testigo de un crimen histórico). Después de la guerra solamente lo conté, hace cerca de un año, a mi buen amigo Luis Rosales, en casa del doctor F. Tejerina. Estoy convencido de que ninguno de ellos lo reveló. Cuando en un viaje de conferencias por América contacté, en La Habana, con R. Herrera, que era secretario de Hemingway, me dijo habérselo contado, pero éste no lo publicó en parte alguna. Quizá sobreviva todavía alguno de los falangistas que lo mataron, que entonces eran jóvenes, para prolongado baldón de su memoria.

¿Qué habrá sido de aquel buen Héctor, que no podía borrar de su memoria lo visto el 18 de agosto de 1936 a pesar de su sucesivo encarcelamiento entre letrinas malolientes, y que, el último día de la guerra en Baza, cuando yo no tenía ya mando alguno y los franquistas campaban por sus respetos en la ocupación del cuartel general y diciendo una misa en la plaza, a las órdenes de un coronel Redondo -creo que de caballería y muy parecido a Alfonso XIII-, tuvo el respetuoso pero tardío gesto de pedirme permiso para escaparse a toda velocidad en una ambulancia hacia Alicante? Todas las conjeturas son posibles.

Más de medio siglo ha transcurrido desde que me hicieron ese relato. Ya en mi vejez lo desembucho públicamente para más completo enjuiciamiento del hiperalevoso crimen. "Que fue en Granada... -¡pobre Granada!-, en su Granada...". Por lo menos me quedará, mientras viva, la satisfacción de no llevarme el secreto al otro mundo.

, de 83 años, es cardiólogo y escritor.

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